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Un panfleto político sobre la vejez

De senectute politica

Pedro Olalla

Barcelona, Acantilado, 2018

96 pp.

12 €

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Apartado de la política a causa de la dictadura de César y recién divorciado de Terencia, su mujer, Marco Tullio Cicerón, que cuenta ya con sesenta y tres años de edad, vive uno de los momentos más amargos de su vida: poco tiempo antes ha perdido también a su hija. A modo de consuelo, se retira a su villa de Tuscullum y se aplica a componer una serie de diálogos filosóficos que se cuentan sin duda entre sus escritos más bellos. «Si nadie se sirve de nosotros –le escribe a su amigo Varrón–, escribiremos y leeremos sobre la constitución del Estado, y si no pudiéramos en la Curia y el Foro, trataremos de servir a la patria con nuestros escritos y en nuestros libros». Entre esos escritos se encuentra su tratado Sobre la vejez, en el que el viejo senador, inspirado sin duda por el célebre discurso de Céfalo en La República de Platón, desarrolla algunos argumentos destinados a despojar a esta etapa de la vida humana de su carga infamante y desmoralizadora. Para Cicerón, la vejez no es sino el resultado de lo que hayamos hecho con nuestra vida, de modo que no sólo no tiene por qué ser una etapa de ominosa decadencia, sino la más plena y productiva.

En su De senectute politica, el helenista Pedro Olalla aborda un diálogo imaginario con el viejo senador romano asumiendo sus consideraciones y poniéndolas en el contexto de la realidad sociopolítica de nuestro tiempo. De hecho, algunas de las virtudes más notables de su escrito se derivan directamente de las deudas que mantiene con el maestro, incluyendo las que se refieren al estilo que, en sus mejores momentos, adopta un tono de circunspección moral que entronca directamente con el clasicismo. ¿Qué hacer con la vejez en unas sociedades en las que la esperanza de vida se ha duplicado con respecto a los años en los que Cicerón escribía su tratado? ¿Podemos seguir considerando viejos a personas que mantienen indemnes o que incluso han acrecentado las cualidades y aptitudes que han ido acumulando a lo largo de sus vidas? ¿Qué papel otorgamos a ese colectivo, cada vez más numeroso, en los procelosos avatares de la vida política? El autor propicia redefinir necesariamente el concepto de vejez y resituar en profundidad el papel que esta desempeña en la escena política de nuestras sociedades. «Pues se me figura, Marco, que no basta para una buena vida ser un buen autor de la biografía propia, sino también ser coautor, y bueno, de la autobiografía colectiva».

Ahora bien, de la misma forma que el escrito de Cicerón no puede evitar incurrir en esa sofística de la consolación tan característica del pensamiento estoico, tampoco el de Olalla puede eludir la dimensión panfletaria, es decir, simplificadora y esquemática, que se ha apoderado de un gran número de aproximaciones a los fenómenos políticos de nuestro tiempo. Es, de hecho, en esta dimensión, la política, en donde el opúsculo de Olalla ofrece sus cualidades más problemáticas, hasta el punto de que no sería aventurado afirmar que entronca plenamente con esa caudalosa corriente de opinión que, tal y como ocurriera también en los albores del siglo pasado, se ha aplicado con un entusiasmo digno de mejor causa a la deslegitimación sistemática de la democracia… en nombre de la democracia. De senectute politica no nos ahorra ni uno solo de los tópicos más recurrentes en tal sentido: nuestros sistemas democráticos no serían sino un burdo simulacro perfectamente orquestado en el que los ciudadanos han sido reducidos a la indigna condición de consumidores sonámbulos y donde el verdadero poder lo detentan los especuladores financieros y los bancos, de quienes los representantes elegidos por el pueblo apenas si serían obedientes terminales. La ballena del 15-M y su «no nos representan» resopla allá a lo lejos. «Democracia –afirma Olalla, que incluso llega a escribir el término entre comillas– no ha conseguido ser más que un reciente juego de palabras para legitimar con votos de la plebe los intereses de las oligarquías». Ni siquiera se nos ahorra la sempiterna acusación de la pura formalidad de nuestras democracias, tan dilecta, como sabemos, a los que nunca creyeron en ellas: «Algunos de mis contemporáneos te dirían, Marco, que esos cauces ya existen, defendiendo ciegamente [el subrayado es mío] la formalidad de que vivimos en una democracia».

Sea como fuere, hay afirmaciones en De senectute politica que desafían toda contrastación empírica, pero que se han convertido en moneda de cambio habitual en las perspectivas de determinadas ideologías. El crecimiento de la pobreza en el mundo, por ejemplo, el aumento de la desigualdad, la extensión de la injusticia: «y si ahora falta el pan cuando se tiene hambre –uno de cada ocho se acuesta cada día con hambre en este mundo–, si falta la cura cuando se está enfermo, si se pierde el derecho a lo fundamental por perder la salud o el trabajo, si hay que huir de la patria para salvar la vida, no hay democracia alguna digna de su nombre, por mucho que votemos para elegir representante». Este totum revolutum sería, desde luego, más aplicable al tan añorado mundo griego que a nuestro propio tiempo, no exento de graves problemas, por supuesto, pero en el que cualquier consulta mínimamente escrupulosa vendría a demostrar que los índices de pobreza han caído exponencialmente en las últimas décadas, sobre todo, en África y Asia, las zonas tradicionalmente más deprimidas del planeta, y que, si puede hablarse de un crecimiento de la desigualdad (algo en lo que no todos los estudiosos están de acuerdo), es precisamente por el rápido desarrollo que han experimentado países en los que, hasta hace poco, la pobreza extrema conllevaba una casi nula diferencia de rentas. También ha mejorado el acceso a la salud, los índices de mortalidad infantil o la reducción del hambre. La contrapartida a esta resistencia a la extensión de una democracia que no es reconocida como tal no es otra que la de una suerte de nacionalismo, abrazado por una gran parte de la izquierda, y que sirve de punto de encuentro de los populismos de todo tipo: «Se debilitan –se nos dice? las fronteras, no para permitir el tránsito de personas, sino para difuminar la jurisdicción de las leyes, se crean organismos supranacionales, no para hacer que la justicia llegue a todos, sino para mermar la soberanía de los pueblos sobre su territorio; se firman tratados de libre comercio, no para favorecer a quienes compran las mercancías, sino para blindar los intereses de compañías apátridas frente a los tribunales y las leyes de los Estados».

Ahora bien, siempre que se critica lo que los seguidores de Gustavo Bueno llamarían la democracia efectivamente real (recordemos de nuevo un grito del 15-M: «Lo llaman democracia y no lo es»), se hace desde un paradigma que opera como ideal: en este caso, dicho papel lo desempeña una imagen casi pastoril de la antigua democracia griega, de la que han quedado excluidos todos sus aspectos más oscuros y problemáticos. No se alude, por ejemplo, a las consecuencias que, en términos de conflictos permanentes, ocasionaba la hipertrofia de la participación política, ni tampoco a los efectos letales que esa dedicación exclusiva ocasionaba en relación con la vida económica y con la propia libertad, en el sentido moderno, de los individuos. Veamos, no obstante, qué opinaba a tal respecto el ciudadano ateniense más ilustre de su tiempo: «Quien realmente –nos dice Sócrates en su Apología– quiera luchar por la justicia, si pretende vivir algún tiempo, por breve que sea, forzosamente habrá de ceñirse al ámbito privado en lugar de al público», hasta el punto de que, «si con anterioridad me hubiera dado a la práctica de la política, hace tiempo que estaría muerto y no os habría prestado servicio alguno ni a vosotros ni a mí mismo». Como sabemos, Sócrates fue ajusticiado gracias al voto directo de las mayorías. Y no fue el único. Algunos años después, Aristóteles se vio obligado a huir de Atenas para no sufrir el mismo destino que su ancestro filosófico.

Es curioso, por cierto, que tanto Platón como Aristóteles, cuyo pensamiento político podría interpretarse como una enmienda a la totalidad de los excesos de este tipo de democracia que tanta añoranza le suscita al autor de De senectute politica, se encuentren ausentes por completo de su libro. Sea como fuere, no es difícil detectar en el libro de Olalla la presencia de esas lógicas perversas (mucho más perversas, precisamente, porque son subrepticias) que han conducido siempre a las formas más diversas del despotismo: «El nuevo imperio –se nos dice– quiere la democracia como una cara amable, una máscara hueca que legitime sus acciones sin levantar sospecha». Ahora bien, ¿cómo se legitiman estas acciones? Por el voto de los ciudadanos. ¿Y cómo es posible que esos votos vayan directamente en contra de los intereses de los propios votantes? Por la artera manipulación de las conciencias que perpetran los verdaderos poderes. ¿Qué debemos hacer entonces? Hacer que la gente despierte y vea lo que hay detrás de las bambalinas de este teatro indecente. Pero, ¿y si, aun así, se niegan a reconocer que lo que tú consideras sus intereses no lo son realmente? Ah, entonces habrá que liberarlos aunque no quieran, porque ellos, en el fondo, no saben lo que quieren. En el núcleo de esta dialéctica que se debate entre un deseo de mayor libertad y unas medidas de mayor control político y social para acceder a ella se encuentra ya perfectamente definido el camino que conduce al totalitarismo. Y ahí ya da igual la edad que se tenga: la vejez consistiría en añorar la libertad real que perdimos por un puñado de utópicas lentejas.

Manuel Ruiz Zamora es filósofo e historiador del arte. Es autor de Escritos sobre post-arte. Para una fenomenología de la muerte del arte en la cultura  (Salamanca, Universidad de Salamanca, 2014), El poeta filósofo y otros ensayos sobre George Santayana (Murcia, Universidad de Murcia, 2015) y Notas a pie de página. [Fragmentos filosóficos] (Sevilla, La Isla de Sistolá, 2018).

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