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Una leyenda

De obra insigne y heroica a octava maravilla del mundo. La fama de El Escorial en el siglo XVI

JESÚS SAENZ DE MIERA

Sociedad Estatal para la Acción Cultural Exterior. Madrid, 502 págs.

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A mediados del siglo XVII, en el último capítulo de sus Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura, aquel que sirve de «conclusión de este digno escrito en el que se vindican los profesores españoles», Jusepe Martínez se preguntaba por cuáles eran las razones que podían explicar el hecho verdaderamente sorprendente de que mientras en todo el mundo se reconocía el talento de los teólogos, los juristas y los poetas españoles, que gozaban de un reconocido prestigio, no sucedía lo mismo con nuestros artistas cuyos nombres y cuyas obras eran completamente desconocidos más allá de nuestras fronteras. Y eso justo en el momento en el que el Siglo de Oro de nuestras artes brillaba con su máximo esplendor.

Indudablemente, se trataba de un hecho sorprendente, incluso podríamos decir paradójico, y no fue Martínez el único en hacerse semejante pregunta ni en tratar de encontrar una respuesta para ella. Entre los que también lo hicieron está otro pintor de origen italiano, Eugenio Caxés, que intentaba explicarle aquel porqué a un compatriota suyo llegado en el séquito del Marqués de la Torre. Tras señalar cómo las dos primeras razones para ello eran la falta de confianza endémica que los españoles tenemos en nuestro propio talento y que, cuando viajaban fuera de nuestras tierras en misiones militares o diplomáticas, los nobles de este país se preocuparon más de enriquecer sus colecciones con obras de los mejores artistas flamencos e italianos que de promocionar el arte de sus compatriotas, señalaba que: «La tercera [razón] es que todas las naciones menos ésta tienen tal inclinación a grabar en estampas, para que todo el mundo vea lo sutil de sus ingenios, así en obras mayores como menores, y como vos sabéis en vuestra Roma e Italia han grabado tres y cuatro veces una misma cosa, hasta las piedras viejas, donde por este medio han adquirido grande fama y estimación; bien al contrario de lo que sucede en nuestra España, que, si lo que hasta ahora hay obrado se grabara la centésima parte de lo admirable que hay, superara a muchas provincias, así en pintura como en escultura y arquitectura».

El análisis de Caxés coincidía plenamente con el de Martínez, que consideraba «desdicha grande para nuestra patria» el hecho de «que habiendo en ella edificios tan soberanos y dignos de memoria, así de pinturas como de esculturas y arquitecturas, por falta de haberlos sacado a estampa, quedan oscuras y sin nombre para las otras naciones; y así no me admiro que Italia tenga a esta nación por inútil en estas artes». En todo el Siglo de Oro apenas podemos mencionar algo más que un par de empeños similares: el de Diego de Astor a partir de pinturas del Greco y el que lleva a cabo Matías de Arteaga grabando composiciones de Murillo, Alonso Cano y Valdés Leal; y aún éste constituyó un rotundo fracaso por la ausencia completa de demanda.

Por eso –por lo inusual, por lo excepcional del empeño– es por lo que adquiere una relevancia muy especial el hecho de que, por iniciativa de Juan de Herrera, Pedro Perret hiciera una serie de doce grabados sobre dibujos del propio arquitecto que se publicaron en 1589 junto con un opúsculo, también suyo, titulado Sumario y breve declaración de los diseños y estampas de lafábrica de San Lorencio el Real del Escorial, del que se hizo una tirada de cuatro mil ejemplares, y mediante el cual Herrera trataba de unir indisolublemente su nombre al del monasterio y controlar la imagen de un edificio que en aquellos momentos se sabía destinado a ser famoso, pues con tal vocación había sido concebido desde un principio por su propio fundador.

Y no se equivocó Herrera, porque aquellos grabados, y en especial el conocido como el «séptimo diseño» –una vista en perspectiva caballera de todo el edificio en la que está ausente cualquier tipo de visión pintoresca o anecdótica–, fueron desde entonces y hasta hoy «la imagen» a través de la cual pasó a formar parte del imaginario colectivo la que ya entonces se consideraba como la octava maravilla del mundo. Una «imagen» que con mínimas variaciones es la que vemos repetirse una y otra vez en los innumerables dibujos, grabados y pinturas que se han hecho de aquella fábrica: tal y como la concibió Herrera fue como la representaron Jean L'Hermite, Pedro de Villafranca y Juan Bautista Martínez del Mazo, por ejemplo; y también fue así como apareció en dos de los libros que tuvieron mayor repercusión en su tiempo: el Theatrum orbis terrarum de Abraham Ortelius y el Civitatisorbis terrarum de Georg Braum y Frans Hogenberg, gracias a los cuales la imagen del monasterio escurialense se convirtió en una imagen familiar para todos los europeos de una cierta formación.

Indudablemente –y probablemente estos eran los motivos fundamentales que movieron a Herrera–, con esta empresa el arquitecto buscaba ganar dinero y asegurar su fama. Pero esto no obsta en absoluto para que un empeño editorial de este tipo tuviera una lógica absoluta dentro de lo que eran los esquemas mentales y las intenciones de Felipe II con respecto a aquel edificio; y, de hecho, el propio rey se preocupó muy mucho de que los visitantes ilustres que recibía el monasterio salieran con un ejemplar del Sumario bajo el brazo. Es cierto que aún quedan algunos historiadores que mantienen de alguna manera los ecos de la leyenda negra y que, aunque evidentemente no consideran ya aquel lugar como un sitio tétrico y siniestro, sí siguen hablando del aislamiento casi absoluto en que se encontraba el edificio, derivado de la soledad de aquellos parajes y de la dureza de su clima.

El Escorial, sin embargo, no sólo fue un lugar visitado, sino incluso muy visitado. Consciente como era de estar creando una fábrica extraordinaria, Felipe II tuvo pronta certeza de que su obra sería motivo de expectación general y dispuso una serie de normas para regular su asequibilidad y establecer las condiciones en que debía visitarse, siempre con la compañía de uno de los monjes que hacía las veces de cicerone. Y el número de personas de toda índole que acudía a visitar el monasterio era tal que –a pesar de que el propio rey había prohibido que a las mujeres se les franqueara la entrada a otro lugar del edificio que no fuera la iglesia–, como escribía el padre Sigüenza a principios del siglo XVII, para hacer de guías «son menester hombres que tengan pies de bronce y no menos caridad que Abraham, porque acontece a cada paso haberla andado a mostrar con unos y llegar luego otros, y luego otros, y todos tan ganosos o tan impacientes, si no les acuden con mucha puntualidad a su gusto, como si fueran ellos solos con quienes se había de cumplir; hácese todo lo posible y no basta».

No es la crónica de la construcción ni del edificio, sino de su fama, la que ha emprendido en este libro Saenz de Miera, analizando de una manera ejemplar todos los textos que se publicaron sobre El Escorial en vida de Felipe II, desde las Memorias de fray Juan de San Jerónimo hasta la Octava maravilla del mundo del doctor Almela, el más ambicioso y el último de los que se le dedicaron en el siglo XVI .

Una crónica compleja porque desde el primer momento, incluso antes de que se empezara a construir materialmente el edificio, se empezó a ir tejiendo –entre otros por el mismo rey– ya una leyenda en torno al Escorial y a las razones que motivaron su construcción, escribiendo de alguna manera la «verdadera historia oficial» que paulatinamente va desvinculando la fundación del monasterio de los acontecimientos de San Quintín para insistir cada vez más en su condición de panteón dinástico y que tiene su punto de arranque en la propia carta fundacional, en la que ya no se menciona el famoso voto que, en última instancia, recordaba la profanación de un lugar sagrado que ahora se consideraba más adecuado olvidar.

La complejidad de este proceso quedaría perfectamente reflejada, por ejemplo, en los textos de Diego Pérez de Mesa que, escritos en la última década del siglo, reflejan el cúmulo de suposiciones y certezas que orlaban a El Escorial y que reflejó con tanta prontitud como continuidad la incertidumbre sobre su origen. En este terreno, como señala Saenz de Miera, «el sinuoso proceder del monarca fue determinante para que el origen del Escorial deviniese todo un enigma» que acabaría obligando al padre Sigüenza a hacer de su descripción del monasterio la versión oficial, desmintiendo a aquellos que situaban el origen del proyecto en el voto real.

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