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Paradoja del vampiro (y II)

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Basta echar un vistazo a las manifestaciones de la cultura popular contemporánea para comprobar la sobresaliente vigencia del mito vampírico. Pero ese mismo análisis nos revela que el vampiro, a diferencia de alguno de sus competidores en la galería de las monstruosidades pop, no está en todas partes. Y esa ausencia es tan llamativa como su presencia.

Parece claro que, entre las mitologías contemporáneas de origen romántico, pocas han demostrado más vigencia que la del vampiro, siendo éste deudor, en medida mucho mayor que la mayoría de sus contrapartes, de su éxito cinematográfico: de Murnau y Dreyer a Badham y Coppola, pasando por Lugosi y los estudios Hammer. ¡Ni una década sin su Drácula! Y es que, aunque sus orígenes sean literarios, no deja de poseer su lógica que el principio narrativo básico que subyace al género de terror encuentre en el cine su expresión más poderosa. Ese principio lo formuló sin querer, hablando de otra cosa, Elias Canetti: «Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido»Elias Canetti, Masa y poder, trad. de Horst Vogel, Barcelona, Muchnik, 1994, p. 9..

Dado que lo desconocido suele emerger de las sombras, constituyéndose en amenaza mucho antes de realizarse como tal, es fácil deducir las posibilidades expresivas que exhibe al respecto el medio cinematográfico, basado en el juego entre la apariencia y la ocultación, entre la luz y las sombras. Más aún: las naturales limitaciones del plano para la mostración del espacio sirven inmejorablemente a la acotación del punto de vista del personaje amenazado –el Harker de turno– y convierten al espectador en receptor de esa amenaza, tanto más eficaz cuanto más oculta se mantenga. Esta posibilidad expresiva se llevó a sus límites en La bruja de Blair, al coincidir el punto de vista del narrador/espectador con el de la cámara doméstica con que unos jóvenes graban su malhadada excursión al bosque de su localidad. No en vano, la clave del miedo es la combinación del desconocimiento y la proximidad, como subraya perspicazmente el filósofo francés Clément Rosset en sus brillantes apuntes sobre el cine:

el miedo siempre interviene preferentemente cuando lo real está muy próximo: en el intervalo que separa la seguridad de lo lejano de la experiencia inmediata. Cuando se está muy lejos, aún no hay nada que temer, pues el acontecimiento por venir está demasiado alejado para que se lo sienta como temible, aun cuando pueda serlo. Cuando se llega, ya no hay nada que temer, porque el acontecimiento temible ya se ha producidoClément Rosset, Reflexiones sobre cine, trad. de Ariel Dilon, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2010, p. 81..

Nadie mejor que David Lynch, por cierto, ha comprendido esta cualidad abstracta del miedo, ni ha sabido componer escenas que lo desencadenen con tan pocos elementos: la cámara que se dirige lentamente a la esquina de un cobertizo, temblando ligeramente al son de una música monocorde, produce exactamente esa sensación de inminencia de lo desconocido a la que se refería Canetti en el arranque de su obra mayor. Pero Canetti habla del hombre tocado por lo desconocido, no solamente amenazado. ¿Y qué hace el vampiro, sino justamente eso?

Ahora bien, la última aportación al género vampírico, la película Only Lovers Left Alive, de Jim Jarmusch, no nos da ni un solo susto, porque el director norteamericano ha querido despojar a la película de cualquier elemento de horror explícito. En ella, los propios vampiros limitan al máximo las agresiones contra los seres humanos, porque, como dice uno de ellos, «esto no es el siglo XVI». Son inmortales, pero están cansados y duermen hasta tarde; compran la sangre que necesitan sobornando a algunos médicos, pero mueren si ésta resulta estar «contaminada». A diferencia de la mayor parte de sus predecesores, soportan el pesado fardo del tiempo cultivando el conocimiento de las artes y las ciencias: ars longa, vita longa. Son vampiros nostálgicos, que coleccionan vinilos de rock de los años cincuenta y leen a Franz Kafka: como el propio Jarmusch. Y despotrican contra los seres humanos, a los que llaman zombies, por haber hecho del planeta un lugar sucio y vulgar: como el propio Jarmusch.

Se hace así evidente que el mito de Drácula no es interesante ya en su literalidad, si es que alguna vez lo fue, sino por las metáforas que procura durante el curso de sus constantes reinterpretaciones. Estas pueden ser el fruto de la visión personal del artista, a despecho de su época, o tener como finalidad expresar el espíritu de la misma, e incluso, faltaría más, ser las dos cosas a la vez. Hay por ello muchas clases de vampiros, sin que todos ellos sean Dráculas, dada la capacidad del mito para desplazarse a otros espacios simbólicos, en clara demostración de su riqueza significativa. Por ejemplo, la formidable Arrebato, de Iván Zulueta, es la historia de un cineasta vampirizado por su medio, o viceversa. Y en su mejor película, Ed Wood, Tim Burton abordaba tangencialmente el proceso de autovampirización de Bela Lugosi, el actor húngaro que encarnara canónicamente al conde transilvano en la versión de Tod Browning de 1931. Asunto, dicho sea de paso, que constituye la médula de un libro injustamente olvidado, Bela Lugosi, de Edgar Lander, una auténtica vida imaginaria publicada en 1984. Se cita allí a Luigi Pirandello, que atribuye al cine la facultad de «sorber y absorber la realidad viva de los actores para convertirla en apariencia evanescente», de forma que éstos, tras ser filmados, actúan como las víctimas de la mordedura de un vampiroEdgar Lander, Bela Lugosi. Biografía de una metamorfosis, trad. de Joaquín Jordá, Barcelona, Anagrama, 1987, p. 81..

Más literalmente, por limitarnos a las últimas décadas, y a bote pronto, nos encontramos con un buen número de variaciones sobre el mito. Tenemos el decadentismo arty del Nosferatu de Werner Herzog, a quien daba vida un Klaus Kinski aburrido al tener que soportar la eternidad; la estilizada elegancia del Drácula de John Badham, cuya estética anuncia ya la de los años ochenta; la megalomanía romántica de Coppola, que convierte a Vlad el Empalador en un enamorado que atraviesa los siglos en busca de su amada; o la absorbente reflexión filosófica que contiene The Addiction, de Abel Ferrara, una versión aparentemente modesta que parece quedarse tan solo con la esencia destilada del mito.

Se trata, sin duda, de una mitología que se ha hecho global, manteniéndose mucho más viva que otras similares, como las asociadas a Frankenstein o el Hombre Lobo. Sería presuntuoso señalar aquí las razones que explican esa vigencia superlativa, pero cabe al menos conjeturar un par de razones. Para empezar, acaso sobre todo, el mito del vampiro posee un formidable componente erótico, que trasciende la sugerencia meramente sexual de la agresión monstruosa, para componer una metáfora completa de la posesión romántica que sigue –o más bien puede seguir– a la unión física de dos seres. Desde luego, el vampiro no es precisamente un buen chico, pero ésa es otra historia. Pese a ello, no me consta que ninguna de las recreaciones del mito se dedique explícitamente a indagar en la sujeción amorosa y no meramente sensual, aunque bien puedo equivocarme.

Más ampliamente, sobre todo, el vampiro es una mitología relacional, esto es, referida a una otredad temida como tal, que deja de serlo cuando nos agrede. ¡Un anti-Lévinas! Aquí radica, me parece, el atractivo de The Addiction, la versión de Abel Ferrara, donde una doctoranda en Filosofía es atacada por una mujer vampiro a la que –pese a que ésta se lo pide– es incapaz de decirle que se marche. Ser, sugiere la película, es agredir. Y el mundo se divide en potenciales agresores carismáticos y potenciales víctimas sin carisma: tema también central al lobo de Wall Street de Martin Scorsese. A diferencia del zombie, el vampiro es perfectamente consciente de sí, y no pocas veces se muestra tan reflexivo como lúcido: es un individuo allí donde el otro, el zombie, vale en tanto que miembro de una masa, de una muchedumbre.

Tal vez por eso, el zombie, que ingresa en la cultura popular mucho después que el vampiro, ha servido a menudo como metáfora política, referido tanto a la ideología comunista como a la consumista. El zombie es un outsider que representa al insider, al servir como metáfora de los males del individuo contemporáneo, hasta el punto de que la metáfora suprema es precisamente la idea de que todos somos zombies: pasar un sábado por la tarde en El Corte Inglés no da una impresión distinta. Por añadidura, el zombie quiere convertir en zombie a todos los demás, negando a la minoría el derecho de serlo. El vampiro, en cambio, no suele demostrar esa voracidad totalizadora y permanece, por lo general, confinado en su underground, conformándose con poder alimentarse cuando lo necesita. ¡Que no es poco!

Pero, si bien las cualidades del zombie explican su fuerza metafórica en el terreno sociopolítico, eso no explica la ausencia del vampiro en ese vasto campo semántico. Y esa es la ausencia que llama mi atención, una que deja coja la vigencia de la mitología vampírica en nuestro tiempo. Salvo probable inadvertencia por mi parte, el vampiro está tan ausente en las ciencias sociales y la filosofía contemporáneas como presente está el zombie, sin que haya razones claras para lo primero a la vista de sus fecundas posibilidades simbólicas.

Sobre todo, la metáfora zombie ha tenido éxito a la hora de expresar la supervivencia de instituciones o normas que carecen ya de sentido o utilidad, pero siguen acompañándonos, como si vagasen dando tumbos entre nosotros: son las «categorías zombies». Fue el sociólogo alemán Ulrich Beck quien empleó este término por vez primera, para referirse con ello al hecho de que manejamos categorías sociológicas y vivimos en instituciones que pertenecen a otra época y designan otras cosas, siendo por ello incapaces de capturar los rasgos específicos de nuestro entorno social. Desde entonces, el término ha tenido un notable eco, y se ha hecho frecuente, aunque no sé si útil, preguntarse por la vida que resta a nociones tales como clase social, familia, plusvalía o democracia. Sin duda, es una metáfora atractiva para designar la sospecha de que nuestro problema reside antes en el lenguaje que en la realidad, en la medida en que ésta es aprehendida, e incluso hasta cierto punto constituida, por aquél. En cambio, el zombie no ha sido convocado para dar cuenta de los fenómenos de agolpamiento que se producen en las redes sociales, donde, para describir el alineamiento de las opiniones detrás de un hashtag o la masiva reproducción de un hipervínculo, se ha recurrido a la cercana metáfora del virus o a la del enjambre, pero no al zombie.

Pero, ¿dónde están los vampiros? ¿Por qué ellos no han dado el salto de la cultura pop a las ciencias sociales? Esta ausencia es llamativa, ya que el vampiro ofrece un amplio abanico de posibilidades para la crítica social. El novelista norteamericano de origen dominicano Junot Díaz, amante de la serie B, ha ensayado un empleo metafórico del vampiro para referirse a la experiencia de la invisibilidad que padecen los inmigrantes o desfavorecidos:

¿Sabéis eso de los vampiros? Ya sabéis, ¿que no se reflejan en los espejos? Existe la idea de que los monstruos no se reflejan en los espejos. Pero lo que yo siempre he pensado no es que los monstruos no se reflejen en los espejos. Sino que, si quieres convertir a un ser humano en un monstruo, tienes que negarle, en el nivel cultural, todo reflejo de sí mismo. Y cuando crecía, me sentía un monstruo, en cierta manera.

Díaz elabora su argumento a partir de un rasgo secundario en la mitología vampírica, como es la imposibilidad de verse reflejado en el espejo, por habitar el vampiro otro plano de la realidad; un rasgo que habitualmente ha servido, paradójicamente, para hacerlos visibles ante los demás. Ahora bien, son los rasgos más idiosincrásicos del mito vampiríco aquellos que parecerían poder fundar su uso metafórico en las ciencias sociales. Rasgos que, me parece, invitan sobre todo a los críticos del capitalismo y el consumo.

Si el vampiro es una criatura que se alimenta de la sangre de los demás, asesinándolos o transformándolos a su vez en vampiros, poseyendo una alcurnia aristocrática venida a menos, pero que instila en él un sentimiento de superioridad sobre el prójimo, ¿no es ideal para acompañar ciertas representaciones del capitalismo en su conjunto o de concretas variaciones del mismo, tales como las grandes empresas o las oligarquías globales o nacionales? ¿No ejercerían el vampirismo las famosas elites extractivas? ¿Y los ricos, el también célebre 1%? ¿No contienen ciertas prácticas financieras un elemento vampírico, en la medida en que se absorbe la riqueza ajena para la supervivencia propia? ¿No opinaría un griego que Drácula vive en el FMI? ¿No es Drácula un individualista posesivo, por emplear el término de Macpherson?C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, trad. de Juan Ramón Capella, Madrid, Trotta, 2013.

Si el zombie era la metáfora perfecta para la época de masas, pero el mito llegó tarde para describirla, el individualismo vampírico parece más adecuado para la era global, donde la definitiva disolución de la comunidad premoderna ha dejado paso a una red de relaciones –tecnológicamente reforzada– que funciona, de hecho, como una telaraña de agentes persuasivos que tratan de atraer a los demás hacia sí: hacia su idea, su producto, su persona. El vampiro ya no vive de noche en un castillo rumano, sino que se quedó a vivir en Londres. Ya no es una minoría, un sujeto excepcional, sino que se ha democratizado, porque el vampirismo es ya una práctica común en nuestra sociedad de la influencia.

Resulta así sorprendente que el vampiro no haya vampirizado en absoluto las ciencias sociales ni haya sido empleado como metáfora durante la crisis, a pesar de ser una auténtica estrella de la mitología contemporánea y protagonizar incontables ficciones novelísticas, televisivas y cinematográficas. De manera que el vampiro está y no está: está en la habitación, pero no está en el espejo. Y quizá esa sea, al fin y al cabo, su forma de estar. Todos seríamos, entonces, Drácula; pero todos seríamos, también, Jonathan Harker.

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