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¿Existe el humor negro en la cultura española? (I)

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Para muchos –entre los que yo mismo me cuento–, la mera formulación de la pregunta que sirve de título a esta reflexión es simplemente absurda. ¡Pues claro que sí! ¡Por supuesto que existe! Sin embargo, no es menos cierto –y esa es la razón de que me haga aquí eco de una opinión tan lejana a mis estimaciones– que se dice a menudo que en España –o, para decirlo con más precisión, en la cultura española– no podemos encontrar una rica veta de humor negro como la que se desarrolla en otras naciones y en tradiciones ajenas. Maticemos ya de entrada que no estamos refiriéndonos aquí, o por lo menos no por ahora, al mero chiste ingenioso, a la viñeta de tintes necrófilos, al apunte macabro o al desahogo emparentado con el exabrupto, sino a una forma de humor más refinada o elaborada, más cercana en definitiva a lo que a veces, con un marcado distanciamiento, se denomina «alta cultura».

La tantas veces citada compilación que realizó André Breton con el título de Antología del humor negro, punto de partida ineludible para cualquier indagación es este ámbito, contiene textos más o menos brillantes de una panoplia de autores heterogéneos. Entre ellos, algunos muy conocidos e inevitables, como Jonathan Swift, Thomas de Quincey, el marqués de Sade, Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, Lewis Carroll y Auguste Villiers de l’Isle-Adam. Otros son más bien de segunda fila y ciertamente discutibles, hasta completar una nómina de cuarenta y cinco autores. Pero de entre ellos, sólo dos españoles, Picasso y Dalí, seleccionados además… ¡¡¡por sus textos literarios!!!

En este contexto, cuando se habla de humor negro en general, sin más especificaciones, casi resulta inevitable que nos venga a la mente la coletilla o el calificativo de británico. La asociación entre British e ironía resulta tan natural que se ha convertido en un tópico recurrente al tratar este tipo de asuntos. Concedamos, porque es de justicia, que ello es así con bastante fundamento. La cultura británica, tan aparentemente racional y contenida, ha desarrollado, desde tiempos que bien podrían catalogarse de remotos, un tono característico, un modo de afrontar la vida que se bifurca en dos tonalidades claramente diferenciadas, pero con un denominador común, que es precisamente el humor: serían, por un lado, una mezcla desconcertante de crueldad y burla y, por otra parte, la más elegante y circunspecta, una imparable tendencia a las observaciones sutiles en clave de absurdo. En este marco cabría introducir y aplicar una variante del célebre planteamiento goyesco: la razón llevada al límite también produce monstruos. Nadie duda de que Jack el Destripador tiene que ser necesariamente durante el día un gentleman exquisito. El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde conviven de manera más contemporizadora de lo que parece.

El hontanar de que parten todas esas corrientes sería, como siempre, William Shakespeare, claro, cuyas piezas rezuman tanta fiereza que terminan por abrir la puerta a la carcajada amoral y liberadora. La literatura y, en general, la cultura británica no pueden entenderse sin esa vena cuyos hitos son conocidos de todos: el Tristram Shandy de Laurence Sterne, las anécdotas del Dr. Johnson, Tres hombres en una barca de Jerome, el club Pickwick de Charles Dickens, el Padre Brown de Chesterton, el inevitable Oscar Wilde y, así, un larguísimo etcétera hasta desembocar en Roald Dahl y Tom Sharpe. Y ello sin contar que, con el desarrollo del lenguaje cinematográfico, el humor inglés –y, dentro de este, el humor negro– parece encontrar en el cine uno de los más eficaces vehículos expresivos. Al fin y al cabo, no debe olvidarse que Hitchcock, aunque desarrollara la parte más exitosa de su carrera en Hollywood, era londinense de pura cepa. Los aficionados al cine tenemos una impagable deuda con las películas de la Ealing que, sobre todo a partir la década de los cincuenta del siglo XX, introdujeron un estilo de comedia tan eficaz como elegante, siempre con un transfondo mordaz: ¿quien no recuerda Ocho sentencias de muerte, de Robert Hamer, o la famosísima El quinteto de la muerte, de Alexander Mackendrick? Y así hasta llegar a los Monty Python. Y paro aquí porque, si sigo, no habría hueco para decir nada más.

Puede argüirse, y con toda la razón, que la cultura británica se mueve en unas pautas muy lejanas a las nuestras, sea cual sea el punto de vista que adoptemos. Cualquier comparación adolecería, por tanto, de la ausencia, no ya de un basamento común, sino de unos referentes simplemente equiparables. Demos por buena la objeción. Pero una cultura mucho más cercana a nosotros, porque surge del mismo tronco, maneja el mismo idioma y se nutre de la concepción católica de la existencia, como es la mexicana, ha desarrollado, por su parte, una disposición burlesca –de humor negro, una vez más– que nada o bastante poco tiene que ver, en términos cuantitativos y cualitativos, con la de la supuesta madre patria. Como es sabido, la iconografía de la muerte, en sus manifestaciones más variopintas, ocupa un papel estelar en la cultura mexicana. Calaveras, esqueletos, huesos, espectros, guadañas, sepulturas, aparecidos, cuerpos putrefactos, danzas de la muerte y una innumerable variedad de representaciones del último trance constituyen elementos recurrentes en la literatura, la poesía, la pintura o la cinematografía de aquel país.
Casi siempre –o con mucha frecuencia– dichas exhibiciones se ven pespunteadas por la burla, cuando no la abierta carcajada, sin que los aspectos aparentemente más brutales atenúen la propensión a reír. Al contrario, podría decirse, cuanto más cruel, cuanto más macabra es la realidad que se retrata o se recrea, más incontenible resulta la tendencia a usar el humor como lenitivo. Un escritor mexicano, Paco Ignacio Taibo II, argumenta que «el humor negro es el gran instrumento que los mexicanos inventamos para defendernos, por el camino del exorcismo, de una realidad macabra». La entrevista en la que el novelista hace esa afirmación lleva el significativo título de «Sin humor negro, la literatura mexicana sería un cadáver». Probablemente sea cierto, pero no me resisto a enfatizar un rasgo, a riesgo de incurrir en un deliberado esquematismo y concitar con ello las iras de puristas y puntillosos. En contraste con el humorismo británico ligeramente bosquejado antes, que en sus manifestaciones más características es de estirpe refinada (incluso cuando se deja arrebatar por sus aspectos más procaces y canallas), el humor negro mexicano es de índole genuinamente popular. Lo expresa de modo diáfano un publicista, Ricardo E. Tatto, en un artículo de reflexión sobre este componente de su cultura:

Dejando de lado los ejemplos literarios, donde se hace más evidente nuestra capacidad para el humor negro es en el aspecto popular de nuestra cultura –y no en las bellas artes–, pues ¿qué puede haber más negro que nuestro mórbido culto, acompañado de risas y celebraciones, a la muerte? Mofarnos de ella, danzar sobre los muertos y hacer escarnio del más allá forma parte de nuestra idiosincrasia híbrida –más cercana al paganismo que a lo que muchos creyentes les gustaría pensar–, a caballo entre lo prehispánico y el colonialismo católico, hoy en día aderezado con ritos propios de la globalización, como el Halloween.

Bueno, volvamos a España o, mejor dicho, a la historia y a la cultura españolas. Es evidente que, en contraposición a los dos ejemplos citados, el británico y el mexicano, aquí no podemos ofrecer un panorama semejante: ni en cantidad ni en calidad, ni poniendo el foco en las elites ni en la cultura popular. Es obvio que no hay parangón posible. Al contrario, hasta se ha teorizado que eso es así como resultado de nuestra trayectoria secular, el peso de la religión, la sombra de la Inquisición, el dogmatismo permanente, el despotismo recurrente en nuestra historia, la ausencia de tolerancia en la vida pública, etc. Cuando, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, se puso de moda en el ensayismo nacional y foráneo la indagación sobre el carácter de los pueblos y el ser o esencia de las naciones, llegaron a publicarse decenas de libros cuyo denominador común era desentrañar el «alma nacional». En un contexto marcado ideológica y políticamente por la «supremacía anglosajana» (el despuntar germano en Europa y el estadounidense en América) y el «declive de los pueblos latinos», España, que había vivido su 98 como el que apura las heces del más amargo cáliz, era el otro «enfermo de Europa». Lo decían no sólo los extranjeros, sino también los aborígenes, que incluso cargaban las tintas hasta extremos masoquistas: nación «sin pulso» (Francisco Silvela), «raza de eunucos» (Joaquín Costa), «país absurdo» (Ángel Ganivet y Miguel de Unamuno) y otras lindezas por el estilo. España, que venía del esplendor de los tiempos imperiales, la nación gloriosa en cuyos dominios no se ponía el sol, se asomaba así a la modernidad como la más pobre entre los pobres, víctima de una decadencia insondable. Ya lo remachó algo después Ortega, en aquel célebre dictamen de España invertebrada: toda la historia española desde los tiempos más lejanos era «la historia de una decadencia».

Lo que difícilmente puede ponerse en duda es que toda nuestra historia intelectual reciente –como mínimo hasta el último cuarto del siglo xx– viene marcada por ese pesimismo intelectual. Acogiéndonos nuevamente a una de las más famosas formulaciones orteguianas, España era siempre el problema. O, dicho de otra manera, para las elites «progresistas», la solución –si es que la había o si dábamos con ella– siempre tenía que estar en el exterior, en los otros, ya se tratara de Europa (como si la propia España no fuera europea per se), ya fuera el modelo de pragmatismo anglosajón o cualquiera otra vía que se debía copiar o imitar. En esas circunstancias, como bien puede colegirse, no había mucho espacio para el humor: más bien al contrario. Se desarrolla un tono grave, de solemnidad, de trascendencia impostada, que venía a casar muy bien con una determinada interpretación de la cultura nacional desde el Siglo de Oro o incluso antes. Azorín en particular desarrolló en muchas de sus obras esta concepción del alma española que tendría una influencia incalculable durante varias décadas. Una España básicamente castellana, impregnada de la sequedad de la Meseta, pobre, seca, austera, contenida, estoica. La que recrea por la misma época Antonio Machado. La España de don Quijote y el Greco, de Zurbarán y Calderón, de hábitos negros, sombría, cicatera o, por decirlo con un solo concepto, triste. Fundamentalmente eso, triste. Eso en el mejor de los casos, porque más de uno se despeñaba por la vertiente del tenebrismo exacerbado. Así desembocamos en Valdés Leal, que no es precisamente el mejor colega para ir de farra.

Hoy puede parecer todo ese panorama muy lejano y ajeno pero, pese a lo que pueda parecer a primera vista, el sustrato de esas actitudes y valoraciones sigue presente en la cultura española a poco que se escarbe. Pasa en cierto modo como con el basamento católico, que opera de modo subterráneo tras el maquillaje de modernidad y la pátina de multiculturalismo progre. Hace poco, en una entrevista periodística el humorista Alfonso Ussía se descolgaba con unas declaraciones muy reveladoras. Al preguntarle el reportero por el humor en nuestro país, contestaba que «la literatura de humor no está bien vista en España porque somos un país muy dogmático». Contraponía España a Inglaterra en unos términos que dibujaban un pesimismo lóbrego y metafísico frente a la ligereza irónica de los británicos. Y cuando se le preguntaba por qué «no triunfa el humor fino en nuestro país», Ussía, dando por cierta y evidente la consideración, argumentaba: «Nos gusta el humor negro, áspero. Al ser un país áspero y poco cultivado, nos gusta más lo abrupto que lo sutil. Somos más de carcajada que de sonrisa. Insisto, la verdad es que los españoles no formamos un país cultivado».

Lo curioso del caso es que esta pobre conceptuación de nuestra sociedad y nuestra cultura –«si habla mal de España…», como decía Joaquín Bartrina– coexiste con una tendencia opuesta –«digan lo que digan, como en España…»–, del mismo modo que la trascendencia plañidera de matriz católica –valle de lágrimas– convive con un vitalismo vehemente y despreocupado, incluso en los eslóganes turísticos: España como país de alegría y fiesta. En ese marco, lo que me interesa situar aquí es el margen para el humor en general y el humor negro en particular. Es decir, dadas las características antedichas de la cultura española, nos preguntamos si ha hallado cabida una disposición continuada y plural ante la existencia o, mejor aún, ante la muerte que, por decirlo en términos rotundos, funda la risa y la desgracia en un todo indiviso. Volvemos así de modo natural al principio de esta reflexión: la respuesta, desde mi punto de vista, no puede ser más que rotundamente afirmativa. Y es también una respuesta afirmativa la que animó en su día a Cristóbal Serra a publicar una Antología del humor negro español, que será el objeto privilegiado de análisis y comentario en la siguiente entrega.

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