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Palabras, palabras, palabras

Lo que el español esconde. Todo lo que no sabes que estás diciendo cuando hablas

Juan Romeu

Barcelona, Vox, 2017

256 pp. 15 €

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Todos los años se publican cinco o seis libros atractivos de divulgación lingüística acerca de las peculiaridades del español, y no es de sorprender que la editorial Vox, conocida por sus diccionarios, se haya sumado a ese nicho con su propia colección, en la que ahora se inscribe Lo que el español esconde. Como ha dicho José Antonio Millán, la proliferación de esta clase de libros «habla de una cierta orfandad» en el público, que quizá no ha recibido suficiente instrucción en la escuela o la universidad y necesita apuntalarla con guías que le recuerden por qué ostentoso no es ostentóreo, o cuestiones similares. A ello se añade, sin duda, la predilección actual por los datos sueltos. Cuando casi nadie tiene tiempo para estudiar en profundidad, digamos, la caída del sistema de casos del latín, cualquiera puede informarse en dos minutos de que los sustantivos del español se derivaron del acusativo latino y no del nominativo, como ocurrió en italiano, por lo que nosotros decimos «hombre» (transformación de hominem) y ellos «uomo» (de homo). He ahí un dato. Por sí solo no constituye un saber, pero no viene mal saberlo.

Lo que el español esconde está lleno de datos así y, por si acaso, explica qué es un nominativo y un acusativo. Su autor, Juan Romeu, es doctor en Filología Hispánica, se dedica a la redacción y corrección de textos y tiene un blog sumamente entretenido sobre la historia de la lengua y materias afines. El libro se desprende de ese formato fragmentario, pero también responde a una intención general. Romeu quiere enseñar a sus lectores lo mucho que se dice sin tener conciencia exacta de lo que las palabras quieren decir. Por debajo de las palabras opera la historia de la lengua, y cuanto más sepamos de la segunda más conciencia tendremos de las primeras. Grande fue mi sorpresa al enterarme, por ejemplo, de que la expresión «en pelotas», que en el español rioplatense que hablo es la más usada, es una corrupción de «en pelota» (hoy conservada en las frases «en pelota picada» o «viva»), alusión al «conjunto de pelo del cuerpo» y en manera alguna a las partes pudendas. Me encantó la cita del Quijote con que se ilustra la frase: «Hízolo así don Quijote y, quedándose en pelota, abrigó a Sancho, el cual se durmió hasta que le despertó el sol». Cómo pasó la noche don Quijote es otra cuestión.

Romeu tiene buenas intenciones: «Conocer de dónde vienen las palabras es apasionante y fundamental para poder relacionarlas ?escribe?, para entenderlas mejor, para saber usarlas con más propiedad». Y como lector no puedo sino estar de acuerdo. Pero la presentación ordenada de su procedencia no es tarea sencilla. Por momentos, la lectura de Lo que el español esconde semeja una especie de suertes virgilianas: se abren al azar los diccionarios etimológicos y se sacan lecciones de lo que va encontrándose. Las primeras ciento treinta y cinco páginas del libro, una sección titulada «Ayer y hoy: historia de las palabras», son una larga y a veces obvia enumeración de curiosidades históricas. ¿Por qué se dice «gastar dinero a espuertas»? Porque una «espuerta» es una «cesta grande»; y como sirve «para llevar material de un sitio a otro, se toma el sentido de la abundancia». Todo el mundo adivina de dónde viene «dar la matraca», pero Romeu también señala que «dar la tabarra» procede de las molestias que causa el tábarro o tábano. Luego, «hablando de insectos», salta al significado de «drones», un préstamo del inglés que quiere decir «zángano». Ciento y pico páginas en este tono son difíciles de asimilar.

A fin de poner orden en lo que es una zambullida bastante revoltosa en la historia de los vocablos, Romeu propone distintas subsecciones. Me resultaron muy instructivos los apartados correspondientes a las «palabras de origen animal» (como «en pelota»), los «personajes con nombre» (como «quinqué», del farmacéutico Antoine Quinquet, que lo inventó) y la «etimología del cuerpo humano». En este último, uno se entera de cosas como que «pómulo» procede de pom?lum («manzanita», por el parecido de las mejillas sonrojadas con la fruta) y «músculo» de musc?lus: «ratoncillo», al parecer «por la similitud con un ratón de la bola o músculo que sale al hacer fuerza» (hay que tener imaginación). Romeu nos alerta al paso de dos fenómenos interesantes: los diminutivos del latín se hacen muy presentes en los nombres de las partes del cuerpo, y «está clara la influencia popular» a la hora de inventarlos. Pero las conclusiones generales parecen capturar menos su atención que las particularidades. Cuando llega a la historia de «menisco», otro diminutivo, su fervor etimológico se desata en una seguidilla de saltos asociativos:

Esta voz viene del griego m?nískos, «media luna», que a su vez es diminutivo de m?n?, «luna». De m?n? (al menos de la misma raíz) también viene mes y, de ahí, palabras como menopausia y menstruación. Además, de la raíz indoeuropea con el significado de «medir», de la que podría salir m?n?, vendría también metro (la unidad de medida, claro, que el medio de transporte tiene su origen en metropolitano, donde metro procede de meter, «madre», porque la metrópoli es la ciudad madre).

¡De menisco a metrópoli en un solo párrafo! No es que haya nada de malo en estas derivas por los diccionarios; más aún, Romeu maneja sus fuentes con envidiable soltura. Pero, al cabo de unas cuantas idas y vueltas, puede presentarse la sospecha de que la historia constituye sólo un primer paso a la hora de entender el comportamiento del lenguaje. Como ha dicho alguna vez un listillo: la etimología nos dice lo que las palabras ya no significan. Para comprobarlo, hágase un ejercicio sencillo: tómense dos falsos amigos en lenguas afines con una misma raíz etimológica y échese un vistazo a sus respectivos decursos. Por ejemplo, «arrestar» en español y «arrêter» en francés. Ambos proceden del latín «ad» y «rest?re» (detener), pero el sentido principal en francés es simplemente «parar» y sólo después «arrestar». Pensar que, en el fondo, las dos palabras significan «detener» no nos dirá mucho sobre su circulación actual. Lo interesante es el desplazamiento semántico en cada una de las lenguas, que ha dado usos divergentes del latino.

Lo que el español esconde incluye capítulos que, en sentido estricto, se alejan del tema del título y abarcan asuntos que van de los registros formal e informal hasta las variedades dialectales del español, pasando por lo oral y lo escrito. Cada uno de ellos está tratado con gran conocimiento, y Romeu nos lleva a buen paso por fenómenos tan particulares como los homónimos parasitarios («ser un paganini»), los «fósiles lingüísticos» que se hallan presentes en el judeoespañol, las «palabras y expresiones coloquiales que estudian los lingüistas» y hasta las «joyas lingüísticas del reggaetón» (que a este reseñista no le resultaron muy brillantes). Todo lector que no sea un especialista en cada uno de los fenómenos en cuestión encontrará informaciones de interés; y dado que nadie puede ser especialista en todos los que aborda Romeu, hay cuestiones de interés para todo el mundo.

No obstante, cuanto más avanza el libro, más evidente se hace un problema general de tono. La escritura, en exceso campechana e informal, se convierte en un obstáculo para la transmisión directa de conocimientos. Uno se pregunta incluso a quién va dirigido el volumen. Romeu no sólo trata al lector de tú a tú: lo trata como a un niño propenso a salir corriendo ante la mención de un objeto directo o indirecto, no digamos ya un monstruo tan espantoso como una oración relativa apositiva. En un apartado explica qué es un calambur, como si el lector que no lo sabe no pudiera buscar la palabra en el diccionario; en otro, llama a Elias Canetti «el premio Nobel de Literatura Elias Canetti». Quizá la orfandad del público es aún mayor de lo que sospecha José Antonio Millán. Pero sin duda las editoriales tienen parte de la culpa de que en todo momento se presuma la ignorancia del lector. He notado esta tendencia en otros estudios de divulgación lingüística recientes, como el muy vendido Una lengua muy larga, de Lola Pons Rodríguez, o el valioso Tengo tengo tengo, del propio Millán. A modo de mensaje en una botella: quizá sería una buena idea, por descabellado que les suene a los directivos de las editoriales, suponer que los lectores potenciales de libros sobre el español no son analfabetos.

Lo anterior se vincula en el libro reseñado con un problema metodológico. Romeu habla mucho de lo que incluyen los diccionarios y las gramáticas, lo correcto y lo incorrecto, incluso aquello que, a su entender, decimos «regular». Pero no se detiene a señalar la diferencia entre prescriptivismo y descriptivismo en el estudio del lenguaje, ni las concepciones de la gramática que cualquier estudioso serio maneja a partir de Noam Chomsky y los descubrimientos de la gramática descriptiva. En un momento dado se aviene a informar a sus lectores de que los gramáticos se fijan en cuestiones poco conocidas del gran público como el «imperativo retórico» («tócate las narices») o el «imperfecto lúdico» («¿vale que yo era un príncipe y llegaba al castillo?»), pero, una vez más, el tono en que lo hace («te presento algunos ejemplos de lo que podría llamarse gramática guay») no ayuda a mostrar la gramática y, más en general, la lingüística como una empresa digna de atención. Aun cuando advierte que no tenemos por qué aburrirnos con las categorías que se aprendían en el colegio (Romeu dice «el cole»), la formulación acaba refrendando la idea de que los gramáticos son poco más que chupatintas.

Romeu también insiste con falsos dilemas, como el de si una palabra está aceptada o no en el diccionario, cuando la idea de que los diccionarios autorizan o no los usos de una comunidad hablante es una de las más nocivas de la vieja gramática, un resabio de prescriptivismo que nada tiene que ver con el funcionamiento real del lenguaje. El sesgo resulta sorprendente hasta que se comprende en términos de deformación profesional. Siendo corrector y redactor, Romeu presenta una visión mayormente normativa del español y, sobre todo, del español en su modalidad escrita. En ese sentido, como en muchos otros, su libro proporciona muchos datos provechosos. Pero su permanente didactismo acaba tergiversando la complejidad del lenguaje, así como las herramientas de quienes lo estudian. «Si te preocupas por algo tan cercano como la lengua ?escribe Romeu?, te acostumbrarás a ser curioso y cuidadoso con todo, y a preocuparte por los detalles. Además, irás ejercitando tu interés y curiosidad por muchas cuestiones, de modo que empezarás a cultivarte como persona y como ciudadano». Yo diría que el salto de fe que da esa oración es casi mortal. Mientras tanto, resulta bastante curioso que este libro, tan decidido a bucear en las profundidades históricas del español, se deje llevar por una sucesión superficial de palabras, palabras y más palabras, como Hamlet en su locura, sin ahondar casi en los sistemas que las gobiernan.

Martín Schifino es crítico literario y traductor. Entre sus últimas traducciones figuran las de E. B. White, Ensayos de E. B. White (Madrid, Capitán Swing, 2018); Patricia Highsmith, Once y La casa negra (Barcelona, Anagrama, 2018); y Ursula K. Le Guin, Contar es escuchar (Madrid, Círculo de Tiza, 2018).

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Ficha técnica

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