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Rafael García Serrano: la pedagogía de la pistola

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A finales de los años setenta, un primo que militaba en Falange Española –no recuerdo en cuál de las familias en litigio por la herencia de José Antonio– me regaló Eugenio o proclamación de la Primavera, asegurándome que el libro era una síntesis de heroísmo, tradición, lirismo y espíritu vanguardista: «En sus páginas está todo: Grecia, Roma, Carlos V, el Escorial, santa Teresa de Ávila, el genio imperial de la Falange, el futurismo de Marinetti». Me dijo que el autor era Rafael García Serrano, un escritor falangista que había contraído tuberculosis en la Batalla del Ebro. Durante su convalecencia, compuso la obra, una novela breve que dedicó a José Antonio, «joven César» de la revolución nacionalsindicalista. En un alarde de generosidad, mi primo se desprendió de su ejemplar, un libro minúsculo concebido para guardar en el bolsillo de la camisa azul. Era una quinta edición publicada en 1953 (la primera es de 1938), con la mitad de la cubierta pintada en azul y con un diminuto yugo y las flechas en rojo sobre un imaginario bolsillo de estilo militar. En la portada podía leerse un asombroso subtítulo: «ésta es como la historia del muerto que yo hubiera querido ser». Por entonces, yo tenía trece o catorce años. Agradecí el obsequio, prometí leer el libro y lo guardé en un cajón, convencido de que jamás perdería el tiempo con sus delirios.

En aquellas fechas yo estudiaba primero de BUP en un colegio de los Sagrados Corazones y los alumnos mayores flirteaban con el marxismo, peleándose en el patio con los compañeros de Fuerza Nueva. Todos procedían de familias burguesas y, a pesar de su odio mutuo, compartían el mismo desprecio hacia el diálogo, la moderación y el consenso. Ambos bandos justificaban la violencia política, sin ocultar que su objetivo era exterminar al adversario. En mi casa, siempre se había respirado una profunda aversión al régimen franquista, pero desde una perspectiva liberal. Parecía un poco absurdo reivindicar la dictadura del proletariado, después de sufrir una larga dictadura militar, especialmente porque la supuesta dictadura del proletariado sólo era un eufemismo que encubría la opresión de un gobierno totalitario y antidemocrático.

Hace año y medio reencontré el libro, expurgando un desván. Imagino que alguien lo confinó en el lugar reservado a los trastos viejos. Por curiosidad, comencé a leerlo y descubrí que la prosa era magnífica, notablemente superior a la de nuestros prosistas contemporáneos. Se apreciaba la influencia de Ramón María del Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna, pero su intensa y explícita carga ideológica malograba el propósito estético, rebajando la obra a la categoría de panfleto con momentos de indudable –y helada– belleza. Si alguien desea conocer la quintaesencia del fascismo español, debe recorrer estas páginas, pues contienen todos sus mitos y fetiches. En el prólogo a la quinta edición, que es el mismo que sirvió de umbral a la segunda, Rafael García Serrano confiesa que su novela –«brevísima, pero novela»– nace de «una verdadera vocación de servicio». Su deseo más ardiente era finalizarla y entregársela en mano a José Antonio. Aunque las autoridades republicanas habían comunicado a la prensa su fusilamiento en Alicante, Rafael García Serrano se negaba a creer en la desaparición del joven César, el mejor caudillo que un pueblo podía soñar. No hay ninguna referencia a Francisco Franco, caudillo por la gracia de Dios. El silencio es clamoroso y corrobora la antipatía de los falangistas hacia el general de voz aflautada y trato gélido. García Serrano refiere que leyó el manuscrito por primera vez a sus camaradas de bandera: «Fue una tarde dulce y baztanesa. […] A todos les gustó y fue mi primer triunfo, saboreando con un paladeo inolvidable, en la terracilla de un viejo palacio, entre hidalguías de piedra, el rumor del río mordiendo los graníticos basamentos de la casona, y todo sobre un paisaje antiguo, que parecía ignorar hasta la incitación de la violencia y que, sin embargo, era un paisaje veterano en pólvora».

El prólogo es de 1945 y refleja un inequívoco desencanto. Alemania e Italia han perdido la guerra. La democracia ha ganado la batalla al fascismo y el porvenir se dirimirá en los parlamentos, no en trincheras que ponen a prueba el coraje de los pueblos. La España franquista ya no se plantea ser un imperio, alumbrando émulos de Pizarro, con su espléndida fiereza, libre de sentimentalismos y absurdos titubeos éticos. La monserga de los derechos humanos debilita a los gobiernos, que ya no se atreven a ejercer su derecho natural a esclavizar al más débil: «El mundo mismo ha dado una vuelta gigantesca, y entre ruinas y dolores se ha sepultado un concepto de la vida muy noble y muy bello». Podemos leer frases parecidas en Tempestades de acero (1920), donde Ernst Jünger canta las excelencias de la guerra, «incomparable escuela de valor». Una vida ardua, noble y bella incluye un sentido épico y deportivo de las acciones humanas. La tranquilidad burguesa es deplorable. Sin afrontar riesgos y desafíos, se cae en la mediocridad, algo incompatible con el espíritu de Falange, un movimiento poético y revolucionario. García Serrano rechaza corregir la primera edición, puliendo su contenido o añadiendo nuevas páginas. Obrar de esa manera revelaría una «vanidad senil». La sabiduría de la experiencia puede servir a un senador, pero «nunca a un buen falangista».

Eugenio o proclamación de la Primavera es una novela con un débil hilo narrativo. No es un defecto involuntario, sino un rasgo de estilo. La intención es destacar y exaltar la figura de Eugenio, un héroe fascista de apenas veinte años. Estudiante de Filosofía, ha nacido en una familia burguesa, que no entiende su idealismo, pero que lo ayuda cuando sus peleas con obreros, marxistas o sindicalistas le cuestan un arresto o una multa. Eugenio no agradece esos gestos, pues no quiere favores ni privilegios. De hecho, acepta su posible martirio como un hermoso destino: «Es áspero el camino», pero tan bello como la «alegría tostada de la intemperie». García Serrano se introduce en la trama como el mejor amigo de Eugenio. Simplemente es Rafael, que se encuentra una mañana del 2 de mayo con Eugenio, enfurecido porque los festejos organizados para conmemorar el heroísmo del pueblo de Madrid parecen un vodevil o una zarzuela. Para deshacer o mitigar el agravio, se ha propuesto apedrear el edificio de la embajada francesa. La memoria de Daoiz y Velarde merece una barricada, un gesto viril. Rafael se ríe, pues considera que su enfado es desmesurado. Eugenio le afea su actitud y le recuerda que es poeta: «Debes indignarte. Para estas horas está haciendo falta un canto viril, heroico. Pero la burguesía prefiere la música de Sorozábal. ¡Qué hermoso desfile con antorchas, encendiendo la noche como una gran hoguera emocional!» La alusión a los desfiles de la Alemania nazi, con una estética ampulosa y grotesca, no puede ser más explícita. Los gritos de Eugenio frente a la embajada francesa se convierten en reyerta cuando sale un joven del edificio. Eugenio le desafía y lo ataca sin más preámbulos, demostrando que sus puños son dignos del mejor pugilista. Rafael reconoce sin rubor que el vehemente falangista está «hermoso en su cólera». Más adelante, comenta que el héroe nunca muere, pues «su sangre se hace fértil como una primavera». Los camaradas homenajean al caído, pero «no lloran porque han de honrarle con fiesta de pólvora y asalto». En sus himnos están sus mártires, siempre presentes bajo el sol y las estrellas, exigiendo a las nuevas generaciones que no se dejen seducir por el ridículo apego a la vida. Morir por la patria es un final sublime para un joven. Envejecer no es una bendición, sino un fracaso burgués.

Al igual que los nazis, Eugenio practica el nudismo durante sus horas de ocio, nadando en un río. Su cuerpo deslizándose por el agua es «la verde yerba, el fresco viento, / el blanco lirio y colorada rosa», de acuerdo con los versos del poeta-soldado Garcilaso de la Vega, venero inagotable para la lírica falangista. Es el «hombre nuevo», cantando con idéntico fervor por fascistas y comunistas, cuyas revoluciones se postulan como grandes transformaciones morales, pese a dejar a su paso una horripilante estela de cadáveres. Eugenio es el «bien engendrado», un magnífico ejemplar de la raza. Rafael se inspira en sus firmes e intransigentes convicciones para demoler «las esquinas agudísimas» de su contumaz liberalismo, tibio y pusilánime: «Quiero seguir siempre tus sabrosos preceptos de totalidad», exclama. Eugenio flirtea con la joven María Victoria, «castellana. De Ávila». No podría ser de otro modo para el que ha decidido inmolarse por la causa: «Ya es llegado el tiempo de la sangre en el campo», escribe Rafael, que termina todas sus cartas con un definitivo «¡Arriba España!» Eugenio le contesta que no se preocupe, pues ha elegido morir «cara al sol». María Victoria encarna los sueños imperiales. Es la mujer que despierta a una nación de su letargo, destruyendo cualquier vestigio de conformismo: «Ella es símbolo y carne –escribe Eugenio–. Es María Victoria. […] Lo es todo. En adelante no podré mirar un cromo matronil republicano sin pensar en el artista que haga la mujer joven, virgen, desnuda, rodeada de fusiles y sangre. Eso será un símbolo y no esa matrona que tiene tetas y no pechos». La democracia es una mujer vieja, que ha perdido su capacidad de engendrar. El Estado totalitario es la matriz de la revolución, pues no entiende de individuos, sino de lo colectivo. El pecho de los jóvenes lanzándose contra las balas es la espuma de una nueva Edad de Oro. La lectura de Homero debe reemplazar al repelente Rousseau. Los jóvenes no deben ser justos, sino violentos y arrebatados. El futuro lo escribirá Aquiles, no un filósofo ilustrado, con su humanismo de almanaque. Cervantes era un soldado. Su pluma se hallaba al servicio de la espada. Peleó contra el turco sin miedo, celebrando sus heridas. Si hubiera vivido en el siglo XX, habría luchado contra las hordas asiáticas enviadas por Moscú. Aunque García Serrano se contiene, su imaginación burbujea con el Manco de Lepanto enfundado en la camisa azul, conmovido ante el yugo y las flechas que evoca el santo y buen gobierno de los Reyes Católicos.

Rafael siente que en su interior crece el desprecio por la República y el absurdo deseo de paz entre las naciones. Por fin se arma de valor y destruye sus poemas, tristes remedos de Bécquer. Se afilia a la Falange y dice adiós al liberalismo, el pacifismo y la fría razón: «Todo lo que nos conmueve entra por las venas, en borbotón caliente», le ha dicho Eugenio, y comprende que no hay otra verdad. España es grande porque el mar es la ventana por la que mira al mundo. No es una mirada amistosa, sino triunfal. Los españoles no son filósofos. Prefieren «el arte de pensar violentamente». Son conquistadores por naturaleza, depredadores de naciones. Su escuela es el plomo y la espada: «Uno se lo explica todo cuando dispara el primer tiro», sentencia magistralmente Eugenio, que adquiere la talla del héroe clásico tras matar a un comunista. «El magisterio de la pistola es una asignatura más en la ciencia de ser hombre», corrobora Rafael. Todo lo demás es burguesía, apocamiento, mezquindad. Una visita al Escorial asienta la «pedagogía de la pistola». Dentro de cada español hay un Hernán Cortés, pero también un Castelar, que conspira con su oratoria humanista y relamida. España es una nación pobre. Por eso es violenta e imperial: «Nuestro Imperio es misión proletaria» y «la fuerza de la Falange es pobreza peregrina», según las palabras de Rafael Sánchez Mazas, escritor visionario que captó el alma del español, con su afán de morir por un imperio y no vivir como siervo del comunismo o la meliflua democracia. La fantasía de morir por una España más grande y libre está en el campesino, el obrero y el estudiante. Dios nos hizo así para su gloria y quizá «nos reserve una gloria sangrienta que ni los profetas pueden adivinar», pues somos «proa de Europa». Ser español es hacer «cátedra de la cicatriz». Cuando Eugenio se cruza con un comunista lanzando consignas, escribe un pasquín y se arroja a la calle, leyéndolo a gritos: «Madres: Parid hijos para la Patria. Está cercana la hora de asaltar el prestigio y la admiración del mundo con el gesto rebelde de nuestro pecho. Que vuestros hijos, madres de España, sean en el momento preciso, carne de cañón. Salvaremos a la Patria en la gracia de la revolución. Redimiremos la tierra de Gibraltar. ¡Arriba España!»

Eugenio y Rafael admiran a san Ignacio de Loyola, que carecía de sentido estético. Saben que «habría derruido el Partenón durante una fiesta pagana». ¿Serían capaces de hacer lo mismo ellos, estudiantes universitarios con la cabeza llena de ideas estúpidamente cosmopolitas? ¿Por qué respetar el arte? ¿No es una debilidad de espíritu adorar el genio de los paganos? Grecia, Roma, sí, pero, por encima de todo, la Cristiandad. La Cruz debe prevalecer sobre cualquier ídolo. Incluso en el vestir el español debe ser fiel a su esencia. ¿No es el esmoquin un triunfo de la colonización inglesa? ¿Por qué humillarse con una pajarita? ¿No es más español arremangarse la camisa virilmente, sin miedo a mostrar manos de campesino, soldado o monje? «Se gana el cielo con la espada», dice Rafael, no con amabilidad y cortesía. Cuando Eugenio juega al fútbol, no es amable. Sus entradas son violentas, sin miedo a lesionar al contrincante. «Nos llama bárbaros y pistoleros», ignorando que la civilización se defiende a tiros, no con votos. «El miedo, camaradas, es un prejuicio pequeño burgués», proclama Eugenio. Rafael opina lo mismo: «Tienen miedo y quieren hacer de nosotros unos cobardes. Nos educan en el pánico. En la filosofía liberal, pacifista y burguesa. ¡Qué asco!» La milicia es la forma más digna de ser hombre. Toda la vida es milicia, sacrificio, disciplina. La Falange no ganará en las urnas, sino en el campo de batalla, aniquilando «la imbécil civilización de los tranvías y los bares automáticos». Cristo no quiere ovejas, sino Césares. «En todos los Jueves Santos –escribe Rafael– tengo un sueño de sangre que acaba con la gracia universal del olivo». Presumo que García Serrano soñaba con freír a escopetazos la paloma del Génesis, que avisó del fin del diluvio con una rama de olivo. No creo que le inspirara más simpatía la paloma de Picasso, pacifista, comunista y autor de un arte decadente y degenerado.

Eugenio muere por la Patria, la Falange y el César. Soñó con un alba heroica y la conoció, haciendo callar «al álamo, el laurel y el mirlo», de los que habló Garcilaso, con su pluma imperial. Eugenio baja a la tierra, pero Rafael promete vengar su sacrificio con la vida de «diez bestias enemigas». Un falangista no causa baja. Sólo proclama la Primavera, que fructifica con su sangre perenne e inmortal. «Suenan unos disparos hacia la Iglesia de San Luis. Sobre el escudo se alza la noche: en primaveral consigna». Rafael García Serrano desprecia ese «FIN» burgués y afeminado de la novela decimonónica. La guerra no ha terminado. El comunismo y el judaísmo siguen amenazando a la humanidad con su doctrina deletérea. Por eso es mejor terminar con un rotundo: «PARA DIOS Y PARA EL CÉSAR».

Aplacé la lectura de Eugenio o proclamación de la Primavera casi cuarenta años. Nunca había demorado tanto el abordaje de un libro. No considero que haya perdido el tiempo, pues la obra tiene innegables calidades literarias, pero no creo que mi primo tuviera razón. En sus páginas no están Grecia ni Roma ni la Cristiandad. Ni siquiera Carlos V, santa Teresa de Ávila o El Escorial. Rafael García Serrano deforma los hechos y las ideas para justificar el fascismo español, un movimiento de escaso aliento, pues la España de Franco, lejos de llevar a cabo la revolución nacionalsindicalista, se limitó a proteger los intereses de los terratenientes y las oligarquías financieras, con un barniz retórico que mezclaba catolicismo, falangismo y tradicionalismo. José Antonio Primo de Rivera carecía de dotes para ser un César, pues le faltaba la frialdad homicida de Hitler o Franco. Sus seguidores no tenían sus escrúpulos y fusilaron sin piedad a la supuesta anti-España. Pienso que la anti-España son las fuerzas que se resisten a la modernidad. Carlos V simpatizó con el erasmismo, santa Teresa de Jesús reformó el Carmelo, el Escorial es un prodigio arquitectónico, con la huella incontestable del Renacimiento. En nuestro país no surgirá una conciencia nacional hasta que su patrimonio se convierta en un bien común y no en un botín explotado con intereses políticos. Rafael García Serrano se mantuvo fiel a sus ideas hacia el final de sus días. No actuó con el oportunismo de Gonzalo Torrente Ballester, falangista por arribismo. No dio marcha atrás, como Antonio Tovar o Pedro Laín Entralgo, que repudiaron –en mayor o menor medida– su pasado ideológico. Y, menos aún, se enfrentó a la dictadura, como Dionisio Ridruejo. García Serrano se dejo llevar por el corazón, reprimiendo cualquier objeción racional. Se dice que es una virtud perseverar en una idea, pero los que han viajado a Siracusa y han descubierto la magnitud de sus errores no pueden simpatizar con el fanatismo, pues no merece otro nombre pasar una vida entera reivindicando la violencia, con independencia del color de la bandera. La pedagogía de la pistola no hace a las naciones, sino que las deshace o las vuelve irreconocibles.

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