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Retrato de un dandy. El conde Sobański y la generación perdida europea

En busca del conde Sobański. Cronista del Berlín nazi

Anna Augustyniak

Madrid, Fórcola Ediciones, 2021.

Traducción de Amelia Serraller Calvo

340 p.

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He señalado en diversas ocasiones que mi pretensión en este blog no es tanto amoldarme a lo que usualmente se conocen como reseñas cuanto escribir sin constricciones previas sobre aquellos temas que por cualquier motivo me resulten atractivos. Es innegable que para ello utilizo habitualmente libros de reciente aparición o que tratan asuntos candentes, razón que conduce de modo inevitable al equívoco, sin mayores consecuencias por lo demás, porque –ocioso es subrayarlo- en el fondo poco importa la catalogación si el contenido mantiene una cierta dignidad, a la que modestamente aspiro. La cuestión, que podría parecer un prurito profesional sin más recorrido, me parece pertinente y nada banal en este caso concreto que ahora me ocupa porque, creo que por primera vez en mi vida de lector, voy a escribir sobre un autor del que desconocía hasta su mera existencia y de un tema del que no sabía nada (y del que ahora apenas sé un poquito). Sobradamente conocido es que los suplementos culturales y las revistas como esta, en la que tienen cabida mis reflexiones, encargan las críticas de las obras que aparecen en el mercado editorial a los que –al menos en teoría- son especialistas en la materia. Confieso que yo mismo he rechazado en múltiples ocasiones acometer análisis de obras para las que no me encontraba con los conocimientos suficientes. Y he aquí, como he apuntado líneas arriba, que en esta ocasión, yo mismo, motu propio, elijo una obra, una autoría y una materia que me son absolutamente extrañas. Comprenderán, pues, que antes de meterme en harina pergeñe algunas líneas justificatorias.

            Más de una vez he consignado por escrito el lamento por una de las insuficiencias más deplorables de la reflexión intelectual que acometemos en nuestro país: no ya solo nuestro desconocimiento del resto del mundo –con muy pequeñas excepciones- sino hasta el puro desinterés por todo lo que ocurre allende nuestras fronteras. Ya en su tiempo, Ortega apercibía del ensimismamiento hispano. Yo no sé si hoy habría que hablar claramente de neopaletismo. Me estoy refiriendo –claro está- al conocimiento en profundidad de otros países, otras culturas, otras civilizaciones. Hay, por ejemplo, miles de hispanistas en todo el mundo, pero ¿cuántos especialistas españoles hay en la historia, el arte, la literatura o las costumbres de otros países que no sean el nuestro? En el campo que mejor conozco, la historia, al noventa por ciento de los contemporaneístas españoles ni se les ocurre dirigir sus miradas más allá de los Pirineos y, dentro de las coordenadas españolas, los temas recurrentes son siempre los mismos, la guerra civil, la represión franquista y poco más. ¿Cuántos especialistas españoles hay, no digo ya sobre el continente africano, el Medio Oriente o el Sudeste asiático sino, sin ir tan lejos, sobre el este europeo? Más allá del inglés –lingua franca– los universitarios españoles no tienen apenas interés por otros idiomas. ¿A quién se le puede ocurrir estudiar polaco o incluso ruso? ¡Hasta el dominio del alemán, estando más extendido, es muy minoritario! No es de extrañar, como reflejo y consecuencia de todo lo dicho, que la producción editorial acuse ese provincianismo. Quizá en la literatura se note menos, porque se traduce mucho, pero en el campo de la cultura en su más amplio sentido el desinterés por lo ajeno –tanto mayor cuanto más lejanos se hallen otros países- alcanza cotas injustificables. Argüirán muchos que eso pasa en todas partes, pero siempre contesto que no me consuela el mal de otros. Y, en cualquier caso, hablo de la necesidad de elites que muestren curiosidad por lo que pasa en el mundo varios pasos más allá de sus narices.

            En estas condiciones, bien puede entenderse mi admiración por los esfuerzos de algunos sectores –obviamente minoritarios- para ensanchar la mirada del público español y hacerle ver que hay vida más allá de las menudencias y chismorreos que acaecen en el solar ibérico. Entre dichos sectores, quisiera ocuparme en esta ocasión de la editorial Fórcola y, más específicamente, de la sostenida y encomiable trayectoria de publicaciones de los últimos años en su colección «Siglo XX». Lejos de presentarnos una centuria en las coordenadas cicateras que suelen ser habituales, los dieciocho volúmenes anteriores al que será centro de nuestra atención en los párrafos siguientes extienden la curiosidad hacia momentos y lugares representativos, pero muy diversos: el París ocupado por los nazis o estremecido por las algaradas estudiantiles, los cuadernos de Rusia de Dionisio Ridruejo, el «ocaso europeo» según la sensibilidad de Alejo Carpentier, la Gran Guerra desde la perspectiva de Rudyard Kipling o de un soldado alemán, el Moscú estalinista que vio Ramón J. Sender, las «cicatrices de la vieja Europa» –de Auschwitz a Chernóbil- o el visionario Marinetti como revolucionario, por citar tan solo una panoplia de títulos que permiten hacerse una idea de la versatilidad de registros. La culminación por ahora de esa tendencia polimórfica es esta joya que me dispongo a comentar, En busca del conde Sobański. Cronista del Berlín nazi, que firma la escritora polaca Anna Augustyniak, con prólogo de Mercedes Monmany y epílogo de uno de los descendientes del biografiado, Michał Sobański.

Los libros de Fórcola acusan por lo general un proceso de edición al que conviene aplicar el concepto de artesanal, en la mejor acepción del vocablo, o sea, un sello personal, cuidadoso y atractivo. Son, para entendernos, el tipo de libros que tienen un encanto irresistible para los bibliófilos. En el caso que nos ocupa, estos rasgos parecen elevados a su máxima expresión. Por limitarme a consignar datos objetivos, aparte del excelente acabado del volumen, baste decir que el presente ejemplar cuenta en las páginas de créditos con el copyright de seis personas, los ya citados (autores de la obra, prólogo y epílogo), más la traductora del polaco (Amelia Serraller), la correctora de estilo (Susana Pulido) y el propio editor (Javier Jiménez), responsable del aparato crítico. En consonancia con la susodicha atención al detalle, el lector español hallará también una interesante compilación de fotografías de la familia Sobański, el árbol genealógico de la misma e incluso una «pequeña guía biográfica» –no tan pequeña en realidad, pues son treinta y dos páginas- de los principales artistas, literatos e intelectuales polacos de la época. Dado el desconocimiento que tenemos aquí de la cultura de aquel país, no es cuestión menor y sirve ante todo para ubicar las múltiples referencias que aparecen al hilo de las andanzas del conde Sobański. En fin, no extraña por todo ello que en una pequeña «nota a la edición» el responsable de la misma reconozca explícitamente que la confección de la obra ha sido «muy laboriosa y costosa en medios, tiempo y recursos». En todo caso, el resultado es para felicitar a todos los que la han hecho posible.

A todo esto, ¿quién era el conde Sobański? Ya confesé al principio que yo no había oído hablar de él en mi vida. Por decirlo en pocas palabras, que en su esquematismo no hacen justicia, como pronto se verá, al magnetismo del personaje, Antoni (Tonio) Sobański era un aristócrata polaco que vivió, disfrutó y, sobre todo, padeció las vicisitudes de la coyuntura histórica y el entorno que le tocó en suerte, la Europa convulsa del primer tercio del siglo XX. Tuvo una corta vida, pues nació en 1898, en Ovodivka, provincia de Podolia (perteneciente a Ucrania en la actualidad) y murió en 1941 en la capital británica, adonde había ido a recalar como exiliado (huyendo de la barbarie nazi, como bien puede suponerse). La tuberculosis que arrastró durante muchos años acabó finalmente con él. Miembro de una de las familias más distinguidas de Polonia, el conde Tonio tuvo una educación exquisita y se codeó con lo más selecto de la cultura centroeuropea del momento, aunque su centro de operaciones era la capital polaca y sus principales contactos, varsovianos. Erudito, brillante, curioso, políglota, el personaje en cuestión era el epítome de la elegancia, la representación misma del caballero –gentleman– o, si se prefiere, la personificación del dandy, para utilizar los baremos y parámetros de la época. El refinamiento intelectual y la distinción social iban acompañados, como bien puede suponerse, por una marcada vertiente hedonista: Sobański era lo que suele llamarse un bon vivant, de gustos refinados tanto en la mesa –buen gourmet– como en la alcoba -homosexual, por supuesto-. Dice Augustyniak, reproduciendo literalmente las palabras de alguien que le conoció, que «era la viva encarnación de un personaje de Proust». Esta misma frase se repite luego en el pie de foto que acompaña el primer retrato del álbum familiar y, en efecto, sus facciones, su mirada y su porte delatan una personalidad compleja y seductora.

En consonancia con las líneas trazadas, puede entenderse perfectamente que Sobański antepusiera gozar la vida a dejar constancia de sus conocimientos en una obra importante. Por decirlo claramente, su producción literaria es muy escasa, hasta el punto de que lo único que puede destacarse son sus crónicas de la capital del Tercer Reich que luego fueron compiladas en un libro, Un ciudadano en Berlín (1934). Sus grandes pasiones eran el teatro, la música, la pintura y la poesía, sin que en todas estas facetas pasara del nivel de mero degustador, crítico o diletante. Se codeaba con los integrantes del grupo literario Skamander, uno de los más importantes e influyentes de la Polonia de su tiempo. En otro orden de cosas, se interesaba por el pulso político de su época y dejó constancia de ello en su faceta de cronista o reportero. No era un reaccionario sino un liberal a la vieja usanza, amigo de judíos y de la bohemia y, en función de ello, refractario al nacionalismo excluyente y a todo atisbo de dictadura. Reconocía explícitamente que su ideal político era un régimen parlamentario como el de Inglaterra, del mismo modo que aspiraba a vivir en una sociedad, como la británica, donde se respetara la libertad individual y se cultivara la tolerancia como antídoto contra los fanatismos y las exclusiones que se enseñoreaban del continente. Sus reportajes sobre el Berlín hitleriano, antes citados, le valieron la inquina y la persecución nazi. Aun siendo profundamente polaco, era sobre todo un europeo que viajaba por placer de un extremo a otro del continente y que se encontraba tan a gusto en París como en San Petersburgo.

Este último matiz me aboca a una reflexión crucial. Con ser atractiva la figura del conde Tonio, a mí, personalmente, lo que más me ha gustado del libro no ha sido tanto el retrato del personaje en sí, sino el bosquejo del ambiente cultural. Al fin y al cabo, podría decirse con un esquematismo que no faltaría del todo a la verdad, que nuestro hombre no era más que la expresión refinada de ese medio: el aristócrata polaco me interesa, pues, sobre todo, por lo que tiene de figura representativa de aquel escenario. Antes surgía incidentalmente el nombre de Proust, pero más adecuado aún sería evocar por ejemplo el mundo literario –grosso modo– que vivieron Robert Musil, Joseph Roth, Alfred Döblin, Walter Benjamin, Witold Gombrowicz o hasta el mismo Kafka, por citar referencias reconocibles por cualquiera. Quiero decir con ello que antes de que se desatara el huracán de los totalitarismos, esos europeos cultos y refinados (pensadores, artistas o literatos) atravesaban fronteras real y metafóricamente, se empapaban de tradiciones diversas, sentaban las bases de un entendimiento europeo y, vivían, en fin, en una Europa orgullosa de sus logros, en la que aún se valoraba la libertad por encima de todo. Llegados a este punto, es casi inevitable citar la obra emblemática de Stefan Zweig, El mundo de ayer, o incluso, en lo referente a las décadas anteriores –los decenios centrales del siglo XIX- el ámbito cosmopolita y los fascinantes personajes que retrata la reciente obra monumental de Orlando Figes, Los europeos (Taurus, 2020).

Anna Augustyniak es una autora versátil: periodista y filóloga, se ha dedicado también al ensayo y ha publicado varios libros de poesía. Consigna en el prefacio que su interés por la figura de su biografiado procede de una referencia anecdótica en los Recuerdos de juventud de Gombrowicz. Merece citarse la anécdota en cuestión por lo que tiene de retrato alegórico del personaje y su difícil encaje en la época: el conde Tonio confesaba un invencible pavor ante las aglomeraciones callejeras. Luego, sigue diciendo Augustyniak, como si fuera un episodio novelesco, aparece misteriosamente una maleta: es la maleta con la que Sobański atravesó la frontera de su país en septiembre de 1939, para no volver nunca más. Recuperar a estas alturas la vida del aristócrata polaco se presenta, sin embargo, como una tarea asaz complicada. Personalmente, no dejó muchos rastros. En esas condiciones –argumenta la autora- la única opción era «reconstruir una vida tan distante a partir de los retazos» que nos han legado otros, los que le conocieron, amigos y familiares. Aun así, sigue diciendo la biógrafa, verdad y ficción se entremezclan, el personaje se pierde entre sombras y suposiciones, en el seno de evocaciones improbables: casi se disuelve en la leyenda, llega a decir.

La reconstrucción que hace del aristócrata polaco es relativamente corta –supera ligeramente las doscientas páginas- y está distribuida en cinco capítulos desiguales, entre los que, sin lugar a duda, el tercero y el cuarto son los que presentan más interés. El tercero, «una ruta literaria», contiene pasajes deliciosos, como los que describen hasta en el menor de sus detalles cómo eran los cafés varsovianos, donde se reunían los skamandritas y otros escritores del momento. También dedica algunas páginas a la estancia del conde en un sanatorio de los Alpes para tratar su tuberculosis, haciendo inevitable el recuerdo de la famosa obra de Thomas Mann. El capítulo cuarto, «En realidad fue periodista», aborda la faceta de reportero del biografiado: sus notas de Varsovia –una ciudad que no amaba-, su agudo retrato del Berlín hitleriano, su admiración por Gdansk y, en fin, su apego por Londres –donde «se sentía como en casa» – y por todo lo británico. No debe obviarse que, en unos tiempos de polarización e intransigencia, el tono de Sobański –tan moderado como renuente al culto a la acción- no era precisamente bien recibido. Hoy nos pasa todo lo contrario.

Escribe Monmany en el prólogo que Sobański merece ser considerado como uno de los símbolos de una «generación perdida europea». Una o varias generaciones de europeos que sucumbieron de forma prematura en las catástrofes de los años centrales del siglo: persecuciones, deportaciones, pogromos, genocidios, guerras civiles y, en fin, una devastadora guerra mundial. Espiga Monmany nombres diversos, autores heterogéneos: el rumano Mihail Sebastian, los españoles Chaves Nogales y García Lorca, los hermanos Carlo y Giani Stuparich de Trieste, las francesas Hélène Berr e Irene Némirovsky, el poeta británico Wilfred Owen, el húngaro Miklós Radnóti, autores todos ellos que «se perdieron en algún recodo europeo». Podría decirse en un plano simbólico que «Europa se suicida» pero en el marco de la realidad -a ras de suelo- son sus hijos, los europeos, los que sucumben atrozmente. Recuperar en la medida de lo posible aquel ambiente cultural es el tributo que le debemos a todos aquellos que, como creadores, se vieron sepultados en la ignorancia o el olvido y como seres humanos perdieron todo, empezando naturalmente por la propia vida.

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SOBANSKI

Ficha técnica

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