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Ella en la otra orilla

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Hay una mística que nos hace pensar a los occidentales que todo en la vida japonesa es zen, pulcro, minimalista. Muchos japoneses, sin embargo, viven vidas en general poco atractivas, insatisfactorias, con relaciones personales complicadas. Ya les he ido contando muchos de los rasgos de lo que me parece que no funciona en esta sociedad y que yo he tenido oportunidad de ir discerniendo, con frustración y sorpresa, durante mis años en Tokio. Me da la impresión de que mis crónicas hablan más de esto, lo que no me gusta, que de lo mucho que sí lo hace. Ella en la otra orilla, la novela de Mituyso KakutaElla en la otra orilla, Mitsuyo Kakuta, Trad. de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, Galaxia Gutenberg, 2016., es tal vez el mejor reflejo que he encontrado de  esa forma de vida que yo creo tanto define a Japón y tan poco imaginamos desde fuera. Mucho más real que la que muchos se forman a partir de estereotipos, fotografías de jardines de piedra japoneses y películas de Ozu.

La novela comienza de modo impactante, los problemas de Sayoko, mamá de un bebé de meses, por relacionarse con los grupos de madres en los parques y encajar en ese sistema de protocolos y jerarquías tan complicado hasta en algo que debería ser tan fácil, llevar a los niños al parque, que hagan amiguitos y jueguen. Todo en la vida japonesa está sujeto a relaciones jerárquicas, normas, protocolos; hasta los parques tienen su sistema complejo de relaciones en que hay que entrar con cuidado y atención a las normas. Ahí están las madres-líder que deciden el tono general de la conversación, el ritmo de los juegos, la manera incluso en que hay que ir vestidas. Sayoko se ha documentado y procura hacer las cosas como se debe, pero no lo logra y acaba convirtiéndose en una «nómada de los parques» que va de uno en otro intentando encontrar alguno en que ella sea aceptada como madre y su hija, por tanto, como niña.

Su hija había nacido un mes de febrero de hacía tres años. Al cumplir los seis meses, Sayoko leyó una revista para madres de recién nacidos y fue al parque más cercano a una hora determinada, vestida de un modo concreto, como recomendaba el artículo. Intercambió saludos con otras madres e incluso se citó con ellas en alguna ocasión para ir juntas a las revisiones médicas o a las vacunaciones. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que existían facciones. Había una especie de líder y a ciertas madres de las que aparecían por allí se las evitaba con cortesía, sin llegar nunca a mostrar desprecio. Sayoko había cumplido los treinta. Era la mayor del grupo y se dio cuenta de que no encajaba.

Si la madre es excluida lo son también sus hijos, así que la pequeña Akari acaba jugando sola de parque en parque. Para sacarla quizá de ese aislamiento Sayoko decide trabajar y meter a Akari en una guardería. Pero se da de bruces con las dificultades para encontrar trabajo de la madre de una niña pequeña: ¿quién la va a contratar si se supone que tendrá que ir a recogerla a una hora determinada, se pondrá enferma, habrá que ir a reuniones de padres? Tampoco es fácil encontrar guarderías, casi es un círculo vicioso, la guardería no acepta a un niño si la madre no tiene ya trabajo y el trabajo es difícil de encontrar si no se demuestra que se tiene solucionado el cuidado de los hijos. Hay pocas plazas, el sistema no está pensado para que las madres dejen a sus hijos pequeños y la crítica de la suegra es acerba y constante. Áspera. Por qué dejas a tu hija, yo nunca dejé a mis hijos en ninguna parte, los niños necesitan estar con su madre al menos hasta los tres años, por qué no tienes otro hijo…

Al volver a casa, ha llamado tu madre y me ha tenido una hora al teléfono sin dejar de preguntar  cuándo vamos a tener otro hijo y de intimidarme para que deje el trabajo y me dedique a las cosas importantes de verdad.

Hay más cosas. La relación lamentable con su marido, que no la respeta ni se relaciona prácticamente con ella más que para exigir y criticar. Duermen separados, por supuesto, cada uno en un cuarto, y hacen vidas separadas. Parece que lo único que Sayoko y su esposo comparten es esa suegra impositiva y metomentodo, que tantas mujeres me cuentan es también elemento característico del paisaje social japonés. La de Sayoko, especialmente agria.

Yo no quise convertirme en una de esas madres ausentes que nunca están en casa cuando los hijos vuelven del colegio —le dice-. No entiendo a esas mujeres que trabajan y no les importa que sus hijos se sientan solos.

Ni siquiera a ocuparse de su hijo está acostumbrado el marido, y ve como una carga tener que hacerlo. Cuando Sayoko se queja, frustrada, de la relación con su marido, Aoi le dice algo que me parece una de las claves para entender el Japón actual:

Has eliminado casi por completo cualquier deseo de casarme que pudiera conservar. Por eso tantas mujeres hoy en día no quieren saber nada del matrimonio ni de hijos. La verdadera razón de los bajos índices de natalidad no es el trabajo, sino las constantes quejas de todas esas amas de casa supuestamente felices.

Aoi es una de esas mujeres japonesas que, en número mayor cada vez, se niegan a ser parte del sistema: ni quieren casarse y tener hijos ni trabajar para una empresa y ser una versión femenina de salaryman. La baja natalidad es consecuencia de esta protesta, una suerte de huelga permanente de baja intensidad, callada y sin nombre. Ni pueden competir en el complejo y extremadamente tradicional mundo corporativo japonés, ni quieran probablemente hacerlo: ser el equivalente femenino al salaryman no es un incentivo para nadie. La salida para estas mujeres solteras por vocación es crear sus propios negocios, pequeños, donde ellas sean las jefas y les proporcionen espacios de libertad. Eso es lo que ha hecho precisamente Aoi, que es emprendedora, echada pa'lante y no se arredrará ante nada: montar una empresita de viajes. Y cuando ve que no le va bien, termina ampliándola al negocio de limpieza de hogares.

Cuando Sayoko busca trabajo para poder llevar a su hija a la guardería se encuentra con Aoi. Habían sido compañeras en la universidad y Aoi la contrata. Se harán amigas en seguida pese a que apenas tienen que ver. Sayoko, la mujer casada que vive la vida que esperan los japoneses pero es infeliz, y Aoi, soltera, dueña de una empresa que no arranca y vive una vida deslavazada, pero es feliz en cambio.

A Sayoko le impresiona el desorden abrumador del apartamento de Aoi.

Las cosas se amontonaban de cualquier manera. El salón estaba inundado de cajas de cartón, coches de juguete, peluches, pilas de periódicos, jarras, cajas de cerveza: todo tipo de objetos tirados por todas partes.

Ya les contaba (Lo que pienso del fenómeno Marie Kondo) del desorden proverbial marca de la casa en la vida del japonés promedio. La gente vive en espacios mínimos, repletos de cosas por todas partes, rodeados. Es famoso que lo guardan todo, el objeto que han comprado y su caja —sin plegar a menudo: aun la de la televisión—, papeles, chécheres, souvenirs, todo tipo de cosas que, una vez entran en casa, nunca salen. Alex KerrJapón perdido, Alex Kerr, Trad. de Núria Molines, Alpha Decay, 2017., mi propio gurú para lo japonés, piensa que el espacio vacío del salón de té es una sublimación, algo creado como lugar de escape para huir del desorden que los rodea en sus viviendas y oficinas. Entre los dos extremos, «espacio vacío» y «espacio lleno y en desorden», parecen carecer de un punto medio: el espacio lleno pero ordenado que, más o menos, caracteriza nuestras viviendas.

Mucho tiene que ver, creo yo, con esta dupla fundamental de conceptos para entender Japón y, sobre todo, a la sociedad japonesa, honne y tatemae: lo que uno piensa o siente realmente (honne), y lo que dice, la cara que muestra frente al mundo (tatemae). Un japonés puede vivir toda su vida mostrando y diciendo lo que el sistema —la sociedad— exige y no expresar nunca a nadie, jamás, lo que verdaderamente piensa. Puede no aguantar a su mujer, detestarla, y nadie lo sabrá. Puede que odie su trabajo, a su jefe, a los compañeros, que aborrezca lo que hace, pero pondrá siempre su mejor sonrisa, elogiará al jefe, se irá a beber a un izakaya con los compañeros cada una o dos semanas y hablará elogiosamente de la empresa a todo el mundo. Nada los define mejor que honne y tatemae. Conocer y comprender esta distinción es imprescindible para empezar a entender cómo funciona esta sociedad incomprensible. Este universo mental diferente a cualquier otro.

El desorden de la vivienda tiene que ver con honne, lo que pasa dentro y a nadie importa —acompañado a menudo de relaciones familiares mediocres y vidas frustrantes para ellos y ellas de las que no sabrá nadie—, y lo que cuenta es la apariencia hacia fuera, tatemae. Japonesas elegantes, perfectamente ataviadas y planchadas, de aspecto impecable, es posible que hayan dejado su vivienda en caótico desorden, con todo por medio y ropa colgada por todas partes. Sayoko entra a limpiar un apartamento y se sorprende por«el desconcertante contraste entre la impecable mujer y el abominable estado en que se encontraba lo que tenían que limpiar. Con una blusa almidonada y estampada de flores, acicalada con esmero, la mujer era la imagen de la elegancia, pero su cocina era un infierno de basura, grasa y restos de comida; el baño estaba cubierto de moho y la base del inodoro, de capas sucesivas de mugre…».

Sabremos pronto que Aoi tiene un «pasado oscuro», consecuencia del ijime, el bullying japonés, que sufría de pequeña. Acoso escolar hay en todas partes, pero es quizá especialmente cruel en Japón, como si estuviera también mejor organizado y fuera más sistemático. Kakuta da algunas imágenes.

Ni siquiera en primaria había tenido verdaderas amigas. Cuando creía haber intimado con alguien, pocas semanas después empezaban a evitarla. En el peor de los casos, la niña de turno empezaba a hablar mal de ella y a partir de ese momento las demás le hacían el vacío. Aoi nunca comprendió la razón y, antes de llegar a ninguna conclusión, empezó secundaria.

De no tener amigas pasó a convertirse en blanco de las burlas. Sus libros desparecían, igual que las zapatillas del colegio, la ropa de deporte. Las compañeras la ignoraban. Sacaban su mesa y su silla al pasillo. Ella las colocaba en su lugar, pero al día siguiente volvía a encontrarlas en el mismo sitio.

A partir del tercer trimestre del segundo curso, prácticamente dejó de ir a clase. No odiaba a las compañeras que se burlaban de ella, se limitó a culparse a sí misma.

Su padres resuelven sacarla de ese infierno y se mudan de Yokohama a Gunma, al otro lado del país. La madre no dejará desde entonces de culparla por haberse tenido que ir tan lejos. En su nueva escuela, Aoi vivirá obsesionada con que no le pase lo mismo y ser de nuevo objeto de acoso.

De vez en cuando, alguna de las del grupo de Haruka se burlaba de ella y las demás se reían. El grupo de Aoi también la marginó, como si nunca hubieran sido amigas. Sin embargo, Kana fue objeto de escarnio sólo durante diez días. Después le tocó el turno a Keio. La acusaban de ser una siniestra. Se burlaban de su falda demasiado larga, se la cortaban con las tijeras, le pegaban la cinta americana en el pelo.

Kana primero, Keiko después… Aoi temía convertirse en la siguiente. Unos días más tarde, cuando comprobó que le había tocado el turno a Seiko, del grupo de las empollonas, su alivio fue indescriptible.

…—…

En ese nuevo statu quo, las chicas destacadas de los grupos más populares (…) eran las que formaban la casta superior y parecían considerar su derecho inalienable ordenar y disponer de las demás para atender sus deseos y para ignorarlas después (…) Tan pronto como a una la incluían en la casta inferior, resultaba casi imposible cambiar de estatus.

En Ella en la otra orilla está también la uniformidad que caracteriza a la sociedad japonesa. Cuando Aoi llega al nuevo colegio, su primera conversación es con una compañera que pregunta por su falda, más corta que las de las demás:

— Dime, ¿te la has subido tú? (…) Tu falda. Es más corta que las demás.

…—…

El día de la ceremonia, después de comprobar que ninguna otra chica llevaba la falda corta, Aoi se encerró en el baño para alargarla de nuevo y evitar así llamar la atención.

Ya les he contado también el caso que leí en los periódicos de una chica de Osaka que demandó al colegio por obligarla a teñir de negro su pelo castaño y presionarla a seguir haciéndolo hasta que lo fuera suficientemente. Igual que el de las demás compañeras. Añadía el periódico que muchas escuelas tienen normas parecidas, incluso para chicas extranjeras rubias. Niñas y niños en los colegios van igualitos, completamente, vestidos del mismo modo, con el mismo sombrerito y el mismo tipo de mochila, la famosa y bonita randoseru japonesa que vemos en las películas. Hasta el pelo, parece ser, tiene que ser del negro habitual de los japoneses, de un mismo tono siempre. Eso es lo que la sociedad espera, que el japonés se sumerja en el grupo, se disuelva, se vuelva indistinguible. Los salaryman van casi todo con camisas parecidas, trajes del mismo color, corbatas con los mismos modelos planos y neutros: sin dibujos, sin relieve. Ninguna norma lo impone, sólo es lo que se espera.

Hasta las madres se visten igual para ir a dejar o recoger a sus hijos en algunos colegios. Del mismo azul marino, por ejemplo. Uno imagina el mecanismo, la madre nueva que llega el primer día vestida algo diferente —diferente en Japón casi nunca quiere decir muy diferente— y se va dando de que las demás van todas de azul marino, el mismo tono casi, igual que el color de pelo de sus hijas es del mismo tono, y va igualando los colores de su ropa hasta que se ha asimilado por completo. Si no, quedará fuera del círculo, como Sayoko en los parques; fuera ella y su hija Akari, de tres años.

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