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Reír bajo Franco (I)

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El sentido del humor es algo muy subjetivo. A menudo esquematizamos de forma harto elemental a las personas, distinguiendo entre quienes lo tienen (el susodicho sentido del humor) y quienes no lo tienen. En algunos casos, la diferenciación puede ser de alguna utilidad, pero, no nos engañemos, en la inmensa mayoría de los casos es pura filfa: es verdad que hay gente siesa, malaje, estirada o, simplemente, con nulo sentido del humor, pero entre quienes tienen este don las categorías son casi ilimitadas. Nadie o casi nadie, por ejemplo, puede ver todas las contingencias de la vida bajo el prisma del humor y, si alguna vez nos topamos con un sujeto que ligeramente se aproxima a ello, terminamos por huir de él como de la peste, porque pocas cosas hay más cargantes que un individuo que se empeña en bromear a toda costa todo el tiempo. O es un pelma, o es un imbécil, o, mucho más probablemente, ambas cosas a la vez. Normalmente nuestro humor es selectivo o, por decirlo en términos más tradicionales, hay cosas que nos hacen gracia y otras que maldita la gracia. Ya ven adónde quiero llegar. Saltándome varias estaciones intermedias para llegar rápido a la meta, me limitaré a constatar que mucha, muchísima gente no encuentra nada risible en las dictaduras, ni en las situaciones de falta de libertad, miseria, opresión o terror. Para la mayoría, en esas circunstancias dramáticas cabe aplicar con propiedad el dicho de que «no está el horno para bollos». Y, sin embargo…

Sin embargo, todos sabemos que sí, que hay humor en las dictaduras y en las coyunturas más adversas que puede vivir el ser humano. El humor es tan consustancial al hombre que ni siquiera en las condiciones más atroces desaparece del todo. Sabemos que hasta en los campos de exterminio nazis había, por increíble que parezca, un hueco para el humor. En una obra clásica como la de Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido (Barcelona, Herder, 2015, 3ª ed.) hay un apartado que se titula «El humor en el campo». Aquí podemos leer unas lúcidas frases sobre la función y la necesidad del humor en situaciones como aquellas: «El humor es otra de las armas del alma en su lucha por la supervivencia. Es sabido que el humor, más que cualquier otra cosa en la existencia humana, proporciona el distanciamiento necesario para sobreponerse a cualquier situación, aunque sea un instante» (p. 74). En otro clásico, ambientado esta vez en los temibles campos de trabajo forzado siberianos, los Relatos de Kolimá (trad. de Ricardo San Vicente, Barcelona, Minúscula, 2007), su autor, Varlam Shalámov, deja a veces un hueco para un humor tibio y apesadumbrado (véase el relato titulado «El dominó», vol. 1, pp. 233-247). Pero la más reconocida muestra de humor sobre una dictadura es, sin duda, la obra de Charles Chaplin parodiando a Hitler y su régimen. Me refiero, claro está, a una de las películas más famosas de la historia del cine: El gran dictador (1940).

No me voy a meter ahora en las interminables controversias que generó la película de Chaplin. Como es sabido, el nudo gordiano radicaba en el dilema del empleo del humor para retratar a un monstruo como el Führer. Como he escrito en otras ocasiones –incluso en este mismo rincón de Morirse de risa?, el humor requiere un ejercicio de distanciamiento o, si se prefiere, simplemente distancia (espacial y temporal). Yo puedo ver hoy cómodamente sentado en el sofá de mi casa El gran dictador y reírme y apreciar sus gags, y hasta considerarla una obra maestra, pero creo que no me hubiera hecho mucha gracia verla en 1941, 1942 o en los años subsiguientes, y más si era un judío centroeuropeo. En este aspecto, les recuerdo que yo mismo he confesado en algunas ocasiones mi repugnancia por algunas películas que trataban esos asuntos con morboso oportunismo, como la célebre Portero de noche (1974), de Liliana Cavani, o, volviendo al terreno del humor, la también aclamada La vida es bella (1997), de Roberto Benigni, en mi opinión, de una tan insufrible como sonrojante frivolidad. Podría poner muchos más ejemplos en el terreno cinematográfico, pero me limitaré a señalar, dado su reciente estreno, La muerte de Stalin (2017), de Armando Iannucci, que presenta el terror estaliniano como insondable hontanar de situaciones absurdas, personajes ridículos y comportamientos pueriles. No parece que quienes vivieron como víctimas (aquellos años del terror) se reconozcan mucho en ese escenario vodevilesco. Pero nosotros, desde la distancia, podemos reír con el culo (y la cabeza) a salvo. Otra cosa sería, como hubiera dicho Milan Kundera, si Stalin resucitara o no hubiera muerto de verdad y recuperara el poder: ¡a ver quién reía entonces!

Bueno, pues, aun así, más de uno se atrevía a reír, aunque fuera en el peor de los momentos, aunque se hallara en la peor de las situaciones, desafiando todas las precauciones, y hasta violentando el instinto de supervivencia. Hay quien literalmente se muere por un chiste. Donde la mayoría sólo ve sufrimiento y desesperación hay siempre alguien que percibe una chispa cómica. La prueba más obvia de todo ello es –como ya he señalado? que bajo todas las dictaduras y durante todas las guerras se han hecho chistes y bromas. He citado en alguna ocasión un ensayo que me parece ejemplar en este sentido, porque recoge las muestras de humor que elaboraron los alemanes bajo el Tercer Reich: Heil Hitler, El cerdo está muerto. Reír bajo Hitler. Comicidad y humor en el Tercer Reich, de Rudolph Herzog. A más de uno, la chanza le costó una temporada entre rejas o la propia vida. Los esbirros de Hitler –las SA, las SS, la Gestapo, la Wehrmacht? no tenían precisamente mucho sentido del humor. No falla: cuanto más tiránico es un poder, más uso hace de la pompa y la solemnidad y menos espacio deja a la guasa o la más leve ironía. Lo que pasa es que, en una espiral creciente, cuanto mayor boato, más se desata la risa floja. Como de no poder parar.

Hablando de pompa y oropeles en el espacio público, y más en concreto en la escenografía política, uno piensa inevitablemente en la vacua solemnidad a que tan aficionado era el franquismo. Yo siempre he sido azañista en la interpretación del franquismo, no tanto como fascismo sensu stricto cuanto casticismo cuartelero o folclore rancio. Recuerden lo que decía Azaña a este respecto: que en España podían existir todos los fascistas que se quisiera, pero no un régimen fascista. Si «triunfara un movimiento de fuerza contra la República, recaeríamos en una dictadura militar y eclesiástica de tipo español tradicional. Por muchas consignas que traduzcan y muchos motes que se pongan. Sables, casullas, desfiles militares y homenajes a la Virgen del Pilar. Por ese lado, el país no da otra cosa». Don Manuel conocía bien el paño. Yo creo que hasta el propio régimen era consciente de esto. De ahí la sobreactuación y la pedantería (por el Imperio hacia Dios). Hasta el propio Caudillo, por más Generalísimo de los Ejércitos que se proclamara, apenas podía disimular su fenotipo escasamente marcial: rechoncho, bajito, calvo y de voz atiplada. Ni bajo palio daba la talla. Lo único que daba era risa. Aunque, obviamente, en esas coordenadas la risa tenía que ser contenida y secreta, como una proclama subversiva. Cuanto más se prohíbe la risa, más ganas nos entran de reír, pero también más peligroso es hacerlo. Volvemos así al punto de partida: muchos –la mayoría? se contendrán. Pero siempre habrá alguien dispuesto a señalar el ridículo.

Hace unas semanas, buscando determinadas informaciones en Internet, topé de forma casual con un artículo cuyo titular llamó enseguida mi atención: «Los chistes verdes que casi destruyen España», firmado por Héctor G. Barnés. ¡Caramba!, yo, que he escrito en distintas ocasiones sobre la función corrosiva del humor, no sabía que esa capacidad destructiva había llegado a tanto. La entradilla atemperaba algo el proceloso titular, pero abría a su vez nuevos frentes: «El español se ha caracterizado por su mezcla de mala leche e ingenuidad, su escaso respeto hacia la autoridad y, bueno, cierto machismo. Aquí recogemos algunos gags franquistas». Es obvio que aquí se mezclan elementos muy diversos, amén de valoraciones más que discutibles, pero, en fin, no nos pongamos puristas. Lo que importa, me dije, es el contenido propiamente dicho. El problema era que el contenido no sólo no hacía justicia al titular, sino que en gran medida lo desmentía categóricamente. De hecho, casi se reconocía así de forma expresa en el primer párrafo: después de una guerra devastadora, frente a una dictadura represiva y tradicional, con una censura omnipresente y el poder de la Iglesia y el Ejército, al español sólo le quedaba «una alternativa: la catarsis lúdica a través de chistes que ridiculizaban a todos, poderosos y mortales». Bueno, esto no es lo mismo que destruir España, ¿no? Más bien se parece al derecho al pataleo, ya que no quedaban otros muchos derechos que ejercer. Ruidoso (hasta cierto punto), pero en el fondo inofensivo. Y es que, como se vislumbraba paladinamente líneas abajo, al continuar la lectura, el humor bajo el franquismo fue eso: un desfogue, una válvula de escape para que la olla no estallase (que en cualquier caso, no seamos ilusos, tampoco iba a estallar, que para eso estaba todo bien atado y, como se vio al final, hasta Franco se murió en la cama). Por expresarlo otra vez en palabras de Barnés, que suponían una enmienda a la totalidad a su proclama de destrucción: «La capacidad destructora del chiste, claro, era limitada; se trataba de una mera […] pataleta que permitía reírse ante la vida».

El artículo en cuestión era una antología de chistes verdes, sin apenas acotaciones, más allá de sus referencias a un trabajo de más enjundia del año 2006 de una profesora de la Universidad Complutense, Ana María Vigara Tauste, titulado «Sexo, política y subversión. El chiste popular en la época franquista». En este artículo, de corte académico, firmado también por Pgarcía [sic], se establecía que los chistes eran «una de las pocas transgresiones, si no la única, que podían permitirse» los españoles de la época. Una transgresión muy relativa, desde luego, por cuanto las mencionadas chanzas no suponían o no traslucían en la mayor parte de los casos una decidida voluntad rupturista, sino tan solo una crítica parcial e incluso «intrascendente». Aquí entramos, claro está, en un terreno delicado y hasta pantanoso, porque una parte importante de la historiografía española (la historiografía universitaria en general y la autodenominada «progresista») quiere ver la dictadura en su conjunto –desde el final de la guerra civil hasta la muerte del Caudillo? como un régimen sangriento y opresivo que se mantuvo tantos años por el uso sistemático e intensivo de los medios coercitivos. Según este planteamiento, los españoles habían estado mayoritariamente atenazados primero por la miseria y luego sometidos por el miedo, silenciados por la censura y, en casos puntuales, doblegados mediante encarcelamientos, torturas y fusilamientos.

«Sexo, política y subversión» ofrece un panorama bien distinto, hasta el punto de que el último de los conceptos citados se difumina en términos sociológicos. Los chistes populares contra el régimen, sus pilares (Falange, Iglesia, Ejército) y sus representantes, lejos de representar la voluntad subversiva de la mayoría de los españoles, exteriorizaban tan solo un rechazo a determinados aspectos o, si se quiere, el hartazgo ante determinados controles (censura política, moral estricta, abusos de la autoridad) que a veces suponían un molesto lastre cotidiano. Ahora bien, ese malestar concreto era compatible, siempre según los autores, con un conformismo generalizado, una pasividad elemental y acomodaticia que otros historiadores o investigadores han diagnosticado como «franquismo sociológico». Para mí, el mejor chiste del franquismo, el que mejor refleja todo ello, es una anécdota que se atribuye verosímilmente al propio Franco. Me gusta imaginarme la conversación del Generalísimo con un alto cargo caído en desgracia, es decir, destituido directa o indirectamente por él mismo. El consuelo que le ofrece el Caudillo es impagable: «Haga como yo: no se meta en política». Aquí está el franquismo sociológico en estado puro. Parodiando el famoso dicho de «Ni quito ni pongo rey», bien podríamos decir «Ni quito ni pongo Franco, pero sirvo a quien manda». Por eso los autores subrayan que el chiste popular es, mucho más que una expresión de antifranquismo militante, una simple reacción «hacia el exceso de poder». No es de extrañar por ello que las dos modalidades clásicas de chascarrillos sean los chistes verdes y los chistes políticos, es decir, contra los excesos de la moral católica y la rigidez oficial. Los dos grandes tabúes, el sexo y el régimen: «Si había dos materias “cotidianas” a las que los españoles podían estar seguros de no tener libre acceso social, esas eran, sin duda, el sexo, rigurosamente vetado y reglado por la Iglesia, y la política, acaparada exclusivamente por el poder».

La mayor parte del artículo de Vigara y Pgarcía es una relación de chistes, agrupados en esos dos apartados: primero los chistes verdes y, en segundo lugar, los chistes políticos, más reconocibles como chistes de Franco. Aunque al final figura una bibliografía más amplia, los dos principales libros de que se han nutrido son los de Gabriel Plaza Molina, El triángulo de las verduras (Madrid, Ibáñez & Plaza, 1994) y el propio Pgarcía, Los chistes de Franco (Madrid, Ediciones 99, 1977). En las dos modalidades estaríamos refiriéndonos –es importante subrayarlo? a un tipo de humor popular, es decir, de los típicos chascarrillos de autor desconocido, muchas veces intemporales y adaptados a una nueva situación. No hablamos aquí, por tanto, de un humor más incisivo o más elaborado, como el de las viñetas periodísticas o las revistas satíricas, tipo La Codorniz, para abreviar y entendernos. Ni siquiera del humor de la radio y, en su momento, la televisión de la época, tan limitados por otra parte por efecto de la censura. En definitiva, se trata de un humorismo elemental y directo, el humor de barra de bar, de reunión familiar, de grupo de amigos o, como mucho, si no es muy atrevido o comprometedor, del chiste para romper el hielo. Ese chiste, en fin, que comienza con un guiño, una sonrisa cómplice y una muletilla como la que luego popularizaría Eugenio: «¿Sabes aquél que dice…?»

Como en la siguiente entrega me ocuparé de los chistes de Franco propiamente dichos, déjenme que termine esta primera parte con algunas pinceladas de humor verde, más o menos representativas del franquismo sociológico, aunque, obviamente, trascienden el período concreto de la dictadura. Adapto a mi manera para abreviar la exposición.

La versión castiza del intemporal anhelo masculino de tenerla más larga que el resto de la humanidad. Un concurso internacional de miembros que, según se desarrollan, muestran tatuado el nombre del país. Tras Dinamarca, siguen Nueva Zelanda y Checoslovaquia. Así que cuando aparece la E del representante español se extiende un murmullo de decepción que pronto se trueca en delirante entusiasmo según va apareciendo la frase «En un lugar de la Mancha…»

En los tiempos de la criada en el hogar y la leche en polvo, aquella pregunta a la señora: «¿Cuántos polvos hay que echar para hacer un litro de leche?» La señora responde «Ufffff».

Cuando todavía no se hablaba de violencia de género y el marido era el dueño natural de su mujer, era posible un diálogo así: «¿Qué te ha pasado en ese ojo?» «¡Mira cómo me lo ha puesto mi marido!» «¿Tu marido? ¿No estaba de viaje?» «¡Eso también creía yo…!»

En el cuartel, los abusos de la autoridad son tan ilimitados como naturales. El capitán necesita que el recluta lleve a su esposa al mercado, pero desconfía de lo que pueda pasar. «¡A ver, soldado, hazte una paja!» El joven obedece. «Ahora otra». Así lo hace. «Otra más». Así hasta siete. «¡Mi capitán, ya no puedo más!» «Está bien, coge las llaves del coche y acompaña a mi mujer a la compra».

La irrupción en la España desarrollista de las chicas en minifalda y, en general, las modelos ligeras de ropa, visto todo ello desde la óptica machista del ceporro celtibérico. Una redada en un lugar de alterne lleva a varias chicas a comisaría. El policía las interroga. «¿Profesión?» «Azafata», dice una. Pasa otra. «¿Profesión?» «Azafata». La siguiente lo mismo. Cuando llega la última, el comisario pregunta resignado «También azafata, ¿no?» Y ella le contesta: «No, yo soy puta». «¡Hombre, por fin!», exclama el interrogador. «¿Y cómo va el negocio?» «Pues muy chungo desde que hay tanta azafata haciendo la competencia».

Cuando estaban prohibidas las relaciones sexuales hasta que los novios pasaban por el altar, el hombre podía decir achuchando a la fémina en un portal oscuro: «Anda, mujer, la puntita nada más», y ella podía contestar: «No, Manolo, por tres motivos. Primero porque llevamos tres años de novios castos y no lo vamos a estropear ahora, casi la víspera de la boda. Segundo, porque menudo escándalo si alguien viene y nos ve. Y tercero y principal, amor mío, porque cada vez que follo de pie me entra un dolor de riñones que me doblo».

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