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Una tesis no probada

La derrota del vencedor. La política antiterrorista del final de ETA

Rogelio Alonso

Madrid, Alianza, 2018

448 pp. 20 €

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Este libro pretende «demostrar» una tesis. Y ponemos entre comillas el término demostrar porque es el que el autor lo utiliza repetidamente para autocalificar su esfuerzo argumentativo, atribuyendo a su exposición un valor probatorio susceptible de comprobación y que estaría más allá de una posición partidista concreta: la de quienes no están satisfechos con el panorama político vasco después del final de ETA. Con esta misma pretensión «demostrativa» se utilizan a lo largo del libro una profusión de citas de informes reservados de las autoridades policiales de las épocas sucesivas por las que transcurrió la lucha antiterrorista, así como opiniones que el autor recabó de ministros de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy o de magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional (aunque todas ellas anónimas y sin posibilidad de control de su autenticidad y textualidad).

La tesis que se demostraría en el libro arranca de un dato puramente fáctico, en concreto, la descripción de la situación política que se vive hoy día, después del final del terrorismo, en las Comunidades Autónomas vasca y navarra. Esta situación es presentada por el autor como una de hegemonía nacionalista en las instituciones, siendo fundamentalmente el PNV el partido que controla y dirige (con apoyos de importancia muy limitada de otros partidos) el gobierno, tanto de la Comunidad como de las Diputaciones Forales y de los principales Ayuntamientos. Igualmente se constata que el mundo político aglutinado antes en torno al terrorismo, y que fue legalizado en su día para poder actuar con plena legitimidad política (Bildu), comparece sin reproche ni complejo en la política cotidiana. Se detecta a nivel social un acusado deseo de «pasar página» con respecto al pasado, objetivo impulsado eficazmente por una política de memoria, orquestada y dirigida desde el Gobierno vasco, que «construye» una visión del terrorismo nacionalista mediante la cual este se diluye en el magma de un «conflicto» secular entre España y Vasconia, del que no sería sino un hito más (después de las guerra carlistas y la guerra franquista), al tiempo que se atenúa la responsabilidad de sus actores, confundiendo lo que el terrorismo tiene de específico con violencias y víctimas de todo tipo: la policial de las épocas franquistas y transicionales, y las de las bandas contraterroristas de los años ochenta. A ello colabora grandemente la realidad innegable de que las sociedades contemporáneas (no sólo la vasca) tienden a subsumir los delitos en la figura doliente, emocional y privada de las víctimas, desdeñando los valores objetivos amenazados por cada tipo de acción criminal.

El autor considera incluso, y en esto es ya difícil seguirle, que aunque ETA no «mata» ya en un sentido físico, «todavía mata civil, social y políticamente como consecuencia de un clima de exclusión moral sobre los ciudadanos no nacionalistas y de un ventajismo político obtenido por el nacionalismo gracias a la intimidación terrorista», puesto que «el nacionalismo ha impuesto su hegemonía política, social y cultural gracias a una violencia que ha impedido a los ciudadanos no nacionalistas su participación en política en igualdad de condiciones». El terrorismo seguiría manteniendo hoy en día su influencia sobre el sistema democrático: por ejemplo, en los homenajes públicos a los terroristas excarcelados que son permitidos por las autoridades.

Bien, estos son los hechos actualmente existentes, según Alonso. Y la tesis que defiende al respecto es doble. Por una parte, una caracterización ética: el hecho de que el nacionalismo no se haya visto castigado al final del terrorismo es «injusto». El autor entiende que el final del terror debería haber ido acompañado de una «justicia que no se limitase al ámbito penal, sino que se extendiese al plano social, político, moral e histórico». Justo lo contrario de lo que ha sucedido en la realidad, en la que el nacionalismo en su conjunto, y también su rama más extremosa y antes colaboradora con la violencia, ha sido de alguna forma indultado, premiado y favorecido. La historia no es justa: esa es la idea. Se ha vencido al terrorismo, pero el nacionalismo ha ganado la contienda. La trama política de ETA ha logrado un triunfo fáctico y simbólico. Consecuencia: el vencedor ha quedado paradójicamente derrotado.

Y, parte más meollar de la tesis de Alonso, la cuestión causal: si la historia al final no ha sido justa con el nacionalismo, ello se debe, según él, a una razón muy concreta: al hecho de que primero el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y, luego, el de Mariano Rajoy se apartaron deliberadamente de la política antiterrorista diseñada por el Gobierno de José María Aznar (la política de la victoria por K. O. seco y neto), y la sustituyeron por un diseño del final del terrorismo de tipo «sucio», en el que desempeñaba un papel relevante la negociación con los terroristas y las concesiones indulgentes para coadyuvar a su renuncia. Aunque sólo en el caso del Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero puede hablarse de una negociación concreta y verificable (aunque fracasada), el autor entiende que el Gobierno de Rajoy aceptó las líneas fundamentales de las concesiones pactadas con los terroristas por Alfredo Pérez Rubalcaba que, siempre según su versión, fueron, en concreto, las de legalizar al brazo político de los terroristas, Bildu (lo que finalmente efectuó por sentencia el Tribunal Constitucional), la de acercar a los presos a cárceles del País Vasco (lo que realmente no ha ocurrido todavía), la de terminar con la llamada doctrina Parot sobre el cumplimiento de las penas (lo que sólo en la parte de su aplicación retroactiva fue establecido por una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos), la de cesar en las detenciones de terroristas (concesión sobre cuya realidad el autor no aporta datos concretos y que no parece compadecerse con la realidad) y la de «excarcelar a etarras con delitos de sangre» (tampoco en este caso se aportan datos).

No sólo las concesiones concretas pactadas con los terroristas por los gobiernos posteriores a los de José María Aznar, añade Alonso, sino el simple hecho de que se produjera una negociación del socialismo con los terroristas y sus sostenedores políticos de manera continuada durante años, provocó por sí misma una rehabilitación o relegitimación adicional de Batasuna, posteriormente Bildu, en la sociedad vasca, dándole una pátina de respetabilidad e incluso de supuesta corrección moral, puesto que se buscaba dar salida pacífica a la violencia. La permisividad para que organizaran el «circo de Aiete» para escenificar el aterrizaje sumó también en este sentido. Esa relegitimación, indulto, o premio, se ha materializado después en la hegemonía electoral nacionalista («Nos pasamos», dice Alonso que le comentó algún ministro al ver los primeros resultados electorales de Bildu).

Parece claro, y en ello hay que coincidir con el autor, que el fútil intento de negociación política con los terroristas que auspició y mantuvo largamente Rodríguez Zapatero no sirvió sino para prolongar el terrorismo en un momento en que (tras la eficaz política sostenida por José María Aznar) su continuidad estaba tambaleándose. A Dios gracias, por lo menos para los vascos, esa negociación política fracasó en la T-4 del aeropuerto de Barajas. Pero lo de las concesiones que, supuestamente, se pactaron a pesar de ese fracaso y que Rajoy habría mantenido después, resulta mucho menos evidente.

Calificar de concesión política comprometida por el gobierno la legalización de Bildu, una legalización que advino por medio de una sentencia del Tribunal Constitucional, supone admitir una capacidad de injerencia total por parte del ejecutivo sobre el órgano constitucional, el cual habría dictado una decisión patentemente fraudulenta por influencia de aquél. Así lo denuncia Rogelio Alonso, pero no presenta prueba ni razonamiento jurídico suficiente para sostener su opinión. Argüir que el Tribunal Constitucional se inmiscuyó en la valoración de la prueba que había hecho el Tribunal Supremo es tanto como repetir una crítica que puede hacerse a un porcentaje elevadísimo de resoluciones de recursos de amparo constitucional, pues ese ha sido precisamente el punto de fricción inevitable del control de constitucionalidad español. Se olvida, por otro lado, que el Tribunal Supremo también se dividió casi por la mitad en su previa decisión sobre el tema, lo que demuestra que la cuestión era, cuando menos, muy opinable. Hablar con esa rotundidad de fraude sin mejores pruebas ni argumentos es inadmisible en un estudio serio.

Igual sucede con otra concesión supuestamente pactada: la de anular la doctrina del Tribunal Supremo llamada «Parot» que comportaba un cómputo del cumplimiento de las condenas mucho más severo para los terroristas que el vigente hasta 2006. Supone Rogelio Alonso que José Luis Rodríguez Zapatero pactó con ETA su anulación (que dependía del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, nada menos), y la consiguió gracias a su peón en el Tribunal, el magistrado español Luis López Guerra, que habría poco menos que engañado a sus colegas y compañeros de la Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Mucho suponer sin pruebas y, sobre todo, un tanto sectario. En realidad, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no anuló la «doctrina Parot» (que sigue vigente y aplicándose en España en la actualidad), sino sólo su aplicación retroactiva, y lo hizo con argumentos de elevado rigor técnico, discutibles, cómo no, pero poco compatibles con un hipotético engaño por parte del magistrado español.

La concesión argüida por Rogelio Alonso de un acercamiento al País Vasco de los presos de ETA no parece haberse cumplido todavía, lo que da idea de que difícilmente puede ser admitida como cierta. Igual que la excarcelación de terroristas con delitos de sangre, que tampoco se ha producido, salvo por causas plenamente legales. Al final, en todo este asunto de las «concesiones» a los terroristas de los sucesivos gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy hay una falta de prueba clamorosa por parte del libro que comentamos. Más parece, sencillamente, que Rodríguez Zapatero y Pérez Rubalcaba (negociación fracasada aparte) vieron con simpatía la posibilidad de un final de ETA con aterrizaje suave de sus sostenedores políticos, mientras que Mariano Rajoy lo vio como algo inevitable. Pero ninguno de ellos cedió en puntos esenciales, y desde luego no pudieron manejar a los tribunales, como se afirma sin pruebas.

¿Y entonces? Lo que sí es un hecho cierto es que el nacionalismo en su conjunto, y el radical violento también, han salvado los muebles en la derrota de ETA y mantienen una posición cuasihegemónica en la política vasca. ¿Es esto justo? En nuestra opinión, que coincide con la del autor, no. No es justo. Pero sucede que reclamar justicia a la historia es una quimera. El Estado de Derecho puede aplicar justicia penal punitiva con arreglo a la ley, y en general lo ha hecho con severidad para con los terroristas, pero esa «justicia política, social, moral e histórica» que echa en falta Rogelio Alonso, ¿de qué negociado dependería? ¿En qué texto legal o constitucional podría el Estado ampararse para impartirla? Criticar al Estado de Derecho español o a los gobiernos de Rodríguez Zapatero y Rajoy por no haberla conseguido no tiene demasiado sentido, pues no estaba, en lo esencial, a su alcance. No es el Estado el que reparte legitimidad política, moral y social entre los actores políticos, sino que es la sociedad la que lo hace. Y la sociedad vasca (hélas!) ha decidido que las ideas nacionalistas y los actores nacionalistas (incluidos los herederos ideológicos del terrorismo) son plenamente legítimos, e incluso les otorga una amplia porción de su voto.

Tampoco conviene exagerar, ni mezclar épocas diversas: la hegemonía electoral nacionalista no es hoy mayor de lo que lo era en la transición política, a principios de los años ochenta. Los partidos políticos no nacionalistas obtienen un 35% del voto y no es cierto que actúen condicionados por el terrorismo o el miedo desde hace ya años. En el País Vasco no hay un déficit de libertad política como sí lo hubo en el pasado. La mayoría de la sociedad acepta como válidos los postulados esenciales de la ideología nacionalista en su versión no extremosa: la idea de una nación vasca, el sistema privilegiado Concierto/Cupo, la política lingüística de extensión incentivada del idioma vernáculo, la mejor gestión de lo material por las administraciones propias, etc. Gustará más o menos, pero es el fruto de la evolución política del sistema de ideas, fuerzas y situaciones a lo largo de los años. Una evolución en la que el terrorismo ha tenido su peso, probablemente elevado. El terrorismo ha sido uno de los vectores que ha organizado la socialización política de los vascos en los últimos cuarenta años, como, por otra parte, era previsible e inevitable que ocurriera. En ninguna sociedad deja de ejercer un influjo severo un ejercicio tan persistente de la violencia. Lo que significa que, claro que sí, el terrorismo ha sido un factor relevante en la construcción de Euskadi y Navarra. Ha existido y ha influido. Lo cual no significa que no haya también sido finalmente derrotado, que lo ha sido. Una cosa son sus efectos sobre la sociedad y otra son sus metas propias como organización: éstas no se han logrado.

Pero, junto al terrorismo, también ha influido para construir la situación vasca actual el comportamiento de los actores políticos no nacionalistas (Partido Socialista de Euskadi, Partido Popular y Podemos), que, en líneas gruesas, ha sido, en general, de seguidismo y aceptación resignada de los dogmas nacionalistas. Y, sobre todo, ha influido la propia sociedad vasca, que ha optado desde antiguo por un pragmatismo amoral y cínico que se plasmó en su día en «mirar para otro lado» y se corresponde hoy con el «pasar página», todo ello aderezado con mucho cántico a las víctimas de todas las violencias.

¿Es todo ello consecuencia directa del comportamiento de los gobiernos españoles de los últimos quince años, al propiciar o aceptar un final que no fuera el del K. O. policial a ETA? ¿La legitimación nacionalista hodierna responde a una dejación de Madrid? ¿Acaso consiguió la política de Aznar deslegitimar al nacionalismo en Euskal Herria? ¿Podrían de alguna forma los gobernantes españoles haber provocado un cuestionamiento del ideario nacionalista entre los propios vascos, un cambio radical del sistema político vasco, un final que fuera «justo» desde la historia y la moral, es decir, un final con el nacionalismo relegado al rincón vergonzoso del escenario? Es lo que afirma Rogelio Alonso. No creo que lo demuestre mínimamente.

Y es que en la obra que reseñamos no se aportan al respecto datos operacionales, o comprobaciones estadísticas, o correlaciones sociológicas, que permitan sospechar siquiera una relación de causalidad efectiva entre política gubernamental española y legitimidad política del nacionalismo vasco (o del brazo radical violento del mismo). La afirmación de que la política antiterrorista de Madrid es la que relegitimó al nacionalismo no se sostiene sino gracias a la postura previa adoptada al respecto por el autor, consistente en creer a pies juntillas que la derrota del terrorismo «debería» conllevar la de las ideas que le sirvieron de coartada. Pero ese «debería» (que un autor tan valioso como Aurelio Arteta defendió desde antiguo) es, como mucho, una aspiración desde la ética, es decir, no contiene un mecanismo o factor causal realmente operativo. Hay demasiados ejemplos en la historia de que ésta no juzga ni hace justicia, sino simplemente juega, como decía Enrique Krauze.

Por otro lado, y para terminar, las aportaciones del autor en cuanto a citas de informes operativos o analíticos de las fuerzas y cuerpos de seguridad, además de no ser, muchas veces, susceptibles de comprobación, no aportan sino opiniones genéricas sobre este o aquel momento de la lucha antiterrorista. No son datos fácticos, sino opiniones, y de ellas está sobrado el texto comentado, que es muy insistente y repetitivo en el desarrollo de la tesis.

José María Ruiz Soroa es abogado. Sus últimos libros son Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008), El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2011) y Elogio del liberalismo (Madrid, Los Libros de la Catarata, 2018).

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