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¿Es hora de amortajar a Donald Trump?

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Desde 1894, Estados Unidos celebra el Día del Trabajo (Labor Day) el primer lunes del mes de septiembre. Es uno de los pocos países que no lo conmemora el Primero de Mayo.

Esa vacación federal ha marcado tradicionalmente el fin del verano. En torno a ella solían abrir las escuelas, se celebraban grandes actividades deportivas como las 500 millas NASCAR o el primer partido de la National Football League y la vida cotidiana volvía a su rutina. Solía apostillarse que después de ese día dejaba de ser de buen tono vestirse de blanco pues el verano había acabado irremisiblemente y nada se sacaba de añorarlo. Cada día tiene su afán.

En los años bisiestos, Labor Day fijaba el comienzo de las campañas electorales para la presidencia del país. Los dos grandes partidos habían celebrado sus convenciones en agosto y habían escogido a sus candidatos para unas elecciones que, desde 1845, se celebran el primer martes después del primer lunes de noviembre. El público y los medios prestaban mayor atención a sus programas y a sus debates y se disponían a decidir su voto, un esquema que nunca se ha ajustado plenamente a la realidad, pero ha servido para caracterizar a grandes rasgos la conducta cíclica del electorado… hasta la elección del presidente Trump en 2016.

Desde ese momento, Estados Unidos ha vivido en una endémica campaña electoral que finalmente entra en su etapa decisiva. En éste y en los siguientes blogs, hasta que pueda comentar el resultado de esas elecciones (el 9 de noviembre), me ocuparé de diversos aspectos que, a mi entender, van a ser decisivos en los resultados. No son precisamente los que suelen recoger en sus crónicas los grandes medios escritos y audiovisuales de nuestro país, encerrados en los mismos tópicos que han llevado a los medios liberales y progresistas del otro lado del Atlántico a dar por segura la derrota del presidente Trump.

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La campaña electoral de 2020 comenzó, pues, en la mañana misma del 9 de noviembre de 2016, cuando un amplio y poderoso bloque de instituciones e intereses, obligado a digerir la ingrata nueva del triunfo de Donald J. Trump sobre Hillary R. Clinton, se decidió por una oposición sin tregua ni cuartel al nuevo presidente, sin excluir la legitimidad del propio resultado electoral. Clinton había obtenido 65.853.514 votos frente a los 62.984.828 de Trump; una diferencia de casi tres millones. Según el bloque opositor, el pueblo americano había hablado alto y claro, pero no había conseguido hacer oír su voz.

La elección presidencial americana, empero, no se decide por votación popular sino por la mayoría obtenida en un llamado Colegio Electoral compuesto por 531 compromisarios —un número equivalente a la suma de representantes y senadores que conforman el poder legislativo en Estados Unidos— elegidos en cada uno de los estados de la Unión según el peso demográfico que les corresponde más dos para cada uno de ellos, como sucede con los senadores nacionales. Y Trump se había alzado allí con 304 votos sobre los 227 de Clinton en un proceso de innegable limpieza constitucional. 

El amplio y poderoso bloque de oposición al nuevo presidente incluía al partido demócrata con sus millones de militantes y votantes; a numerosos sectores de la sociedad civil agrupados en una miríada de colectivos liberales y progresistas; a grandes medios de comunicación (The New York Times y The Washington Post a la cabecera de los medios escritos; CNN y MSNBC entre los audiovisuales; radios locales sindicadas; revistas orientadas a audiencias con un alto grado de educación formal como The New Yorker o The Atlantic; y hasta la cadena semipública de noticias NPR, subvencionada parcialmente con el dinero de todos los contribuyentes); a millones de participantes en redes sociales como Facebook o Twitter; a abundantes miembros de las burocracias públicas; y, por supuesto, a un gran número de americanos no afiliados a ningún partido pero opuestos a las políticas del candidato republicano o inquietos por sus consecuencias. Ítem más, un no despreciable contingente de Never Trumpers, antiguos republicanos irritados por lo que consideraban la rendición de su partido a un desaprensivo cuya fortuna provenía del tenebroso mundo del ladrillo neoyorquino y de los no menos turbios casinos de Atlantic City. (Inciso: la literatura al respecto, de por sí amplia, ha añadido un nuevo ejemplar en estos últimos días con Kleptopia: How Dirty Money Is Conquering the World, Kindle Edition, de Tom Burgis, Harper, Nueva York 2020).

La existencia de una oposición abierta y bien organizada forma parte de los equilibrios institucionales en las democracias consolidadas. Lo que llama la atención en el caso de Trump es su tajante pertinacia en negar, más allá del proceso electoral, la legitimidad misma de su victoria, ya en su origen, ya en su ejercicio.

Desde un primer momento no cesaron las acusaciones de que el éxito de Trump sólo podía deberse a manejos rayanos en la traición como el llamado Russiagate, es decir, a la ayuda ilícita del gobierno ruso y de sus agencias de contra información para desequilibrar la elección en su favor. Y cuando esas denuncias de colusión se diluyeron en la nada, la oposición insistió en que una conversación, abierta a un gran número de oyentes, entre el presidente y su homólogo de Ucrania había excedido todos los límites aceptables y se había convertido en uno de esos high crimes and misdemeanors que la Constitución considera motivo suficiente para iniciar un proceso de destitución (impeachment) por parte de los altos magistrados de la nación. Ambas investigaciones mantuvieron ocupados al presidente y a su administración por más de dos años y medio sin, al parecer, haber alcanzado su objetivo básico de hacer imposible su reelección.

 

A finales de 2019, por más que las grandes centrales informativas de la oposición insistieran sin cesar en presentar a Trump como el responsable de todos los problemas con que se enfrentaba la sociedad estadounidense y en mostrar su radical incapacidad para resolverlos, su apoyo popular, sin subir del 50%, se mantenía en un estable 42-45% que le ponía a tiro de un nuevo éxito tan pronto consiguiese arrastrar votos entre los electores independientes. Como solía decirse entonces, sólo el presidente podía hundir su propia candidatura.

Y ése era un peligro muy real a pesar de su gran logro: la buena marcha de la economía estadounidense.                    

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Sus adversarios del partido demócrata insisten en que Trump heredó la larga recuperación económica que caracterizó la etapa Obama-Biden (2009-2016) y se ha limitado a mantenerla sin grandes cambios. Esa expansión, sin embargo, había sido la más lenta de las décadas recientes y a punto estuvo de acabar con una recesión en 2016. La llegada de Trump, por el contrario, liberó dos de los frenos (impuestos y regulaciones) que limitaron el crecimiento económico durante aquellos años y dio un importante empujón a la economía en su conjunto

Su reforma fiscal de 2017 redujo los impuestos a la repatriación de beneficios obtenidos en el exterior por las empresas estadounidenses y estimuló su contribución a la economía nacional con un aumento de la inversión, subidas salariales y mayores beneficios para los accionistas. Esas medidas indujeron a su vez una expansión de los gastos de capital (capex en la jerga especializada) con su habitual secuela de creación de nuevos puestos de trabajo y subidas de productividad. 

El complemento fue una reducción de las regulaciones impuestas a la actividad económica tras la Gran Recesión de 2008-2009. Trump redujo las restricciones en el campo energético y amplió las áreas de exploración, lo que generó un salto adelante en la producción de petróleo y gas y convirtió a Estados Unidos en un exportador neto de esos productos, reduciendo la capacidad de influencia en su economía de los productores tradicionales de la OPEP y de Rusia. También liberó a la banca de las regulaciones excesivas en la concesión de créditos que había impuesto la reforma Dodd-Frank en 2010.

Esas reformas impulsaron el crecimiento de la economía, que en los primeros meses de 2018 trepó por encima del 3% anual, pero su mayor impacto se experimentó en el mercado de trabajo. La tasa de paro cayó al 3,5% en septiembre de 2019, a pesar de que entre los economistas del partido demócrata se suponía que el 4,7% alcanzado en 2016 difícilmente podría ser superado. Más aún: esa tasa de 3,5% se logró al tiempo que la participación en el mercado de trabajo subía al 83,1% y, entre los hombres en edad de trabajar, superaba el 89%. En resumen: cuanto mayor número de trabajadores, menos paro.

Tras una larga etapa de estancamiento, los aumentos salariales ajustados por la inflación se aceleraron sustancialmente entre los trabajadores menos especializados y las minorías que habían sufrido más durante los años de Obama. En los tres primeros años de Trump la media salarial semanal de los negros subió el 19% hasta USD806, por comparación con el 11% a lo largo de los siete años posteriores a la recesión 2009.

Y —resumía The Wall Street Journal en su análisis general— «bajo Obama-Biden la combinación de una política monetaria laxa, altos impuestos e hiperregulación benefició a los trabajadores con mayor nivel educativo de las empresas tecnológicas y financieras sobre el resto; a los inversores a expensas de las rentas laborales; y a las grandes compañías por encima de las de menor tamaño. Todas esas desigualdades empezaron a disminuir bajo Trump».

No en balde el presidente consideraba que la economía iba a convertirse en su pasaporte para un nuevo mandato.

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Y en eso llegó la pandemia, alias COVID-19, alias virus de Wuhan —un acontecimiento sorprendente para la inmensa mayoría de quienes nos encontramos vivos hoy en día por su falta de precedentes cercanos—. «Tras la Segunda Guerra Mundial y a pesar de la amenaza de guerra nuclear que ensombrecía el ambiente, se afianzó la idea de que la humanidad podía habérselas con la mayoría de las catástrofes naturales, de los desastres sanitarios y de las variaciones del ciclo de negocios. No era una ilusión por completo utópica, pues la vida había devenido más predecible que en el pasado. Con la desaparición de la Unión Soviética, la intimidación nuclear se esfumó y la autoconfianza occidental subió de grado. A lo largo de los últimos treinta años el mundo se ha convertido en una civilización global con una organización intrincada, masivamente compleja, extraordinariamente vigorosa y de un dinamismo extremo. La pandemia […] muestra que la complejidad de esa civilización global ha generado nuevas variedades de fragilidad. Como la legitimidad de muchas instituciones depende de su capacidad para resolver problemas rápida y eficazmente, el COVID-19 ha enfrentado a los líderes y a las instituciones políticas con desafíos no fácilmente solubles».

Un comentario que se hubiera aplicado con justicia a su principal destinatario —el actual presidente de Estados Unidos—. Si alguno de los políticos actuales ha tratado de proyectar una imagen de vivacidad y eficacia económica, de ir siempre por delante de los acontecimientos, ése ha sido Donald Trump. Pero, con ayuda de los medios de oposición, la pandemia se encargó en convertir esa imagen, tan asiduamente cultivada, en una trampa de la que le ha resultado difícil escapar.

En mayo pasado, Edward Luce, el corresponsal jefe del Financial Times en Estados Unidos, dedicó un largo artículo (cerca de 5000 palabras) a la respuesta del presidente a la crisis sanitaria. El trabajo, que apareció en los momentos álgidos de la pandemia en Estados Unidos https://www.ft.com/content/97dc7de6-940b-11ea-abcd-371e24b679ed?segmentId=61fa9c9f-8384-eee5-cb7f-5da0b26c0008, y que —en una excepción a la muralla digital que protege los contenidos del diario británico— era de acceso libre, ha servido para establecer las grandes líneas de ataque a la respuesta de Trump a la pandemia. El análisis de Luce dibujaba la imagen de un presidente que, enfrentado a la mayor crisis de su mandato, resultaba incapaz de estimar su alcance y, menos aún, de adoptar las medidas necesarias para enfrentarla.

El 6 de marzo, Trump había visitado el Centro de Control y Prevención Sanitaria en Atlanta, uno de los mejores centros de investigación sanitaria del país, para alertar de una posible expansión del virus y tranquilizar a sus conciudadanos porque, decía, estaba bajo control. Esa gira marcó un punto de inflexión en su óptica, pues pocos días antes, con un optimismo injustificado, había asegurado que, pronto, los contagios iban a decaer.

Trump se debatía así entre la negación de la crisis y la aceptación de que podría alcanzar mayor entidad, sin querer definir claramente su posición. Sus decisiones futuras iban a estar dominadas por esa ambivalencia entre la lucha contra la pandemia y la propaganda política. Por ejemplo, con ocasión de su visita a Atlanta, anunció que en la semana siguiente estarían disponibles cuatro millones de tests. «Todo el que lo desee podrá someterse a uno». Pero, recordaba Luce, diez semanas más tarde la promesa permanecía incumplida porque el verdadero número de pruebas disponibles en aquel marzo 6 no pasaba de 75.000.

Peor aún le saldría la bravata de que «el mundo entero nos está mirando». Por el contrario, «la historia señalará la aparición del COVID-19 como el momento en que [el liderazgo global de Estados Unidos] dejó de existir. No ha habido puentes aéreos de suministros. América ni siquiera ha podido autoabastecerse».

El presidente había fallado a Estados Unidos, era la conclusión de Luce, y esa es la visión que han recordado tercamente los medios opositores al presidente, los cuales ven en esa crítica la mejor forma de limitar sus posibilidades de reelección.

¿Pero fue Trump el único líder que no acertó a distinguir con claridad entre propaganda y sensatez? En sus formas de expresión, el presidente ha tendido a trivializar la seriedad de la pandemia y a ofrecer explicaciones pintorescas, aunque no exentas de sensatez. Pero en mi opinión, sobre su desarrollo ha emergido una diferencia importante entre quienes ponen por delante la lucha a cualquier precio contra el virus y quienes han subrayado la importancia de que la economía no se fuera al garete.

Contra lo que suelen mantener los primeros, entre los que se encuentran muchos gobernadores y líderes del partido demócrata, así como la mayoría de los medios de oposición a Trump, esa diferencia no deriva en exclusiva de su falta de respeto hacia la experiencia científica. En su fondo subyacen también dos opciones políticas contrapuestas entre las que hay decidir: o subordinamos la economía —y, en consecuencia, el futuro— a una improbable garantía de seguridad para todos o habrá que buscar fórmulas para que la catástrofe sanitaria no arrastre consigo al bienestar de las generaciones actuales y futuras. 

Si de algo han servido los fracasos en la lucha contra la pandemia ha sido para hacernos dudar de que más allá del método científico de trial and error y de algunas verdades de sentido común (por ejemplo, que la transmisión del virus se facilita en espacios cerrados y concurridos; que las residencias de ancianos, por su diseño y características, favorecen su expansión), aún sabemos muy poco sobre los orígenes de los contagios, los grupos de riesgo, las eventuales mutaciones del COVID-19, sus rebrotes y demás. Con la escasa perspectiva que tenemos no puede decirse, pues, que sea el presidente el único que se ha dejado llevar por las posibles ventajas políticas que ofrecía esta inoportuna y desastrosa peste contemporánea.

Los críticos del confinamiento concebido como única medida posible para evitar los estragos del virus no dejan de tener razón. En Estados Unidos la caída del PIB durante el segundo trimestre de 2020 (-32.9%) fue la mayor que se recuerda, pero quien más sufrió fue el consumo (-34.6%), dada la brutal reducción que confinamientos y cierres de empresas crearon en el transporte y las actividades de ocio, restauración y hostelería. Aunque el Congreso decidió dar luz verde a un aumento del gasto en transferencias a diversos sectores por cerca de tres billones de dólares, el declive de la economía en su conjunto fue muy superior. «Esas transferencias son insostenibles fiscalmente y el segundo trimestre muestra lo que sería una economía en manos de los políticos. Más transferencias sólo retrasarán y paralizarán la recuperación al hacer que muchos trabajadores se queden atrás».

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Este es el panorama político que, a mi entender, se abre en Estados Unidos luego de Labor Day: un enfrentamiento entre quienes temen a Trump más que al virus y quienes confían en que seguirá habiendo vida más allá de la pandemia. Los opositores del presidente están convencidos de que su ignorancia, sus patinazos y sus errores en la respuesta al COVID-19 le han condenado a una irremisible derrota en noviembre 3 y, en buena medida, han empezado no ya a amortizarlo, sino directamente a amortajarlo. Esas expectativas pueden ser tan exageradas como las de quienes anunciaron en vida el fallecimiento de Mark Twain.

Los electores americanos lo aclararán.

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Ficha técnica

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