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Por narices

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Casi todos tenemos en nuestra lengua términos despectivos hacia eso que los cursis llaman el Otro. Muchos de ellos se dedican a los miembros de países y culturas diferentes y, como son desdeñosos, tratamos de mantenerlos para uso interno sin dejar que el Otro se entere. Los japoneses se refieren a los occidentales como gaijin y en Tailandia nos llaman farang. Ambos términos son, en principio, meramente descriptivos. Gaijin significa nada más que extranjero y farang parece que deriva de frank o francés, usado luego para todos los europeos y, en general, para todos los blancos. El desprecio en ambas palabras viene sobreentendido para los locales, pues tanto los japoneses como los tais consideran que los extranjeros, por serlo, son manifiestamente inferiores a la propia estirpe. Desde las guerras del opio los chinos se han referido a nosotros, con un desprecio veteado por el pánico, como los diablos blancos.

A mí me gusta enterarme de estas expresiones y usarlas para referirme a mi condición de extranjero con mis amigos y colegas chinos, japoneses o tais, y así cogerles con el pie cambiado. Si el objeto de desprecio sabe que lo es y, más aún, se siente orgulloso de saberlo, se les crea una doble incomodidad. Por un lado, el extranjero sabe que no se le considera de casa y, por otro, se sienten obligados a pedir disculpas por su propia cultura si no quieren perder la cara. Así se recompone el equilibrio roto por la afrenta y uno pasa a ser otro cuate más. El Otro, blanco en este caso, queda blindado ante el desprecio y, entonces, de qué vale éste. Por desgracia, en estos tiempos de globalización, el truco funciona mal, porque todo el mundo sabe ya que en Japón un blanco es un gaijin, en Tailandia un farang y un diablo ídem en China. Así que la lengua busca nuevos modos de mantener las distancias para seguir poniendo en su sitio a los extranjeros y genera términos que sólo los iniciados deben conocer.

Cuando la empujé más allá de sus defensas de cortesía, una colega china me descubrió uno nuevo. Los blancos somos también dabizi, lo que puede traducirse como poseedores de una nariz grande o, dejándose de lado la corrección política, como narizotas. Una vez más, descripción y contexto se mezclan. En términos generales, los blancos tenemos un puente nasal más prominente que el de los chinos, pero si se considera que una nariz grande detrae también de la belleza de una cara, ese rasgo facial se convierte en una imperfección y un motivo para la guasa de quienes están en el ajo, que es de lo que se trataba. Hasta ahí todo concuerda. Pero, con el descuido que se suscita cuando al Otro se le abren las puertas y ya es uno de los nuestros, mi colega se fue de la lengua. «Y a los japoneses les llamamos xiaobizi», me decía entre risas cómplices.

Xiaobizi, claro, se traduce por nariz pequeña. Y eso intriga. Es obvio que entre japoneses y chinos no hay grandes diferencias en punto a napias. Cabría pensar, con buenas razones, que el contraste es, pues, fruto de una falta de información. Al cabo, los chinos siempre han sabido muy poco del mundo exterior. La maldición de Babel, el tamaño del país y su gran poderío se encargaron de hacerles creer durante siglos que ellos eran especiales, superiores al resto. Hoy, los comunistas siguen la tradición y procuran mantenerlos en la inopia nacional tanto como pueden. El presupuesto para seguridad interior supera a los gastos de defensa y la Gran Muralla digital funciona con una eficacia que la análoga nunca tuvo. Eso es, al menos, lo que uno había oído decir y aceptado con la fe del carbonero. Ahora he podido comprobar en mis propias carnes que es cierto. En fecha tan reciente como septiembre de 2012 aún podía navegarse plácidamente por Internet en inglés, siempre que uno no intentase jugarse la pasta o averiguar por qué jadeaba tan intensamente Maria Ozawa, una famosa estrella del porno nipón. Pero en octubre, The New York Times informó de que la fortuna de los familiares de Wen Jiabao, el primer ministro saliente, llegaba a los 2,7 millardos de dólares y, desde entonces, sus páginas web están vedadas. El diario no comprendía que sólo el hábito del ahorro, y nada más, había permitido a su anciana madre hacerse una hucha superior a los cien millones con su sueldo de maestra. Otro tanto le había pasado ya en junio a la agencia Bloomberg por apuntar que la extensa familia de Xi Jinping, el nuevo líder comunista, sólo llegaba a los 327 millones. Los cierres han ido en aumento desde la inauguración del nuevo Comité Permanente del Partido, su gran órgano de decisión, y en diciembre de 2012 tampoco puede consultarse The Wall Street Journal; el uso de Gmail es una pesadilla; y hasta Skype se corta cada dos por tres. Mientras escribo (23 de diciembre de 2012) me deniegan el acceso a Google, seguramente porque he tratado de confirmar algunos otros datos inconvenientes. China es, cada vez más, una cárcel electrónica.

Todo esto no hace demasiada gracia a los chinos de a pie, que andan metidos en una guerrilla informática contra Gran Hermano. Son los efímeros weibos que, aun fugaces, esquivan durante unos minutos o unas horas al censor avisado y se pasan de un iPhone a otro por millones. A menudo no contienen sino la información oficial porque, como suelen decir por aquí, «nada es cierto hasta que el gobierno lo desmiente». Pero el neomandarinato no está inerme. Más allá de la Gran Muralla digital cuenta aún con el resentimiento hacia el exterior que comparten millones de chinos, por más críticos que sean con la corrupción de sus dirigentes. El Partido lo sabe y se encarga de alimentarlo generosamente, como lo ha escenificado en las recientes manifestaciones antijaponesas por las disputas territoriales en el Pacífico occidental.

Y ahora podemos entender lo de los japoneses y sus naricillas. No son feos porque las tengan pequeñas. Son feos y malos porque sí. Porque no son chinos.

Por narices.

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Ficha técnica

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