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El paraíso perdido

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Señor director:

Con sorpresa sólo relativa he visto el artículo de Maribel Fierro aparecido en Revista de libros (octubre de 2004) bajo el título «Idealización de al-Andalus», en que se critica mi libro La quimera de al-Andalus. Sorpresa porque manifieste poca disposición a comentarlo por sentirse «coaccionada», habida cuenta de que en mi nota preliminar (de menos de una página) expreso mi agradecimiento a las personas que posibilitaron y apoyaron la publicación de Al-Andalus contra España. Mi reconocimiento provoca sus temores: que Dios nos proteja de parejas fintas dialécticas.

Sin embargo, lo principal –y aquí viene la relatividad de la sorpresa-es que insiste en la vía de críticos anteriores (no todos, ni mucho menos, fueron contrarios): en dos líneas acepta de mala gana lo acertado del fondo de cuanto digo pero… El pero es que lo digo, en vez de permanecer en silencio ante el abuso que se está haciendo en nuestros días de la idealización beata y boba de alAndalus. Como tantos arabistas, vaya. Y si otros abren la boca es para defender hasta lo indefendible en asuntos ya más graves y tristes que trascienden con mucho los estudios del pasado o la necesidad de buscar la verdad histórica.

Fierro –también como otros-reduce este esfuerzo a «mis obsesiones» (¿se atreverán de una vez a aclarar cuáles son esas obsesiones?) proyectadas en una caricatura quijotesca. Las cinco ediciones del primer libro y las dos del segundo, pese a su reciente aparición, parecen indicar que hay bastante gente ilustrada con «obsesiones» similares, compañía que me compensa no poco y cuya existencia –metidos a hacer juicios de intenciones, como hace Fierro– incomoda a este género de críticos, podríamos sospechar. Nunca he pretendido estar presentando «un descubrimiento sensacional, tan solo el estudio, ordenación y puesta a flote de numerosos materiales dispersos que en buena medida conocían y conocen historiadores y arabistas, junto a otros recolectados y trabajados en directo por el autor» (Al-Andaluscontra España, pág. 218). Pero tampoco se lo sabían todo, como sugiere Fierro: menos lobos, Caperucita.

Afirma que adjudico falsamente a Pierre Guichard confusión entre matriarcal y matrilineal: que vea el libro Al-Andalus del autor, págs. 106 y 121, nota 51, y, por favor, que no omita –como hace– el juicio global favorable que la obra del francés me merece; o como abunda respecto al libro de Nieves Paradela que, en general, apruebo y apoyo, aunque discrepo de algún pasaje: ¿me autoriza Fierro a tal atrevimiento? No le gusta que manifieste respeto por la obra de Sánchez Albornoz y por la de don Emilio García Gómez, en tanto no dedico idéntica consideración para Américo Castro. ¿Y qué? ¿No estoy en mi derecho de valorar, argumentando, más a uno que al otro? En líneas generales, soy respetuoso con los arabistas por razones mínimas de ética profesional fáciles de imaginar y comprender, aunque sin aquiescencia perruna y también admito que, en ocasiones, el guante blanco que me calo –ni comprendido ni apreciado– puede resultar excesivo, como sucede con una obra colectiva en la que participó la misma Fierro, pero qué le vamos a hacer: esta moral de cristianos viejos nos lleva por semejantes andurriales.

Ojalá que se dejaran de cuestiones marginales y entrasen a fondo a discutir si en América hubo o no moriscos, si éstos eran españoles o si los árabes han perdido, o no, la chaveta en sus ensoñaciones sobre al-Andalus. Ojalá, porque llevarían las de perder. Mis dos tesis centrales se mantienen incólumes: ni alAndalus fue un paraíso, ni las reminiscencias hispanomusulmanas dan para mucho más que organizar simposios a la sombra de la Junta de Andalucía. Y hay arabistas –demasiados– a quienes no gusta que se les recuerde, porque el chiringuito se tambalea.

 

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Ficha técnica

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