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El dictador y sus secuaces

On Stalin’s Team. The Years of Living Dangerously in Soviet Politics

Sheila Fitzpatrick

Princeton, Princeton University Press, 2015

384 pp. $35

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La profusa literatura sobre Iósif Stalin tiende a centrarse en el propio dictador soviético y en sus políticas. Hay sólo unas pocas excepciones. El primer volumen de la gigantesca biografía de Stephen Kotkin, Stalin. Paradoxes of Power, 1878-1928, lo situaba de lleno en la amplia perspectiva de la historia rusa, mientras que el extenso relato semipopular de Simon Sebag Montefiore, Stalin, La corte del zar rojo, ofrecía una vívida descripción de Stalin y de su más amplio círculo social. El único estudio anterior de los principales ministros y secuaces políticos de Stalin como grupo es el del archivero ruso Oleg Jlevniuk, Master of the House. Stalin and his Inner Circle (2009), pero su descripción histórica es breve, ya que gran parte del volumen consiste en documentos traducidos.

La ausencia de algún tipo de tratamiento colectivo de los principales colaboradores de Stalin se ha visto subsanada con el nuevo libro de la australiana Sheila Fitzpatrick, ahora cerca ya del final de una larga carrera como una de las más destacadas historiadoras sovietólogas de la pasada generación. Ha dedicado gran parte de su actividad académica a la historia social y cultural de la Unión Soviética, pero se centró en el tema que ahora nos ocupa por su importancia dentro de la historia política soviética y la inadecuada atención que había recibido. Afirmar que ningún dictador puede hacer funcionar una dictadura por sí solo es una perogrullada, pero la tendencia ha sido a ver a los principales esbirros de Stalin como figuras grises (como es el caso ciertamente de la mayoría de ellos) y no han recibido nunca la atención que sí se ha concedido, por ejemplo, a los principales colaboradores de Hitler en el Tercer Reich, varios de los cuales han sido objeto de múltiples y extensas biografías.

Fitzpatrick defiende que el tema es más importante de lo que normalmente se piensa, porque «lo cierto es que, por más que fuera un líder incontestado, Stalin prefería operar –al contrario que sus contemporáneos Mussolini y Hitler– con un grupo de figuras poderosas a su alrededor, leales a él personalmente, pero que funcionaran también como un equipo. Estos hombres no competían con él por el liderazgo, pero tampoco eran nulidades políticas o, simplemente, un “séquito”, como sus secretarios o policías secretos. Estuvieron al frente de importantes sectores como el ejército, los ferrocarriles y la industria pesada, ejerciendo a menudo su responsabilidad con gran competencia. Dentro del Politburó fueron defensores de cualesquiera que fueran las instituciones que estuvieran dirigiendo en ese momento. Discutían como grupo (con Stalin) las cuestiones políticas más importantes en sus frecuentes reuniones formales e informales. Stalin no precisaba de su aquiescencia para sus iniciativas, pero cuando sentía que no contaba con ella o que era tibia, a veces daba marcha atrás o simplemente (por ejemplo, en casos de marginación política) esperaba a que ellos cambiasen de opinión».

Fitzpatrick aporta pruebas para corroborar estas aseveraciones en el curso del libro. Se basa fundamentalmente en dos tipos de fuentes: la documentación estatal conservada y los numerosos escritos de memorias y entrevistas con los principales colaboradores vivos, familiares y otras personas cercanas. Todo ello proporciona una vasta base documental para lo que acaba siendo un estudio original y perspicaz. Casi todas las políticas importantes que impusieron los dirigentes soviéticos se han convertido en los temas de una literatura histórica propia, pero Fitzpatrick aporta un rico análisis de las discusiones que mantuvieron, sus frecuentes vacilaciones, ocasionales diferencias y amplias interacciones.

Al principio del libro se ocupa del tema de cómo llamar a este grupo. Algunos estudiosos han preferido términos como «grupo» o «camarilla», pero ella los rechaza y se decanta, en cambio, por «equipo». Consigue justificarlo al demostrar de forma convincente que trabajaron conjuntamente como una especie de equipo, no siempre necesariamente sin que surgieran conflictos, para gestionar el sistema soviético. Para ser miembro del mismo se requería básicamente entrar a formar parte del Politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética, aunque no todos los integrantes de este último eran admitidos en la «camarilla» todo el tiempo. Además, los miembros del equipo tenían responsabilidades individuales dentro de varios ministerios u otras importantes instituciones soviéticas, por lo que funcionaban de un modo parecido a un gabinete gubernamental. El equipo empezó a formarse durante el ascenso a la cima de Stalin en los años veinte, aunque no cristalizó plenamente hasta la última parte de esa década. Varios dirigentes que estuvieron en un tiempo cerca de Stalin, como Nikolái Bujarin, fueron destituidos y más tarde, durante el Gran Terror de 1937-1938, ejecutados.

Al núcleo central original formado por Viacheslav Mólotov, Lazar Kaganóvich, Anastas Mikoyán, Andréi Andréev y Klim Voroshílov se incorporaron cuatro figuras clave en la segunda mitad de los años treinta: Andréi Zhdanov, Níkita Jrushchov, Gueorgui Málenkov y Lavrenti Beria. Este fue el equipo básico que sobrevivió hasta la muerte de Stalin (aunque Andréev fue sustituido un año antes, en 1952). Algunos otros miembros del Politburó desempeñaron papeles algo más marginales. Stalin nunca ejecutó a ninguno de los cabecillas, aunque Mólotov y Mikoyán fueron severamente degradados más tarde durante los dos últimos años de vida del dictador soviético y es muy posible que hubieran sido ejecutados de haber vivido Stalin un poco más. Lo cierto es que el único purgado fulminantemente fue un miembro más joven, el economista Nikolái Voznesenski, que tuvo una gran importancia durante la Segunda Guerra Mundial al ocupar con acierto el cargo de ministro de producción industrial. Dada su edad y su aparente éxito, algunos vieron en él al posible sucesor del dictador tras su muerte, pero Stalin mandó ejecutarlo en 1950. Otro miembro, que también estuvo al frente de la industria soviética, Sergo Ordzhonikidze, un georgiano compatriota de Stalin, se había suicidado en 1937, aunque tras estar sometido a una presión considerable ejercida por el dictador.

De todos los grandes dictadores, Stalin fue el más trabajador. Ascendió a la cúspide como el burócrata más hábil dentro de un sistema muy burocrático. Como ha resaltado con más claridad que ningún otro historiador su biógrafo Stephen Kotkin, su éxito en la lucha de poder de los años veinte no se debió simplemente a las intrigas y al afán de imponerse, sino porque su liderazgo era eficiente y parecía producir resultados. No se impuso simplemente sobre sus compañeros, lo cual no habría funcionado nunca en el período más «abierto» de 1922-1926, sino que maniobró arteramente para granjearse partidarios. Demostró la entrega más inquebrantable y durante aquellos años sus posturas sobre política e ideología fueron generalmente prácticas y populares, y la inmensa mayoría de la elite soviética se apresuró a suscribirlas. A lo largo del proceso también puso a punto unas especiales habilidades para la intriga y la manipulación que no tenían igual, pero siempre fue consciente de que, independientemente de lo despiadada que se hubiera vuelto en la práctica la dictadura bolchevique, siempre tendría que contar a su lado con un cuadro importante de partidarios, algo que logró hacer con éxito. La naciente Unión Soviética afrontó una serie de severos problemas a mediados y finales de los años veinte en relación con el futuro de una dictadura colectivista que mantenía una postura de antagonismo con virtualmente todo el resto del mundo –algo jamás visto hasta entonces en la historia– y Stalin aportó soluciones clásicas que parecían funcionar. Esto abrió muy pronto el camino para la «segunda revolución» o la «revolución de Stalin», que apoyaron en su mayor parte los miembros del partido. El «estalinismo» no fue nunca simplemente la labor de un solo hombre; fue también un logro colectivo.

Stalin tuvo éxito durante una generación y más porque aportó soluciones y pudo manipular una enorme base de recursos, integrada por la gran población soviética, que habitaba un enorme territorio con la mayor variedad y profundidad de recursos naturales de todo el mundo –un lujo del que no disfrutó ningún otro dictador–, pero también porque comprendió y respetó la naturaleza del nuevo y monstruoso sistema que estaba creando. Ya en la década de 1920 el nuevo régimen había construido la burocracia más elaborada de la historia mundial y cualquier dictador que estuviera en el vértice más alto tendría que apoyarse en un cuadro de administradores leales y eficaces. Por regla general, Stalin era un juez sagaz de otros seres humanos y seleccionó como sus principales colaboradores a hombres que eran enérgicos, duros, implacables, pero burocráticamente responsables, lo suficientemente inteligentes como para ocuparse de asuntos complejos, y también completamente fiables políticamente. En un principio, algunos de sus principales colaboradores fueron personas que habían ascendido con Lenin, se consideraban sus iguales (y sus amigos) y cuestionaron algunas de sus principales ideas y soluciones. A finales de la década de 1920, Stalin había conseguido apartar a estos últimos de todos los puestos de mayor poder, a pesar de que no serían liquidados físicamente hasta 1936-1939. Había logrado que hombres más jóvenes ascendieran desde los escalones más bajos como sus colaboradores de mayor rango, así como haber formado su propio «equipo». Cada uno de los nombramientos clave había recaído en una persona demasiado joven para haber ascendido hasta lo más alto en vida de Lenin, y todos ya para entonces «estalinistas». En su mayor parte los había seleccionado bien, el equipo era cooperativo y pronto se acostumbraron a trabajar juntos como un segundo escalón de altos dirigentes responsables del manejo de la mayoría de los resortes del sistema, en colaboración con, y siempre directamente bajo la supervisión y el control de un solo hombre, cuyo poder supremo jamás ponían en cuestión. Se reunían con frecuencia, algunas semanas incluso a diario, y generalmente se llevaron bien, a pesar de ciertas rivalidades y antagonismos. En gran medida incluso hicieron una vida social conjunta, formando una elite muy unida y compacta. Cada uno de ellos tenía otros amigos y colegas, pero la cohesión del grupo era tan grande que a veces pasaban también las vacaciones juntos.

Fitzpatrick cree que el equipo floreció por primera vez del todo en cuanto grupo a comienzos de la década de 1930. Aquí se produjo el cenit de una masiva transformación revolucionaria, incluida la colectivización de la agricultura, lo que supuso nada menos que la destrucción del modo de vida tradicional de la inmensa mayoría de la población, y que se vio acompañada de los Planes Quinquenales para el desarrollo rápido y forzoso de un enorme sistema de moderna industrialización de propiedad estatal. Todos los miembros del equipo eran verdaderos creyentes en el bolchevismo e implementaron fielmente los plenos principios y las prácticas de la estalinización. Esto no habría podido llevarse nunca a cabo de una forma tan rápida y exhaustiva como se hizo sin una administración dedicada y eficaz por parte de los secuaces de Stalin. Ellos creían en él y en su sistema nuevo y radical. Fitzpatrick ha descubierto que entre ellos «la independencia y el espíritu de equipo eran altos a comienzos de los años treinta». Stalin confiaba en ellos, al menos hasta un cierto punto, y ellos podían ejercitar un grado de autonomía no pequeño al tiempo que se ajustaban a sus directrices. Por regla general, pudieron producir aquello que él quería.

Esto cambió hacia una situación de mayor incertidumbre durante la segunda mitad de la década, cuando las purgas del período 1936-1939 revelaron el alcance de la paranoia y la crueldad de Stalin. Examinado de manera superficial, el equipo salió relativamente indemne. Ninguna de las figuras de mayor rango del Politburó fue destituida; incluso Stalin estaba convencido de la lealtad de todos ellos. La única fatalidad fue el ya mencionado suicidio de Ordzhonikidze, pero la tensión y el desgaste emocional de todos era muy grande, ya que absolutamente nadie podía estar seguro de su propia supervivencia. Entretanto, Stalin incorporó al grupo a varios importantes miembros nuevos, el más importante de los cuales fue el último en hacerlo, el nuevo jefe de seguridad, Lavrenti Beria. Antes de aquel momento, ninguno de los jefes de seguridad (que se conocería con diversos nombres, como CHEKA, OGPU y NKVD) había alcanzado el nivel jerárquico más alto en tiempos de Stalin.

Beria, sin embargo, era georgiano como él: cuando Stalin quería irritar y alarmar al resto de miembros del equipo, solía empezar una reunión con una parrafada en georgiano con Beria sobre cuestiones de seguridad que nadie más podía entender (aunque Fitzpatrick no hace mención de esto). Más importante era la mente rápida, la energía y la versatilidad del nuevo responsable del NKVD, que habría de demostrar que él era posiblemente el mejor administrador de todo el grupo. Acabaría despertando envidias y animadversiones, y después de que sus colegas lo hicieran ejecutar en 1954 lo denunciaron a voz en grito como un «carnicero», pero no hay pruebas de que él fuera más sanguinario que cualquiera de los demás (con la sola excepción del armenio Mikoyán, lo más cercano a un «moderado» entre los principales esbirros de Stalin). El único miembro del grupo que podría considerarse un auténtico peso ligero con una competencia muy limitada era Voroshílov, el responsable de Defensa, un antiguo camarada de Stalin desde la guerra civil rusa y un hombre carente de preparación para ocuparse de las nuevas y complejas cuestiones militares del siglo XX. Debido a su fidelidad perruna, Stalin lo destituyó más tarde, en vez de eliminarlo.

Fitpatrick defiende de manera convincente que el mejor momento del equipo fue la guerra contra Alemania en el período 1941-1945. Tal y como coinciden todos los biógrafos, Stalin padeció algún tipo de crisis emocional aproximadamente una semana después de que empezara la invasión alemana, cuando se puso claramente de manifiesto no sólo cuán desastrosamente había dirigido la política exterior, sino también el alcance del cataclismo que provocaría en el Ejército Rojo. Stalin se retiró a su dacha durante varios días, dejando todo en manos de sus jerarcas de mayor rango. Nunca se sabrá cuál era con exactitud su estado mental. Los miembros del equipo se miraron unos a otros y decidieron que no podían seguir adelante sin él, por lo que se desplazaron a la dacha para pedirle que volviera a ponerse al frente. Beria, el más rápido y perceptivo, ya había sugerido que el Estado soviético necesitaba un gobierno simplificado y más eficiente para proseguir la guerra. Stalin accedió y durante el resto del conflicto él se situó al frente del Comité de Defensa del Estado (GKO), entre cuyos miembros se encontraban Mólotov (el segundo en rango), Beria, Kaganóvich, Málenkov, Mikoyán, Voroshílov y el nuevo responsable de industria, Voznesénski. El comité funcionó con relativa eficacia y su mayor logro no fue la brillantez militar o estratégica, sino simplemente el éxito en la movilización de los recursos humanos y económicos soviéticos (con, por supuesto, el refuerzo crucial que supuso la gigantesca ayuda estadounidense). El rumbo de los acontecimientos no cambiaría de curso totalmente hasta más de un año después, y el conflicto le costó a Rusia alrededor de treinta millones de víctimas, casi la mitad de ellas militares, pero la Unión Soviética obtuvo una victoria completa en el frente oriental y cimentó un enorme imperio en el centro y el este de Europa, llevando al imperio ruso al pináculo más alto jamás conocido, aunque esto duraría menos de medio siglo.

Los últimos años de Stalin fueron otro período difícil para el equipo. Su salud se deterioró y empezó a pasar cada vez más tiempo en su residencia vacacional en Georgia, dejando el gobierno soviético en gran medida en sus manos. La edad avanzada sacó a la luz, además, los peores aspectos de la personalidad del dictador, acentuando su paranoia y añadiendo nuevos elementos caprichosos en su comportamiento. El único miembro del equipo que fue arrestado y aniquilado fue Voznesénski, que se había vuelto algo soberbio tras el éxito de la industria soviética en su objetivo de superar la producción alemana durante la guerra. La conclusión de Fitzpatrick es que el hecho de que se hablara de la posibilidad de que el más joven Voznesénski fuera un posible sucesor de Stalin despertó la envidia del resto de los miembros del equipo, que agravaron las sospechas que albergaba el dictador hacia él, aunque a su vez ellos se inquietaron no poco cuando el este último se apoyó en Voznesénski de una forma tan decisiva como para ordenar que se matara a un miembro del propio equipo. ¿Quién podría ser el próximo? Era una buena pregunta, y todos empezaron a preocuparse. En 1951, Stalin había degradado a Mólotov y Mikoyán, que parecían ser los próximos cuyo cuello corría serio peligro.

Fitzpatrick elogia a los restantes miembros del equipo por unirse para apoyar a sus colegas que pasaban por momentos difíciles, ya que todos se mostraron de acuerdo en que necesitarían mantenerse juntos para sobrevivir a la crisis final de Stalin. Otra paradoja fue que el dictador se mostró más insistente que nunca para que participaran en frecuentes cenas bañadas en alcohol en su dacha, que resultaban incómodas y agotadoras para todos, ya que Stalin los mantenía sistemáticamente levantados hasta las tres de la mañana, a pesar de que todos ellos tenían responsabilidades gubernamentales al día siguiente. El anciano dictador se encontraba personalmente más aislado que nunca, sin apenas otro miembro de su familia en quien confiar aparte de su disoluto hijo Vasili. Sólo fue capaz de superar hasta cierto punto su extrema soledad gracias a las constantes atenciones sociales que le dispensaba su equipo.

Nunca conoceremos todos los detalles de la muerte de Stalin. No contamos con pruebas concretas de que fuera envenenado por Beria, como a veces se ha sostenido (aunque caben muy pocas dudas de que éste se habría mostrado encantado de hacerlo si es que llegó a pensar que con ello podría salvar el pellejo). Fitzpatrick coincide en que todas las pruebas con que contamos apuntan a que sufrió un infarto, algo que no resulta en absoluto sorprendente para un anciano de setenta y cuatro años con mala salud. Está claro que sus lugartenientes se mostraron lentos en su reacción, aunque esto a su vez resulta difícilmente sorprendente a la luz de su propio dispositivo de seguridad personal. A partir de ese momento, hicieron comparativamente poco por facilitar su recuperación (fuera o no posible semejante cosa), pero lo cierto es que él mismo acababa de ordenar que arrestaran a su propio médico personal, por lo que no estaba claro quién era la persona que debía hacerse cargo. En estas condiciones, Stalin tuvo una muerte muy estalinista.

La transición gubernamental soviética fue sorprendentemente apacible, porque los nuevos dirigentes habían tenido desde antiguo la costumbre de trabajar juntos y, en cualquier caso, ya se habían ocupado de pilotar el régimen durante los dos últimos años. Aceptaron la muerte del vengativo anciano con un enorme suspiro de creencia colectiva y, sin utilizar el término, se inició de inmediato un proceso de desestalinización, relajando varios de los rigores de la dictadura y poniendo fin a la guerra de Corea (que Stalin deseaba aparentemente seguir librando hasta el último soldado chino).

Mucho más que en 1941, Beria pasó a ocupar el primer plano. Más rápido y brillante que sus colegas, empezó a asumir una suerte de liderazgo, en gran medida en aras de la liberalización y con el objetivo de fomentar la distensión con Occidente. Al contrario que los demás, él no era un verdadero creyente en el marxismo-leninismo y sus ideas sobre la liberalización escandalizaron a sus colegas, aunque se sintieron incluso más ofendidos por los intentos de Beria de dominarlos a ellos.

El complejo de superioridad de Beria lo traicionó. Confió demasiado en el acuerdo previo según el cual todos los altos cargos se mantendrían unidos y se volvió no sólo altivo sino, mucho más peligrosamente para él, descuidado. Es evidente que tenía al secretario del partido, Jrushchov, por un payaso simple y poco sofisticado, y eso resultó fatal. Este último formó rápidamente una hábil conspiración junto con otros miembros del equipo y con oficiales del Ejército Rojo, lo que culminó en el arresto de Beria y, seis meses después, en su ejecución. La purga posestalinista concluyó en gran medida con el asesinato de Beria y con el arresto (y, en ocasiones, también la muerte) de varios de sus principales esbirros.

Más allá de eso, el liderazgo colectivo duraría hasta el final de la Unión Soviética. Jrushchov dominó el sistema durante nueve años, pero cuando fue destituido en 1964 no fue arrestado, sino que simplemente lo enviaron jubilado a su dacha. Para entonces se había obligado también a retirarse a casi todos los demás miembros del equipo, de los que el último en mantenerse en activo (hasta 1965) fue Mikoyán. Varios de ellos vivieron largas vidas: Málenkov sobrevivió hasta la edad de ochenta y seis años, Kaganóvich hasta los noventa y cinco, y Mólotov hasta los noventa y seis.

El equipo había servido lealmente a Stalin y, en general, le había servido bien. Ninguno de ellos habría instituido probablemente un sistema tan sanguinario y cruel como sí lo había hecho Stalin, pese a que todos habían obedecido al dictador con total diligencia, y no resulta sorprendente que Stalin purgara únicamente a uno de ellos. Ellos fueron quienes hicieron que el estalinismo funcionara.

Fitzpatrick maneja bien sus fuentes y las interpreta de forma convincente, con una sola excepción importante. Parece concluir en todo momento que los más altos jerarcas soviéticos fueron absolutamente competentes, incluso eficientes. Sin embargo, todas las pruebas apuntan a una conclusión diferente: hicieron con éxito aquello que Stalin les demandaba y lograron sus principales objetivos, pero sus métodos de gestión no fueron con frecuencia verdaderamente «eficientes», y lo cierto es que fueron extremadamente despilfarradores. Las inmensas aportaciones en términos de bienes de capital y recursos naturales, junto con el frecuente desperdicio masivo de recursos humanos, caracterizó un sistema que fue, según cálculos comparativos, el menos eficiente de todos los grandes sistemas industriales modernos. Sólo los enormes recursos humanos y naturales de la Unión Soviética, a pesar de lo pobremente que se emplearon y de la frecuencia con que se malgastaron, permitieron que siguiera funcionando.

Fitzpatrick nos propone un retrato absorbente, hábil, bien escrito y ágil. El libro se lee mejor que la mayoría de las obras kremlinológicas, aunque es posible que algunos lectores hubiesen preferido un relato más detallado. En cualquier caso, se trata de una importante contribución a la literatura biográfica sobre la época de Stalin, así como a la historia del gobierno soviético.

Stanley G. Payne es historiador y catedrático emérito en la Universidad de Wisconsin-Madison. Sus últimos libros publicados son ¿Por qué la República perdió la guerra? (trad. de José Calles, Madrid, Espasa, 2011), Civil War in Europe, 1905-1949 (Nueva York, Cambridge University Press, 2011; La Europa revolucionaria. Las guerras civiles que marcaron el siglo XX; trad. de Jesús Cuéllar, Madrid, Temas de Hoy, 2011), Franco. Una biografía personal y política (con Jesús Palacios; Madrid, Espasa Calpe, 2014), El camino al 18 de julio (Barcelona, Espasa, 2016) y Alcalá-Zamora. El fracaso de la República conservadora (Madrid, Gota a gota, 2016).

Traducción de Luis Gago
Este texto ha sido escrito por Stanley Payne
especialmente para Revista de Libros

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