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Portrait of Jennie: una fantasía romántica

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Dirigida por William Dieterle y producida por el intenso y siempre excesivo David O. Selznick, Portrait of Jennie (1948) sufrió toda clase de dificultades desde su gestación y rodaje. Basada en un peculiar relato de Robert Nathan, el prestigioso Ben Hecht (Luna nueva, 1940; Encadenados, 1946; Me siento rejuvenecer, 1952) se encargó inicialmente del guion, pero su aportación se limitó al prólogo, que incluía citas de Keats y Eurípides, y una interrogación pascaliana sobre el destino del hombre en el infinito universo. Selznick escogió para este preámbulo un cielo sombrío y turbulento, que respondía más a su estética neorromántica y algo grandilocuente que a la concepción de Dieterle o de los responsables de fotografía. Ben Hecht se apartó del proyecto y ocuparon su lugar Paul Osborn y Peter Berneis. Con la supervisión de Selznick, Osborn necesitó cinco semanas para reescribir el guion. El operador, Joseph H. August, impuesto por Dieterle, murió cuando la película se aproximaba al final. Tras realizar los preparativos de un travelling, entró en el despacho de Selznick y se acomodó en un sillón. «Creo que ya está, me siento satisfecho», exclamó con una sonrisa, antes de que le fulminara un infarto. Su muerte provocó la consternación de todos.

Lee Garmes, que había trabajado con Hitchcock en The Paradine Case, también producida por Selznick, lo reemplazó, encargándose de las escenas adicionales y de los efectos especiales. Estos y otros incidentes prolongaron la realización de una película inicialmente modesta, pero que comenzó a rodarse en febrero de 1947 y no se finalizó hasta octubre de 1948. Las críticas adversas y la tibieza del público obligaron a Selznick a retirar la película y a reelaborar algunas escenas. La secuencia de la tempestad del Faro del Fin del Mundo se rehízo en tonos verdes y rojos, con sonido estereofónico y con un formato (Cycloramic Screen) precursor del posterior Cinemascope. Se añadió también el retrato de Jennie en Technicolor (realizado por Robert Brackman y expuesto temporalmente en el Museo de Arte Moderno de Nueva York) y, con estos cambios, regresó a las pantallas. Los arreglos de Dimitri Tiomkin sobre temas de Claude Debussy y la canción («Jennie’s Song») compuesta por Bernard Herrmann completaron el trabajo de equipo que permitió la realización de una película situada por algunos críticos cinematográficos en la órbita de la poética surrealista, pero que tal vez sería más correcto interpretar como una fantasía romántica.

La versión definitiva de Portrait of Jennie se estrenó en Nueva York el 29 de marzo de 1949. Las innovaciones técnicas limitaron su exhibición a unas pocas salas. El guion se había reescrito íntegramente dos veces y cada escena se había rodado entre tres y cinco veces. La película apenas recaudó una cuarta parte de los cuatro millones de dólares invertidos. Estrenada ese mismo año, The Paradaine Case también fue un fracaso comercial. Selznick se arruinó, perdió su estudio y su equipo de producción. Tras casarse con Jennifer Jones, logró participar en la producción de The Third Man (1949) e iniciar una nueva etapa artística y vital. Se había cumplido su intuición de que el rodaje de Portrait of Jennie pasaría a la historia del cine como «una de las experiencias más espantosas vividas por una compañía». El revés económico no impidió que la película consiguiera un Oscar a los mejores efectos especiales y una nominación por la fotografía del malogrado Joseph H. August. La Bienal de Venecia premió la interpretación de Joseph Cotten como el ficticio pintor Eben Adams y la revista francesa Cinémonde consideró a Jennifer Jones en su papel de Jennie como la mejor actriz del año. Dieterle manifestó su satisfacción con el resultado final, pero aclaró que la autoría le pertenecía tanto a él como a Selznick. Productor y director eran conscientes de haber gestado una obra de enorme belleza visual, que se inscribía en la vieja tradición romántica, con su carga de fatalismo e imposibilidad. Buñuel opinaba que Portrait of Jennie era un ejemplo de perfección formal, una de las diez películas más hermosas de la historia del cine.

La peripecia de Eben Adams es la peripecia del artista que fracasa en la búsqueda de su estilo. Sus telas son mediocres, pero su vocación es sincera, hasta el extremo de soportar el acoso de una patrona dispuesta a desahuciarlo y a sobrevivir con el escaso dinero que le presta un amigo taxista (David Wayne). El frío del invierno de 1934, con su resistencia a ceder el paso a la primavera, produce el efecto de una naturaleza sincronizada con el espíritu de Adams. El pintor y la ciudad flotan en la melancolía, sin rendirse a la adversidad. Esa determinación es lo que seduce la señorita Spinney (Ethel Barrymore), una mujer ya madura que dirige una galería de arte con su socio Matthews (Cecil Kellaway) y que, tras examinar su obra, le recuerda el conocido poema de Robert Browning sobre Rafael y Andrea del Sarto. Andrea del Sarto dominaba la proporción, la anatomía, el color. Lo tenía todo y no tenía nada. Al igual que Eben Adams, no amaba su arte. Rafael podía equivocarse en la ejecución, pero sus obras siempre eran intensas y sinceras, porque él sí amaba su obra. El arte no necesita perfección formal, sino amor y nadie sabe más de amor que una solterona. Spinney le compra unas flores sin ningún valor artístico y le anima a continuar su búsqueda. Eben se despide con una galantería: «Tiene unos ojos hermosos». No importa la edad. La belleza perdura siempre. Es intemporal. La señorita Spinney es el ejemplo de una vida sin amor (en el fondo, la situación de Jennie y Eben) o sin otro amor que la pasión por el arte. La edad le separa de Eben, pero su amor hacia el joven pintor se manifiesta en cada encuentro. Es la mujer real que le aconseja en los momentos de inseguridad y le tranquiliza, asegurándole que la inspiración llegará. Es la mujer madura, acaso la madre, que impone el principio de realidad. El espectador entiende que su mirada capta la inexistencia de Jennie. No es un dato importante. Spinney ama el arte y el arte es más real que la vida. Incluso podría afirmarse que Spinney y Jennie son la misma mujer. No pertenecen a este mundo, pues el azar o la adversidad les privaron de amor y sólo vive quien ama y es amado.

La primera aparición de Jennie se produce en Central Park, cerca de un banco que se convertirá en punto de encuentro. En mitad de la nieve, rodeada de pájaros negros y árboles con las ramas desnudas, Jennie juega con un muñeco de nieve. Eben se detiene al encontrar un paquete y Jennie se dirige a él con familiaridad, casi como si le esperara, indicándole que el paquete le pertenece. Se presenta como la hija de unos acróbatas del circo Hammerstein y habla del Kaiser. Su forma de vestir se corresponde con la moda de principios de siglo. Eben apenas puede disimular su desconcierto. Jennie le pide que le muestre sus pinturas. Al contemplar la acuarela de Cape Cod, en Nueva Inglaterra, que había rechazado el señor Matthews, se estremece y reconoce que las aguas negras le infunden miedo, pero eso no le impide advertir que el paisaje está incompleto. No aparece el Faro del Fin del Mundo (Land’s End Light): «Nunca he estado allí, pero algún día te lo enseñaré», anticipa Jennie, sin esconder la desilusión que le producen sus telas y dibujos. Sin malicia, le recomienda que se dedique al retrato. Empiezan a caminar y atraviesan un puente, casi una galería en penumbra, que insinúa un viaje en el tiempo. Mientras caminan, Jennie canta una triste melodía: «De donde vengo, nadie lo sabe, a donde voy van todas las cosas, el viento sopla, el mar se mueve… nadie lo sabe». Antes de separarse, Jennie pronuncia un deseo: «Deseo que esperes a que crezca para que estemos siempre juntos». Desaparece por un camino tenuemente iluminado por una solitaria farola. El sentimiento de irrealidad se desvanece cuando Eben abre el paquete olvidado y descubre que hay una bufanda. La bufanda es el testimonio de una experiencia incompatible con el tiempo real.
Dieterle enfatiza la importancia de la vocación artística en el diálogo que mantiene Eben con su amigo Gus, un taxista que le ayuda porque respeta al hombre que hace lo que quiere hacer, aunque le cueste la vida. La fatalidad del artista es que no puede hacer otra cosa y el fracaso no resta un ápice de valor a su esfuerzo. Gus se pregunta si la existencia pude reducirse a la rutina del mero subsistir o si es necesario hacer algo más. Gracias a la amistad de Gus, Eben consigue un encargo. Una taberna irlandesa le pide un mural sobre Michael Collins, pero sólo es un trabajo alimenticio, que no estimula el impulso creador. Eben concentra sus esfuerzos en el dibujo de Jennie. Al contemplarlo, Matthews reconoce en sus trazos la esencia de lo femenino. Eben confiesa sus dudas ante la señorita Spinney, la incertidumbre de cualquier artista en sus inicios, desbordado por un lenguaje que aún no domina. Poco después, se produce la segunda aparición de Jennie. Pese a la Depresión de 1929, los neoyorquinos patinan sobre hielo, intentando no desperdiciar los pequeños placeres. El sol brilla en lo alto y la cámara se sitúa en el suelo, ofreciéndonos un contrapicado de Eben, que también patina. Surge entonces la figura de Jennie. Es una silueta nimbada de luz, que avanza entre los edificios de Nueva York. Se agarran de la mano y se deslizan por el hielo. La escena transmite una sensación de vértigo y desconcierto, que se acentúa cuando Eben cae al suelo y Jennie estalla en carcajadas. Subestimado por la crítica, Dieterle revela un excelente dominio del ritmo cinematográfico, que se manifiesta en esta secuencia. Lo inverosímil se hace perfectamente creíble, sin perder su aire de misterio. La melancolía se mezcla con la confusión.

Eben le muestra la bufanda que conserva del encuentro anterior. Jennie no la reconoce y le pide que la conserve hasta que crezca. Habla de las acrobacias de sus padres sobre el alambre y de los riesgos a que se exponen. No hay tristeza en sus palabras, pero sí la intuición de algo terrible. Tras tomar un chocolate caliente, conciertan una cita para el sábado y se despiden. Mientras Eben contempla su figura recortándose sobre una luz blanca, casi etérea, aparece súbitamente Spinney, que mira en la misma dirección y sólo vislumbra un camino vacío.

Jennie no acude a la cita y Eben decide investigar. El Hammerstein es ahora una sala de cine y Dick, antes bailarín y ahora un anciano conserje que trabaja en la cabina de proyección, intenta recordar a los Appleton, pero al no conseguirlo lo envía a hablar con Clara Morgan: «Los negros son muy listos. Saben lo que es sufrir». Clara, que se ocupaba del guardarropa, recuerda perfectamente a los Appleton, el accidente que les costó la vida y conserva una fotografía de Jennie, que presenció todo. Eben regresa a Central Park, al banco donde encontró a Jennie la primera vez. El cielo se oscurece, los edificios parecen sombras gigantescas. Eben entiende que Jennie no es «una niña soñadora, sino un ser que huye del tiempo y la razón». Se escuchan unos sollozos. Es Jennie, que llora la pérdida de sus padres. Eben intenta consolarla, insistiendo en que al menos murieron juntos, haciendo lo que deseaban. Jennie se tranquiliza y escucha el sonido de las estrellas al encenderse en mitad de la noche. La cámara encuadra un primer plano de Eben y se aleja poco a poco, hasta ofrecer una perspectiva oblicua y ligeramente elevada. Jennie se ha esfumado de nuevo. La soledad de Eben adquiere un dramatismo inusitado y la hiperestesia de Jennie, capaz de escuchar la aparición de las estrellas, atestigua que no pertenece a este mundo.

Eben concluye su mural de Michael Collins, consciente de su mediocridad. Pasea por los muelles, acude al banco del parque, pero está vacío. Al llegar a su estudio, descubre la puerta entreabierta y a Jennie en su interior. Ya no es una niña, sino una joven que estudia en un colegio de monjas. Su mirada está llena de luz y su vestido blanco ilumina aún más un rostro que se encenderá al hablar de su amor hacia Eben. Eben le muestra el lienzo reservado para su retrato y comienza la obra que representará su madurez artística. Los encuentros y las separaciones se repiten. En el colegio de monjas, en el parque, en el estudio. Matthews y la señorita Spinney manifiestan su admiración por el cuadro. Eben está satisfecho, pero intuye que el fin del retrato implicará la separación definitiva.

Cuando Jennie posa por última vez, habla con Eben de su amor, de la distancia en el tiempo, del reencuentro tras el verano. Un primer plano de Jennie envuelta en una neblina irreal anticipa la dramática escena del faro. La muerte se extiende por el estudio como un humo tenue, casi imperceptible. Jennie se queda dormida, inmóvil, con la cabeza inclinada hacia delante. Su quietud nos recuerda una vez más que su vida se extinguió hace tiempo. Aunque Eben la despierta y la abraza con ternura, la muerte sigue presente, pero no es una muerte trágica, como la que muestra Hitchcock al final de Vértigo, cuando Scottie por fin supera su miedo a las alturas (o, mejor dicho, sus temores inconscientes), a costa de perder a Madeleine para siempre, sino una muerte que se interpone como un velo, manteniendo a los amantes en una zona indefinida, donde siguen de alguna manera juntos, incluso más unidos que en la vida real. Eben firma el cuadro, se besan y Jennie abandona el estudio inadvertidamente. Poco después comienza una tormenta. Pasan los meses, llega el otoño y Eben, incapaz de olvidar, visita el convento donde estudió Jennie. Habla con la hermana María Mercedes (Lillian Gish), que recuerda su belleza espiritual, extraña, y le enseña sus cartas, donde expresa su temor de no hallar a nadie a quien amar, de no conocer la felicidad del amor correspondido. Le informa de que Jennie murió el 5 de octubre de 1920. Ante su desconcierto, le advierte que no es posible comprenderlo todo, pero Eben decide viajar hasta el Faro del Fin del Mundo y esperar a Jennie. Cuando se marcha, la hermana Mercedes se inclina ante una Virgen y empieza a rezar. Su figura se recorta contra la pared, pero su sombra no es la sombra inquietante y fatal que aparece en las últimas escenas de Vértigo, empujando a Madeleine al vacío, sino una sombra que manifiesta lo incomprensible. El breve papel de Lillian Gish apenas le permite mostrar su enorme talento. Actriz extraordinaria, que no escatimó su envejecimiento a las cámaras, su simple presencia infunde credibilidad a cualquier relato y, en este caso, actúa como umbral de ese otro lado, donde se encuentra Jennie, esperando el amor que no conoció durante su corta vida.

Eben llega a Nueva Inglaterra y alquila un bote a un viejo lobo de mar. El marinero recuerda perfectamente a Jennie, pues también le alquiló una embarcación: «Había algo en ella que parecía venir de muy lejos». Evoca la enorme ola que hizo zozobrar el bote. Su violencia parecía inspirada por la cólera divina. Le aconseja que no se eche al mar, pues la niebla indica que no soplará el viento. Eben ignora el consejo y empieza a navegar de madrugada, consciente de que le espera una tormenta. El cielo se tiñe de verde, las nubes se agitan con violencia y comienzan los rayos. Aparece el faro, rodeado de escollos y azotado por un mar cada vez más furioso. Una escena paralela muestra a dos viejos marineros leyendo la Biblia: «Una tempestad hizo que los hombres se acordaran del Señor, pero el Señor no estaba en esa tempestad». Eben desembarca con dificultad y entra en el faro. Sube por una escalera de caracol. Su perfecta estructura está muy lejos de la rudimentaria escalera de madera del campanario de Vértigo, pero en ambos casos su aparición se presta a una interpretación que vincula el erotismo con la muerte. Freud atribuía un simbolismo sexual a las escaleras que aparecen en los sueños. En las últimas secuencias de Vértigo, Scottie, iracundo y desengañado, no logrará superar sus inhibiciones hasta subir las escaleras del campanario. Al superar cada escalón, el deseo se libera de las represiones, pero completar el recorrido acarreará la pérdida de objeto amado. En el caso de Jennie, Eben realizará un trayecto inverso. No subirá, sino que descenderá, pero el resultado será el mismo. Los amantes se encuentran, sin ignorar que será la última vez. La consumación implica la pérdida, pero la desolación de Scottie no es comparable a la de Eben. Jennie había muerto antes de tiempo. Necesitaba amar para conocer la vida. Eben era un artista mediocre porque aún no conocía el amor. El amor les ofrece una segunda oportunidad. Scottie sólo ha superado una fobia, que encubría un aspecto de su sexualidad. Es más libre, pero no más feliz. Se ha cumplido un rito de paso y ahora tendrá que aceptar la necesidad de una dolorosa pérdida.

El verde de la tempestad se convierte en carmesí en las escenas finales de Jennie. Eben yace en una cama y a su lado se encuentra la señorita Spinney, que lo observa con ternura. La inquietud de Eben se desvanece cuando reconoce la bufanda que Jennie olvidó en Central Park. No ha soñado: Jennie no es una visión, sino una vivencia. Todo está bien. La inmortalidad está reservada a quienes aman hasta el extremo de renunciar a sí mismos.

En Portrait of Jennie reaparece el interés por lo fantástico que Dieterle ya había manifestado en tal vez la más personal de sus películas, El hombre que vendió su alma (1941), una peculiar adaptación de Fausto trasladada al Massachusetts de 1940. En Portrait of Jennie, Eben Adams hallará la inspiración en el amor de Jennie Appleton, una joven, casi una niña, que murió ahogada en las costas de Nueva Inglaterra. Ni Dieterle ni August ignoraban el trasfondo de la historia que adaptaban al cine. Por eso, evitaron el claroscuro, pues entendieron que una película sobre un amor loco, irracional y su consumación por medio de la creación artística, necesitaba una luz filtrada, poética. Sólo una iluminación impresionista, que introduce pequeñas manchas de luz en la penumbra y que juega con los blancos y los grises, podía infundir credibilidad a un relato fantástico que discurre en Nueva York durante los años de la Gran Depresión. Hay ligeras referencias a la crisis económica, pero, ante todo, Nueva York es el marco donde surge y desaparece Jennie. En realidad, Portrait of Jennie recrea una perspectiva subjetiva, la visión pictórica y romántica de Eben, que sólo percibe formas, composiciones, manchas de luz. Es inevitable, por tanto, que prevalezca la percepción poética sobre la social, el formalismo sobre la política. Manhattan, el East River y el puente de Brooklyn parecen cuadros impresionistas. Dieterle y August consiguieron este efecto utilizando pinturas sobre cristal o un cañamazo de tela, sin disimular su textura. Experimentaron con filtros y contraluces. Filmaron la luz del norte y prescindieron de los objetivos de la época, demasiado perfectos para ofrecer una imagen estilizada del espacio urbano y crear esa atmósfera irreal que necesitaba la película.

Dieterle y August emplean los primeros planos para expresar la intimidad de sus personajes: la inseguridad, el miedo o la esperanza se reflejan en unos rostros que adquieren la máxima tensión cuando se encienden de amor o miran hacia atrás con melancolía, aceptando lo que han perdido. La cámara actúa como termómetro emocional. Los paseos en solitario de Eben trascurren en Central Park o en los muelles, con una luz declinante o en plena noche, ofreciendo un plano general, a veces angulado. Los encuentros entre Jennie y Eben explotan el primer plano. Sus rostros rebosan luz. Idealizados por la fotografía, desprenden pasión o misterio. Las últimas escenas en el estudio de Eben filman a Jennie con filtros que difuminan su imagen. Las vistas de Nueva York no son menos poéticas. Jennie transforma el mundo de Eben: su ciudad, su desván, su relación con la pintura. La música de Debussy, la voz en off de Joseph Cotten, la puesta en escena, marcan el tiempo del relato, que avanza con precisión, sin transiciones bruscas ni desfallecimientos.
 

Portrait of Jennie es una historia de amor, pero sus personajes parecen condenados a la soledad. La cámara siempre se reserva un último plano donde el actor aparece solo, contemplando el paisaje desde una ventana o un banco. El cuadro de Eben devuelve a Jennie a su mundo. Al firmar su retrato, cierra una puerta. Jennie ha concluido su viaje. En Portrait of Jennie, las ausencias casi siempre se producen bruscamente. La cámara escamotea el tránsito, las súbitas desapariciones de Jennie acentúan la impresión de transitar por un sueño. La luz se aclara o se oscurece, cae de forma vertical o dibuja un haz de rayos que penetran entre los rascacielos o los árboles de Central Park. La luz se percibe como algo físico: transida de frío o calor, estremecida de hastío o de júbilo, temblorosa o inmóvil. La luz que aparece en el claustro del convento en que estudia Jennie no parece de este mundo. Pese a estar muerta, el rostro de Jennie irradia luz, claridad. Su belleza recuerda la estética de los prerrafaelitas, a la hermosa Ofelia de John Everett Millais, exánime bajo las aguas. August capta todos los matices de la luz, los naturales y los sobrenaturales, estableciendo una analogía entre sus cambios y la evolución del relato. Las sombras y los perfiles parecen esculpidos por la luz.

La luz no es menos importante que el viento y la lluvia. El viento y la lluvia son algo más un que un aspecto del paisaje invernal u otoñal: son las manifestaciones de una naturaleza hostil. Un travelling nos sitúa en el ojo de la tempestad que reúne a los amantes por última vez. El ángulo inclinado del Faro del Fin del Mundo produce la sensación de vértigo que anuncia la catarsis. Los planos de la escalera de caracol recuerdan a la concepción del espacio de El gabinete del Doctor Caligari, donde las imágenes se retuercen y distorsionan, alterando la percepción del movimiento. El fugaz conocimiento del amor no puede vencer a la enorme ola que pondrá fin al viaje en el tiempo de Jennie.

Gracias a la sensibilidad de August, fotógrafo excepcional, y de Dieterle, gran aficionado a la pintura, los personajes secundarios sólo necesitan unos pocos planos para definirse y adquirir credibilidad. Ocupan pequeños escenarios (una cabina de proyección, un sencillo apartamento, una modesta galería de pintura), iluminados por una lámpara de escritorio, un quinqué, el reflejo de una pantalla o unos focos. Sus historias sólo se esbozan, pero no son meras comparsas. Dieterle siempre consideró que no hay personajes insignificantes. Ni en el cine ni en la vida real. Cada vida afecta al orden del cosmos, dejando un eco perdurable, que sólo el arte puede reflejar e inmortalizar.

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