Queridos lectores, suspendemos las publicaciones, como en años anteriores, hasta el 10 de Enero. ¡Feliz Navidad!

¡Abajo los ricos!

En una de las entrevistas que ha concedido el politólogo norteamericano Francis Fukuyama con motivo de la promoción de su último libro, dedicado al auge de la identidad en el mundo contemporáneo, surgió la pregunta acerca del resurgir del socialismo en Gran Bretaña y Estados Unidos. En ambos países se habla del socialismo más de lo que se ha hecho en mucho tiempo: el viejo socialista Jeremy Corbyn lidera el Partido Laborista y el viejo socialista Bernie Sanders representa la pujanza de esa corriente en el Partido Demócrata, mientras que las jóvenes estrellas de este último ?como Alexandria Ocasio-Cortez? se declaran abiertamente socialistas en paralelo a un aumento de la popularidad del término entre los votantes. Es especialmente el caso entre los jóvenes norteamericanos, pero lo mismo sucede con el conjunto de los electores británicos, y no digamos con los alemanes. 

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El gran selfie

Es difícil exagerar lo que la crisis catalana ha supuesto para toda una generación de españoles nacidos en democracia. Aunque al grado de apasionamiento ha sido muy diverso, y no han faltado las muestras de hastío, no creo que haya muchos españoles jóvenes interesados en política que hayan podido, nolens volens, mantenerse al margen de la gran discusión colectiva originada al arrimo del procés. Cataluña será ya siempre para ellos –para nosotros– la primera gran batalla donde la verdad desapareció, las masas comparecieron como un actor político y la razón quedó subordinada a las emociones de la pertenencia grupal.

Cierto, mi generación había experimentado ya la amenaza al orden constitucional proveniente de ETA, mucho más trágica que el procés, por cuanto esa fue una batalla en sentido literal en la que se perdieron muchas vidas.

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Desde el púlpito

En 2014, muy al final de su carrera, James Salter dictó tres conferencias sobre el oficio de escribir de la Universidad de Virginia, donde había sido contratado en calidad de escritor residente. Salter murió poco tiempo después, y las charlas se recogieron en un librito más o menos conmemorativo publicado por University of Virginia Press, con un prólogo de John Casey ?amigo del autor, novelista y miembro de la universidad? que ponía las cosas en contexto y abultaba el texto hasta las ciento veinte páginas. El arte de la ficción reproduce esa edición póstuma, aunque, con buen juicio, los editores españoles han descartado el prólogo, y han incluido a modo de introducción un artículo de Antonio Muñoz Molina publicado originalmente en Babelia: «Leyendo las conferencias ?apunta este último? uno no puede creerse que esas palabras hayan sido escritas y dichas por un hombre de ochenta y nueve años». (Yo sí me lo creo.) Y lo interesante no sería sólo «el grado de lucidez que muestran y la agudeza de sus observaciones, sino el aire de asombro y de tanteo que irradia de ellas, de entusiasmo a la vez sobrio y romántico hacia el oficio de escribir y las posibilidades de la literatura».

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Los posmodernos nunca caminan solos

Desconfío de los filósofos todoterreno. Tal vez por culpa de mis prejuicios, me oriento mal en ese melting pot que mezcla a David Hume con David Bowie, a Rousseau con los seguidores del Liverpool o a Beckenbauer con Gadamer. Y, sin embargo, me ha interesado mucho (para ser sincero: he disfrutado mucho) con The Faith of the Faithless, bien traducida al español y, como siempre, bien editada por Trotta. Estamos ante un libro importante, difícil de reducir a esquemas comprensibles. Critchley lo sabe, y dialoga continuamente con el lector, con cierto tono socrático; resume una y otra vez los argumentos; le cuenta en primera persona sus certezas y sus dudas. También su estado de ánimo: «no he llegado a esta conclusión de buena gana» (p. 35), nos confiesa después de asumir que no cabe «práctica religiosa sin religión» (civil), de lo que resulta hoy día «una nueva era de guerras de religión» (p. 34). En una larga nota nos previene de que su interés por la teología política no es producto de un «ataque» conservador, al estilo de Carl Schmitt o de Martin Heidegger (p. 27), y cada poco hace balance y anticipa desarrollos posteriores, para reforzar ante sí mismo argumentos de los que no parece estar muy convencido. 

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