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Psicopolítica del domingo

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Hace unos días, el primer ministro británico David Cameron padeció una severa derrota parlamentaria a manos de sus compañeros de partido: hasta veintisiete diputados conservadores se aliaron con la oposición para impedir que los grandes comercios puedan abrir más de seis horas el domingo. Para los diputados rebeldes, resulta necesario proteger la vida familiar de los trabajadores, así como lograr que «el domingo siga siendo especial». Porque lo es: ningún día de la semana se le parece. Y aunque ninguno es igual a otro, porque todos poseen su propia atmósfera psicológica, el domingo destaca entre todos por su radical singularidad. Se trata de un día ocioso, durante el cual estamos abandonados a nosotros mismos y expuestos, por ello, al aburrimiento. Dice Cyril Connolly: «El aburrimiento de un domingo por la tarde, que llevó a De Quincey a fumar opio, también dio nacimiento al surrealismo: horas propicias para fabricar bombas»Cyril Connolly, The Unquiet Grave, Nueva York, Persea Books, 1981, p. 84.. Pero quizá nadie haya expresado esa particular desolación dominical con tanta sencillez como Morrissey, el cantante pop inglés que, para dar una idea de la angustia existencial del depresivo, sostiene que «todos los días son domingo». ¿Y qué decir del mes de agosto, sucesión infinita de ellos?

Lirismos aparte, el debate británico sobre el domingo –que ha conocido réplicas más o menos recientes en países como Francia– trasciende la esfera de las experiencias individuales y atañe al conjunto de la organización social. Los conservadores rebeldes no son los únicos en vindicar la excepcionalidad del domingo en el marco de una modernidad que ha ido erosionando lentamente su carácter, dotado no obstante de una admirable capacidad de resistencia. De hecho, el domingo puede verse como el último bastión de la premodernidad o, quizá, de una fase inicial de la modernidad capitalista que se percibe ahora con nostalgia: los desayunos junto al Sena, los merenderos del Jarama, la visita a los abuelos. Para la crítica cultural Iris Radisch, el domingo es hoy día un Kampftag, un día sobrecargado de expectativas en que nos esforzamos por hacer todo lo que dejamos a un lado durante la semana laboral: convivencia familiar, sexo conyugal, reuniones amistosas, excursiones campestres, lecturas de prensa. Eso que los anglosajones denominan «quality time» y de cuya intensidad hemos de recuperarnos en la oficina durante la mañana del lunes. A su juicio, esta utopía de veinticuatro horas debe reemplazarse por un regreso a la improductividad dominical característica de otra época: días en los que nada se hacía y de los que nada quedaba. Es decir, un día especial si se compara con el imperativo de productividad que –al menos sobre el papel– gobierna nuestras vidas el resto de la semana. Aunque recordemos que son muchas las personas que trabajan el domingo, incluso allí donde las tiendas cierran, pero abren los restaurantes y las cafeterías que sirven de escenarios para la vivencia dominical de los demás.

Ahora bien, la amenaza que se cierne sobre la singularidad del domingo es acaso más amplia y remite a las tendencias sociales que conducen a la homogenización de todo el tiempo social como tiempo hábil: aquel que nos permite hacer todo aquello que queramos hacer sin restricciones de ninguna clase. Podríamos decir que el tiempo social es así liberado de su captura política; pero también que ese mismo tiempo es colonizado por las fuerzas productivas. En su entretenida crónica sobre Londres como ciudad 24/7, Ludovic Hunter-Tilney cita al presidente de la Asociación de Industrias Nocturnas, para quien las ciudades abiertas veinticuatro horas son ni más ni menos que el futuro. Para alcanzarlo deben despejarse ciertos obstáculos estructurales, como la dificultad de los clubes para obtener licencias o la ausencia de un servicio ininterrumpido de metro. Y eso que el suburbano londinense abre bien temprano, para fortuna de los early commuters que cogen el tren a las cinco de la mañana con objeto de evitar la congestión que se produce entre seis y ocho. Esto no sorprenderá a Jonathan Crary, teórico social norteamericano que ve en nuestras horas de sueño la última línea de resistencia frente al programa colonizador del capitalismo neoliberal, empeñado por ello en reducirlas para convertirnos en sujetos 24/7:

Los mercados 24/7 y la infraestructura global para el trabajo y el consumo continuos existen desde hace tiempo, pero ahora está dándose forma a un ser humano capaz de encajar en ellos más intensivamenteJonathan Crary, 24/7. Late Capitalism and the Ends of Sleep, Londres, Verso, 2013, pp. 3-4..

Desde este punto de vista, el sueño sería un resto humano que sobrevive por necesidades funcionales en un marco deshumanizado. Fiel a su visión tremendista, Crary ve el progreso moderno como un proceso de colonización capitalista de la vida humana, que tiene su correlato en una homogenización perceptiva que elimina toda singularidad individual. Y aunque no habla explícitamente del domingo, es evidente que una sociedad 24/7 es una sociedad sin domingo, día que, por tanto, se resiste a la administración biopolítica de las existencias. Crary evoca Del este, la película documental que filmara la recientemente fallecida Chantal Akerman en distintos países de Europa Oriental poco después de la caída del Muro, cosa que hizo «mientras aún hay tiempo», esto es, cuando aún era posible registrar la vida social tal como era allí donde sobraba el tiempo y siempre era –en cierto modo– domingo.

Parece así claro que la pregunta sobre el domingo es la pregunta sobre el ocio. Dicho de otro modo, sobre la supervivencia de un día donde estamos obligados a ser ociosos: porque en él no podemos trabajar, ni hacer gestiones administrativas o bancarias, ni ir de compras. En suma, un día en que hemos de prescindir de las acciones útiles y entregarnos, en cambio, a las «finalidades sin fin», por emplear la célebre definición kantiana del arte. Por algo decía Baudelaire que el arte es el domingo de la vida: porque no sirve para nadaCharles Baudelaire, Spleen de París. Pequeños poemas en prosa, trad. de Joaquín Negrón, Madrid, Visor, 2013.. Al menos, nada que pueda cifrarse en términos convencionales de productividad. De ahí que el ocio no deba identificarse con la pereza o el aburrimiento, aunque ciertamente pueda ser causado por la primera o conducir fácilmente al segundo. En su defensa del ocio como fundamento de la cultura, el filósofo neotomista alemán Josef Pieper sostiene que el ocio sólo es posible cuando el ser humano está consigo mismo en una actitud de silencio y calma interior que deja que las cosas sucedan en lugar de emplearse en ellas. Esta idea de la serenidad del ocio lo aleja del Oblomov de Iván Goncharov, paradigma novelístico de la inacción que no puede dejar de lamentarse por ella y se parece así más al procrastinador moderno que al sabio premoderno entregado a la vida contemplativaIván A. Goncharov, Oblomov, trad. de Lydia Kúper de Velasco, Barcelona, Alba, 2014.. Para Pieper, quien escribe en la Alemania derrotada de 1946, el ocio se opone al trabajo entendido como función social; a sus ojos, se proletariza todo aquel que se vincula en exceso al proceso de trabajo debido a su empobrecimiento interior. Por el contrario, el ocio será la esfera donde los valores humanos puedan ser salvados y preservados; a su vez, será posible si reconocemos su vinculación con la celebración ritual de la divinidad:

Lo que es verdad de la celebración también lo es del ocio: su posibilidad, su justificación última, deriva de sus raíces en la adoración divinaJosef Pieper, Leisure. The Basis of Culture, San Francisco, Ignatius Press, 2009, p. 66..

No es casualidad que ahí resida el origen del domingo: al séptimo día, el Creador descansó. Y nadie puede dudar de la relación entre arte y religión, tan estrecha en el pasado profundo que ahora podemos hablar sin ambages de la dimensión religiosa del arte. Religión, humanismo, teoría crítica anticapitalista: he aquí un extraño frente en defensa del domingo.

Sucede que, si el domingo no es lo que era, se debe a que tampoco el trabajo y el ocio se nos presentan en sus encarnaciones tradicionales. Pieper los opone frontalmente, ya que, a su juicio, el ocio no puede sobrevivir a un mundo fundado sobre la noción del «trabajo total». Por eso cita a Ernst Jünger, para quien la figura del trabajador anuncia una nueva forma de organización social cuya subjetividad dominante es precisamente la de quien se orienta abiertamente hacia la laboriosidad productivaErnst Jünger, El trabajador. Dominio y figura, trad. de Andrés Sánchez Pascual, Barcelona, Tusquets, 1990.. No obstante, el capitalismo tardío ha resultado ser un lugar menos basado en la represión que en la seducción, más atento al goce de sus partícipes que a la represión de sus deseos. Desde ese punto de vista, como el propio Crary viene a admitir, la colonización capitalista de la vida social se lleva a cabo con la anuencia –si no el entusiasmo– de los colonizados.

A este respecto, la difusión de las tecnologías digitales ha terminado por desdibujar las fronteras entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio, privado seguramente ya éste de la mayor parte de sus connotaciones humanistas: si seguimos conectados durante nuestro trabajo, seguimos trabajando cuando lo abandonamos precisamente porque seguimos conectados. En la red compramos, vendemos, nos informamos, charlamos. Y cada una de esas acciones deja un rastro que contribuye, agregación mediante, a reproducir el sistema en su conjunto. También el tiempo que pasamos en las redes sociales tiene algo de trabajo; desde luego, es un ocio que nada tiene que ver con la vida contemplativa ni con la calma interior: son así a la vez puro ocio y antónimo del ocio. Se ha hablado de playbourPat Kane, The Play Ethic, Basingstoke, Macmillan, 2004. para describir aquellas interacciones o experiencias digitales que emplean técnicas lúdicas (absorción, inmersión, repetición, recombinación) para extraer del usuario algún tipo de «trabajo». Por ejemplo, una interacción en Facebook que proporciona datos para el análisis de nuestros hábitos de consumo. Para más inri, la creciente fragmentación social exigiría garantizar que no se producen discriminaciones entre distintos grupos sociales en lo que a ese consumo toca: no todo el mundo tiene una familia a la que dedicarse el domingo, ni es posible para todos hacer lo que se necesita hacer entre semana. Sobre todo, la industria turística –primera del mundo– arroja diariamente compradores a calles de grandes ciudades cuyas tiendas están clausuradas: el subsiguiente espectáculo de su frustración tiene algo de grotesco y provoca la queja de los vendedores. No poder comprar es, acaso, el escándalo supremo.

Sobre el papel, uno se sentiría inclinado a otorgar primacía a la libertad y permitir que abra los domingos quien así lo desee. Si la dislocación de las normas tradicionales alcanza a instituciones como la familia, ¿por qué habría el domingo de quedar exento de sufrir las consecuencias de la modernización? Tampoco el argumento tremendista me parece suficiente, porque los procesos sociales de la modernidad son más espontáneos y ambivalentes de lo que sus críticos más radicales están dispuestos a admitir. No obstante, a pesar de que quien esto escribe no es ni mucho menos inmune al efecto de la atmósfera dominical sobre el ánimo, se diría que tiene sentido preservar un laboratorio fenomenológico como el que el domingo proporciona: un espacio diferente de los demás donde podemos experimentar con tiempos más dilatados y percepciones inéditas –de nosotros, de los demás, de la vida en su conjunto– durante el resto de la semana. Es verdad que eso puede llevar al depresivo al suicidio y por eso es conveniente neutralizar las versiones más radicales de la dominicalidad, sin acabar con él por completo: al modo, en fin, de un experimento controlado. Algo que Internet, 24/7 por definición, ya ha logrado. Pero incluso cuando vamos de tiendas un domingo, allí donde están abiertas, la sensación es peculiar: el código dominical sigue activo en la cultura. De hecho, el lunes no sería lo que es –para bien y para mal– si el domingo perdiera su singularidad: no hay resurrección sin muerte previa. Así que, aunque sea para sufrir, preservemos el domingo: que siga siendo especial.

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