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Reflexiones sobre un best seller

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Prólogo

Intrigado por el fenómeno editorial llamado Donna Tartt, acabo de leer su primera novela, La historia secreta. Tenía la sensación de que este libro me iba a gustar y que, a pesar de lo que me habían dicho mis amigos muy cultos y leídos, Tartt me iba a parecer una gran escritora.

Pensaba, en fin, que Donna Tartt iba a demostrar de una vez por todas que la maldición modernista era falsa. Es decir, que es posible escribir gran literatura y tener al mismo tiempo un gran éxito de público. ¿Posible he dicho? No, no es eso lo que creo: lo que creo verdaderamente es que lo normal es que aquellos que escriben gran literatura tengan un gran éxito de público.

Permítanme una desviación para reflexionar sobre eso que he llamado «la maldición modernista». La Maldición Modernista dice así: lo que tiene éxito es malo, mientras que lo que tiene calidad es minoritario y no le interesa a nadie. Debería ser evidente para todo el mundo que la Maldición Modernista es rabiosamente falsa. Pero dejemos para otro día el comentario de esta curiosa maldición que tanto daño hace y que tanto daño ha hecho, y regresemos a Donna Tartt.

El caso

Es evidente que Donna Tartt no es una autora minoritaria y que tiene muchos lectores. De acuerdo con la Maldición Modernista, debería ser, por tanto, una autora deleznable y facilona. Pero he aquí con lo que me encuentro. Primero, con una gran escritora dotada de una prosa excelente llena de sensaciones y de imágenes. Una autora que tiene el aliento de los grandes narradores, que crea un mundo ante nosotros y nos hace vivir en él con la riqueza de detalles y la sensación de realidad de los grandes maestros del pasado.

La historia secreta cuenta, en primera persona, la historia de un muchacho de familia humilde llamado Richard, originario de un aburrido pueblo de California, que consigue una beca para estudiar en una prestigiosa y selecta universidad de Maine, en la encantadora Nueva Inglaterra. La universidad que ha elegido está orientada a las humanidades, y Richard se siente especialmente atraído por un misterioso profesor de griego, Julian Morrow, que es una especie de sabio excéntrico. Resulta enormemente difícil ser admitido en las clases de Julian, que sólo ha aceptado a cinco alumnos y resulta tan exclusivo y absorbente que los que estudian con él no estudian ninguna otra cosa.

Entramos así en el siempre fascinante mundo del college estadounidense. Los cinco alumnos son Henry, un gigante erudito; Bunny, un caradura encantador; Francis, un refinado dandy homosexual; y dos hermanos mellizos, Camilla y Charles. Estos últimos tienen una mansión en el campo que pertenece a una tía suya, en la que los seis amigos pasan temporadas inolvidables pescando, bañándose, tomando el sol, leyendo y hablando de Homero y de Píndaro.

Esto dura por espacio de unas cien páginas. Hasta aquí, este lector se declara absolutamente fascinado, feliz con el descubrimiento de un libro que es una pura delicia. Sin embargo, algo comienza a fallar. El lector nota, desagradablemente sorprendido, que Donna Tartt acumula escena tras escena sólo por el puro placer de describir la luz, los árboles, los muebles, el clima, los aromas, esas cosas que se le dan tan bien. Escenas que, en realidad, no cuentan nada y no tienen ninguna función narrativa.

A nuestros autores amigos les perdonamos los errores y los excesos. Pero si los errores y los excesos se multiplican, entonces el autor amigo deja de ser amigo. Y comenzamos a fruncir el ceño.

Nos aburrimos. Comenzamos a sospechar que en las quinientas cincuenta páginas de novela ya no van a contarnos nada más que las andanzas de estos personajes, de los que leemos y leemos sin descubrir, en realidad, casi nada acerca de ellos. Cuando estamos desesperados y decididamente aburridos, finalmente, ¡por fin!, pasa algo. ¿Qué dirían ustedes? En efecto: un crimen. Un asesinato.

En este momento, este lector ya se siente completamente escéptico. A este lector no le interesan las novelas donde los personajes cometen un asesinato simplemente porque a su autor no se le ocurre qué otra cosa hacer con ellos. La explicación del crimen es, por otra parte, un cliché que debería dar vergüenza a su autora: explorando el fámoso «éxtasis dionisíaco», varios de los afanosos estudiantes de griego han matado a un hombre, aunque (esto resulta cómodo) no recuerdan cómo sucedió.
Cliché es oponer a la sana América la nociva y, quién sabe por qué, siempre asesina influencia de la vieja Europa. Cliché es relacionar la erudición y el conocimiento libresco con la depravación moral.

Cliché es descubrir en el lado «irracional» de la cultura griega una propensión al asesinato y al salvajismo. Cliché es la historia de los brillantes y ricos chicos de college privado que, llevados por sus juegos deshumanizados e hiperintelectuales, matan a un don nadie. Recuerdo, por ejemplo, La soga, de Alfred Hitchcock o Impulso criminal, de Richard Fleischer, aquella película protagonizada por Orson Welles en la que dos alumnos universitarios matan a un hombre para demostrarse a sí mismos su indiferencia moral.

La película de Hitchcock es de 1948; la de Fleischer, de 1959. La novela de Donna Tartt podría haberse escrito perfectamente en esas fechas.

Pero hay otros problemas. La novela es gigantesca, pero en ella pasan muy pocas cosas. La autora se pierde en minuciosas descripciones, en interminables escenas y en conversaciones transcritas con todo detalle que no hacen avanzar la acción ni tampoco –insisto– nos dicen nada de los personajes. Los seis alumnos y el profesor son los protagonistas absolutos de la narración, pero al acabar el libro nos damos cuenta de que apenas sabemos nada de ellos. ¿Cómo es posible? ¿Qué diablos ha estado contándonos Donna Tartt a lo largo de quinientas cincuenta páginas?

Se supone que Julian Morrow, el profesor, es un genio, un sabio excéntrico, una especie de mago. Sin embargo, a excepción de alguna intervención al principio de la novela, su presencia enseguida se diluye hasta casi desaparecer y nunca acabamos de entender en qué consiste su enseñanza, ni tampoco por qué impresiona tanto a los muchachos. Parece, de hecho, un hombre un poco tonto, habida cuenta de que a sus alumnos, a sus únicos y exclusivos alumnos, les pasan toda clase de cosas sin que él note nada extraño. Tampoco entendemos por qué ha elegido a estos seis alumnos precisamente y no a otros. A excepción de Henry, no parecen excesivamente brillantes ni tampoco excesivamente interesados en el estudio del griego ni del latín. Bunny, por ejemplo, es un cretino integral que no sabe nada ni ha leído nada y que escribe un inglés lleno de faltas de ortografía. ¿Cómo diablos lo ha aceptado Morrow en su clase?

Cuando las incongruencias se amontonan, el lector deja de ser amigo, deja de estar aburrido y empieza a estar enfadado y a leer ya con mala leche, intentando pillar al autor. Este autor aburrido se siente estafado y ya no perdona una. Y al llegar al interminable episodio del funeral de Bunny, por ejemplo, donde se amontonan página tras página de conversación intrascendente, en las que la autora parece querer convencernos de que los padres de Bunny son tan tontos y poco interesantes como su hijo y lleva su demostración mucho más lejos de lo que nosotros hubiéramos deseado, cuando llegamos a estas alturas de la novela, digo, el lector enfadado y aburrido empieza ya a saltarse párrafos.

Pero hay otra cosa más. Todavía otra más. El hecho es que La historia secreta no parece tratar sobre nada. Sobre nada real, quiero decir, sobre nada que pueda conmovernos, o maravillarnos, o hacernos reflexionar sobre la existencia, o sobre la sociedad, o sobre el destino del hombre. Su estructura, un crimen y el progresivo desvelamiento de sus circunstancias no llega a interesarnos y parece artificial, un simple McGuffin. Aunque los McGuffin son recursos que permiten mover la acción, no fines en sí mismos. Y aquí, aparte de McGuffin, no hay nada.

No hay nada porque sabemos que los verdaderos problemas de las personas no se parecen en nada a los de los protagonistas de La historia secreta.

La conclusión

La conclusión, por tanto, es que Donna Tartt no es en modo alguno una escritora «comercial», sino una verdadera escritora si atendemos a la calidad de su prosa. Se trata de una autora dotada de una cierta brillantez para el ambiente y la imagen sensorial, sí, pero absolutamente superficial. Y lo que es más extraño, una escritora con un dominio muy pobre de la artesanía y el ritmo novelescos. Pero, ¿no es la estructura y el ritmo lo que dominan tan bien los autores de libros muy vendidos? ¿No son los Narradores los que triunfan? En modo alguno podemos considerar a Tartt una gran narradora. En la conocida oposición novel (realismo, ambiente, descripción, personajes, entorno social) y romance (narración, acción, sorpresas, trama), Donna Tartt es claramente una autora de novels. Pero una novelista mediocre, porque no tiene nada que contar y porque piensa por medio de clichés.

La conclusión es que Donna Tartt no es esa figura que yo esperaba, la escritora de «verdadera literatura» que es, al mismo tiempo, una autora de gran éxito.

Lo cual nos lleva a otra pregunta no menos interesante, al menos para mí. ¿A qué se debe el éxito de Donna Tartt?

¿Por qué tiene éxito Donna Tartt?

Argumento 1. Porque es una gran narradora y conoce perfectamente los mecanismos que hacen que una historia resulte irresistible. Esta es una idea que encontramos en muchos juicios críticos sobre la autora, en los que abundan las sempiternas comparaciones con los grandes maestros del siglo XIX, especialmente Charles Dickens.

Pero el Argumento 1, como no nos cansamos de decir, es falso. Donna Tartt es una narradora tediosa y repetitiva que estira innecesariamente las escenas y que amontona escenas que no tienen función alguna o que sólo sirven para reiterar algo que ya ha quedado claro.

Argumento 2. Donna Tartt escribe sobre temas que nos preocupan e interesan a todos. Falso también. Leyendo La historia secreta me venían a la cabeza autores como John Irving o John Fowles, que trataron de temas similares hace unas cuantas décadas con infinita sabiduría y brillantez literaria (por no hablar de las muestras y clichés procedentes de la «cultura popular» a que hacía referencia más arriba). No hay nada en La historia secreta que sea en modo alguno «contemporáneo» o podamos relacionar con la realidad de nuestra época.

Argumento 3. Donna Tartt escribe un cuento gótico e inquietante lleno de dilemas morales. Falso también. El «cuento» de Tartt no es gótico, ni mucho menos inquietante, y no plantea dilemas morales reales.

Argumento 4. Donna Tartt crea personajes tan vivos e interesantes que el lector se identifica con ellos y vive a través de ellos todo tipo de emociones y sensaciones. Falso de nuevo: los personajes de Tartt, al menos en este libro, son todos distantes, artificiales y poco atractivos.

Argumento 5. Hay mucha acción, violencia, lujo, amor y sexo. De nuevo falso, ya que ninguna de estas cosas están presentes en la novela de Donna Tartt.

Pero entonces, ¿por qué tiene tanto éxito Donna Tartt? ¿Por qué se ha convertido en un best seller? ¿Por qué está siendo traducida a todas las lenguas del mundo y los críticos de su país y de su idioma la saludan como un «moderno clásico», la gran autora del siglo XXI?

Una posible explicación

Una posible explicación sería la ley del karma. En una vida pasada, Donna Tartt fue Mahatma Gandhi, por ejemplo, y está siendo recompensada en esta vida por sus muchos méritos y sufrimientos.

Otra posible explicación sería esta: no hay ninguna explicación, ni ninguna manera de explicar el absurdo éxito mundial de una novela como La historia secreta. No es una buena novela, ni está bien construida, ni plantea cuestiones apasionantes desde un punto de vista intelectual ni emocional, ni tiene personajes interesantes ni cuenta una historia nueva, sorprendente, escandalosa, divertida ni emocionante.

El éxito de Donna Tartt se debe, supongo yo, a que por debajo de ella, levantándola hasta alcanzar las nubes, hay

a) un país
b) una lengua
c) un sistema de star system literario.

El país son los Estados Unidos. La lengua, el inglés. El sistema, una densa red de críticos, revistas especializadas, redes de promoción, clubes del libro, suplementos literarios, departamentos universitarios, etc., que se han puesto todos de acuerdo en ensalzar por encima de las nubes esta novela simplemente porque no había otra mejor en la que podían emplear su maquinaria de encumbramiento y alabanza.

El país, los Estados Unidos y la lengua, el inglés, participan de un sistema de autopromoción implacable que crea continuamente «obras maestras», autores «geniales» y «maestros de la narración comparables con Dickens».

Los críticos anglosajones mienten con una desvergüenza que me asombra. Es imposible que a todos les gusten tanto todos los libros que leen o reseñan. Prácticamente todos los libros que se publican en el mundo anglosajón aparecen acompañados de afirmaciones de críticos o de autores famosos que aseguran que están entre lo mejor que leen desde hace treinta años.

Borges dijo que un clásico es un libro que las personas de un país o los hablantes de una lengua han decidido leer con un fervor previo. Este adjetivo, previo, es la clave de todo. El lector ya está predispuesto a maravillarse antes de adentrarse en Flaubert o en Chéjov.

Creo que con los best sellers sucede algo similar. Un best seller es un libro que los lectores ávidos de solaz literario han decidido leer con un fervor previo: influidos por hábiles campañas publicitarias y también por el efecto bola de nieve que se produce cuando un libro «lo ha leído todo el mundo».

El ejemplo de La historia secreta de Donna Tartt me hace pensar que prácticamente cualquier libro, absolutamente cualquiera, podría convertirse en un best seller si se le aplica la campaña de elogios y promoción adecuados.

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Ficha técnica

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