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Anatomía patológica de la derrota

Los girasoles ciegos

ALBERTO MÉNDEZ

Anagrama, Barcelona, 160 págs.

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Me gusta recordar una idea de Baroja en su notable prólogo a La nave de los locos, de 1924. Dice ahí don Pío, con su característica sencillez, que muchas veces un pequeño cambio en el modo de contar tiene grandes efectos; mayores, podríamos agregar, que los proyectos de pretensiones revolucionarias. Con frecuencia, el crítico no sabe muy bien cómo explicar la novedad de un texto verdaderamente singular, pero de apariencia común. Algo así ocurre con Los girasoles ciegos, feliz opera prima de Alberto Méndez, un nuevo narrador que se da a conocer con este innovador libro a los sesenta años corridos. Nada en su superficie lo hace distinto de tanta prosa documental como ha generado nuestra guerra civil: en esencia brinda el testimonio fidedigno acerca de unas vidas destrozadas por aquella dramática etapa de nuestro pasado reciente. Y sin embargo trae una singularidad que lo hace distinto, persuasivo, enriquecedor de una experiencia ya mil veces trillada.

Algo de ello se debe, sin duda, a una composición bastante original, aunque no inédita. Los girasoles ciegos se sitúa en ese territorio tan actual de los géneros fronterizos. Cuenta cuatro «derrotas» situadas en otros tantos años correlativos, entre 1939 y 1942. Se trata de historias independientes que normalmente darían un libro de relatos trabado por su asunto común. No es, en puridad, un libro de relatos y para ello bastan unos leves nexos entre varias de las piezas, ni tampoco una novela en sentido estricto. El protagonista del primer texto, el capitán Alegría, tiene un papel secundario, aunque sea en un pasaje de extrema importancia, en el tercero. El poeta y su adolescente compañera en torno a los cuales gira la segunda pieza están emparentados con los personajes de la última.

Todo esto se hace con una naturalidad absoluta, casi disimulando el artificio, que lo es, con el propósito de rebajar el intencionado juego hasta reducirlo a un elemento común de la vida que llame muy poco la atención. Pero que dé prueba de una realidad compacta por medio de esas vidas trabadas. Apunta el autor de este modo hacia un reforzamiento del realismo o una superación de las lindes entre verdad e invención, en la estela del Muñoz Molina de Sefarad, o, mejor, en sintonía que ahora precisaré con Javier Cercas. A ese realismo, distinto de la observación y copia naturalistas, contribuye algún otro dato, también suelto y poco aparente, pero muy certero. Se trata de la aparición de personas reales en el relato: en la lista que alimenta una tétrica «saca» de la cárcel figuran varias, con alguna ligera modificación de los nombres; la presunción de ciudadanos empadronados afecta a los amigos del niño del relato final; y otro de los involuntarios huéspedes de Porlier, Cruz Salido, fue en efecto redactor de El Socialista.

Valgan estos datos, algo más que minucias o caprichos del autor, para acercarse a su poética, que no sería otra sino la de rescatar la realidad en su valor intrínseco, como datos ciertos, y pasarla por el tamiz de un tratamiento narrativo. Esto tiene poco que ver con el realismo tradicional y da a la realidad una nueva perspectiva mediante uno de esos pequeños cambios observados por Baroja. No está esta postura lejos del enfoque que el joven Javier Cercas aplica en sus «relatos reales». Y lo confirma la base anecdótica del primer relato. Cuenta éste la historia de un militar franquista, el capitán Alegría mencionado, que se pasó al ejército republicano cuando ya estaba la guerra acabada, el mismo día en que Casado entregó Madrid a los sublevados. Ese comportamiento incongruente no es una prometedora invención de Méndez. Me consta que fue un caso real. Y reales, o con una base muy cercana a lo sucedido, pudieron ser los otros tres: la muerte por inanición de una pareja de adolescentes fugitivos y de su hijo recién nacido en una braña asturiana; la confesión perjudicial para sí mismo de un preso sometido a juicio sumarísimo, y la angustia de una familia republicana, acosada por un clérigo criminal, que esconde al padre en un armario de la casa.

Esta paradójica condición de «relatos reales» explica la original recreación de vivencias de la guerra que estimula la rememoración histórica de Méndez. Al servicio de este empeño despliega un arsenal no pequeño de recursos que sirven sobre todo para dar variedad a las historias: escrito confesional, manuscrito encontrado, dietario, suma de perspectivas distintas, narración objetiva y contrapunto lírico. Estos procedimientos participan también de ese propósito de hacer la forma muy discreta porque el autor ciñe muy bien toda la materia, anecdótica y estilística, al objetivo prioritario: ahondar en la vivencia de la derrota, circunscrita a unas circunstancias históricas concretas, pero de alcance universal. Méndez hace la anatomía de esa experiencia abordando sus complejas manifestaciones, que tienen en común su condición patológica. La patología queda clara, y al no haber bálsamo de Fierabrás que pueda remediarla, la enajenación de los personajes se vuelve contra los agentes patógenos. De ese fondo justificadamente justiciero parte la escritura de Alberto Méndez, que convierte en emocionantes y creativos relatos tanto esa pasión de autor comprometido como unas experiencias humanas límite.

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Ficha técnica

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