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Muñoz Molina sale de paseo

Un andar solitario entre la gente

Antonio Muñoz Molina

Barcelona, Seix Barral, 2018

496 pp. 21,90 €

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Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956), es un libro experimental y levemente anacrónico. Podría verse como una mirada moderna, o modernista en el sentido anglosajón del término, sobre un mundo posmoderno. Pese a que el texto de contracubierta insiste en varias ocasiones en que el lector tiene en sus manos una novela, no parece que lo sea, a menos que decidamos llamar novela a toda pieza extensa de prosa, lo que no resulta una definición muy operativa. Es una especie de collage, una antología de un cuaderno de trabajo, que incorpora elementos muy dispares. Una forma de clasificarlos sería su origen. Por una parte, está lo que viene de fuera. Destaca el discurso de la publicidad, invasiva, a menudo en segunda persona, que sirve para titular los capítulos. Hay selecciones de titulares de prensa, que dan una impresión paranoica de un mundo nervioso. Pero también conversaciones recogidas, gritos de vendedores, incluso fragmentos de canciones. Y, por otra, lo que viene de dentro: pasajes de carácter más introspectivo, a veces narrativos y otras más bien poéticos. Es una especie de monólogo, donde la voz puede cambiar de la primera a la tercera persona, y contar cosas muy distintas: desde la descripción de un cartel a pequeños fragmentos de relatos, desde momentos de felicidad íntima a alusiones a una depresión recientemente superada, desde la angustia privada del escritor a los episodios de vidas ajenas. Esas dos fuentes corresponden a dos velocidades principales: por un lado, el staccato incesante de los mensajes publicitarios y noticiosos: es el ritmo de la interrupción constante. Por otro, un tono más pausado, ensimismado y a veces moroso: es el ritmo de alguien que piensa y camina. «La mezcla de la extrema soledad y la sobreabundancia de voces escuchadas o imaginadas o leídas induce a un principio de delirio», leemos.

Un andar solitario entre la gente se abre con citas de Luís de Camões, Francisco de Quevedo y James Joyce. La del tercero es una especie de poética: «Un libro no se debe proyectar de antemano: a medida que uno escribe irá tomando forma, sometido a los impulsos emocionales de uno». Como en otras obras de Muñoz Molina, la mirada está cargada de culturalismo. El arte es un instrumento de conocimiento: «un súbito despertar a la realidad inmediata del mundo, un descubrir de nuevo y como desde el origen el valor de las palabras y de las imágenes, lo puro y lo terminante de los primeros nombres de las cosas». Esta idea convive con lo que parece ser una renuncia progresiva a la imaginación. Aquí el autor prescinde también de artificios retóricos y estructurales, como la alternancia casi faulkneriana de la historia del asesino de Martin Luther King y su propia biografía, que daba forma a Como la sombra que se va, y emplea un procedimiento más sencillo con resultados deliberadamente arbitrarios: la yuxtaposición. Juega con los poemas, con el ensayo, con el esbozo de un relato, amagos de teorías entre excéntricas y melancólicas sobre una corriente artística basada en lo deambulatorio. Fantasea con dirigir una «Gran Enciclopedia del Arte Accidental», donde se reservaría un «volumen dedicado a las aceras de esta ciudad, lienzos extendidos delante de los pasos como Jackson Pollock extendía en el suelo los suyos, y los pisaba también, y les incrustaba las cosas que había por el suelo del estudio, como las que la gente tira por la acera, colillas de cigarros, monedas de cobre». Predomina el tono grave y hay momentos solemnes, pero tiene algo más humor que otros de sus libros. Aunque da la sensación de que cabe todo, incluso las inserciones gráficas, se repiten una serie de temas y preocupaciones comunes. Es un libro sobre la ciudad y, de manera más concreta, sobre una forma literaria de ver la ciudad. Madrid es el escenario principal, con muchos espacios reconocibles, aunque también hay otros lugares importantes, como París, Lisboa y Nueva York, donde transcurre el largo paseo que cierra el libro. En esa manera de mirar la ciudad, asediada por la publicidad y redimida por el arte, hay siempre un componente de extrañamiento, una melancolía mitigada por la capacidad de sorpresa o ingenuidad. Uno de los leves elementos de la trama, además de los encuentros con un personaje misterioso, tiene que ver con una mudanza. Los empleados de la empresa encargada de hacerla llegan a casa del narrador, que, como su nueva vivienda no está lista, debe alojarse en un hotel en su propia ciudad. Ese hotel es uno de los espacios indefinidos, lugares de paso hacia un sitio real o imaginario, que también tienen un papel relevante en el libro. Muñoz Molina incluye dos escenas en aeropuertos: en Palma de Mallorca, observa a los que esperan, y se fija en una mujer que lleva un cartel para esperar al amor de su vida, y en un hombre en silla de ruedas y una mujer que se besan con entusiasmo; en Estados Unidos, casi al final, en un control de equipajes, los agentes se muestran sorprendidos por los materiales que lleva, que son una versión en bruto del propio libro. Una agencia de viajes junto a su casa también tiene una especie de promesa: esa posibilidad de viaje, de ir hacia otro lugar y convertirte en otro que, en cierto modo, es tu yo más auténtico es una de las promesas de la publicidad.

Muñoz Molina cuenta episodios de la vida de creadores, especialmente escritores, que configuran una especie de genealogía. Son autores que han hablado de la ciudad: Edgar Allan Poe, sobre todo con «El hombre de la multitud»; Charles Baudelaire, con Spleen de París; Walter Benjamin, que quizá sea una de las mayores influencias del libro, junto a algunos recursos tomados del Ulises de Joyce. Aparecen también Herman Melville, Thomas de Quincey, Fernando Pessoa. En esas apariciones, que son algunos de los mejores momentos del libro, hay cierto fetichismo, como en otras obras del narrador, que también se extiende a los oficios y, en especial, al oficio del artista. El narrador habla de los recortes, de lo que le gusta escribir a lápiz, del ordenador portátil en que escribe. Cuando se cuentan cosas de otros creadores, son importantes las dificultades económicas y las  circunstancias de publicación de los autores mencionados –una noche, Baudelaire se dedica a calcular el dinero que ha ganado en su vida, y se asombra de lo poco que es–; la rutina del pintor Juan Genovés le sirve para hablar de la vocación.

En cierto modo, es un libro mental, una larga pieza meditativa. Pero también es una obra sensorial, preocupada por tocar y guardar cosas, y una de sus ideas centrales es el registro. Los espacios son el lugar donde suceden los tiempos superpuestos: hay una melancolía en saber que «No habrá otra ciudad en la que permitirse el espejismo de empezar una nueva vida». Un andar solitario entre la gente tiene un elemento de conservación. En la mudanza, el narrador encuentra unas pertenencias de su padre. Va grabando en un iPhone las conversaciones y los ruidos de la calle; reflexiona sobre cómo se olvidan las voces de los seres desaparecidos. No es extraño que una de las formas artísticas más importantes en una obra llena de preocupaciones estéticas sea la fotografía analógica, que retenía una huella de lo que había captado. En la actitud del narrador, con sus collages, hay una reivindicación no sólo del oficio, sino de su naturaleza artesanal y táctil. Y todo ese andar solitario entre la gente no significa mucho si la soledad es permanente: «hay una extraña esterilidad en un cuerpo que no se roza con otros», escribe Muñoz Molina. Uno de los temas del libro es la felicidad amorosa, la pareja como refugio donde «somos cada uno la madriguera del otro».

Un andar solitario entre la gente es un libro arriesgado e irregular, con momentos brillantes y conmovedores, que habría sido mejor si hubiera sido más breve. En su desaliño está su encanto, una cualidad a veces casi hipnótica.

Daniel Gascón, editor de la revista Letras Libres en España, es autor de Entresuelo (Barcelona, Literatura Random House, 2013).

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Ficha técnica

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