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Un desafío al liberalismo, en nombre de la libertad

Republicanism. A Theory of Freedom and Government

PHILIP PETTIT

Oxford University Press, 1997

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Una mujer que puede ser maltratada por el marido sin poder resistir ni obtener desagravio; un trabajador vulnerable ante todo tipo de abusos, mezquinos y graves, por parte de quien le emplea o de un superior; una persona que, necesitada de ayuda financiera, queda a merced del que le presta dinero; un pensionista sujeto al capricho de un funcionario para recibir la pensión que legítimamente le corresponde; un enfermo sometido a la buena voluntad del médico para ser curado; una estudiante que sabe que su carrera no depende de la calidad de sus trabajos, sino de la mayor o menor simpatía del docente; un ciudadano que puede dar con sus huesos en la cárcel al arbitrio de la policía. Según la doctrina predominante de la libertad política, aquella que comúnmente llamamos concepción negativa de la libertad, en ninguno de estos casos puede hablarse de violación o reducción de la libertad. La concepción negativa de la libertad afirma, en efecto, que sólo existe violación de la libertad cuando hay interferencia o coerción. Puesto que en ninguna de las situaciones que he mencionado se da interferencia o coerción, no es lícito hablar de ausencia o violación de la libertad.

Si aceptamos, en cambio, otra concepción más antigua de la libertad política, según la cual ser libre no quiere decir no sufrir interferencia o coerción, sino no depender de la voluntad arbitraria de otros individuos, todos los casos en cuestión pueden, es más, deben ser descritos como ejemplos de falta de libertad.

Mientras que la primera concepción de la libertad, la libertad como ausencia de interferencia o coerción, es típica del liberalismo, la segunda, la libertad como ausencia de dependencia, es el corazón del republicanismo. Se trata de aquella antigua y variada tradición de pensamiento que tiene su origen en los pensadores políticos de la Roma republicana y se desarrolla después en el humanismo cívico, en las páginas del Maquiavelo de los Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, para confluir después en el lenguaje político de los Commonwealthmen ingleses y de la Revolución francesa, y más tarde en los movimientos democráticos y en el liberalismo radical del siglo XIX.

Desde hace unos veinte años, esta tradición viene siendo objeto de una intensa y apasionada investigación histórica que ha producido una vastísima literatura, no exenta de encendidas polémicas sobre el significado histórico de la obra de este o aquel autor, y sobre el contenido y los límites de la tradición republicana en general.

Sin embargo, en los últimos años, ha tomado forma en el mundo anglosajón un auténtico republicanismo teórico, esto es, un conjunto de estudios que no aspiran a explicar qué es lo que han dicho, pongamos, Maquiavelo o Milton, sino que proponen una teoría de la libertad y del gobierno republicano como ideales que hay que perseguir para mejorar nuestras sociedades democráticas, y sostienen la superioridad de estos ideales tanto respecto al liberalismo como respecto a las diversas tendencias de pensamiento comunitarias y populistas. En este contexto intelectual se sitúa el libro de Philip Pettit, que es una auténtica síntesis teórica del republicanismo contemporáneo.

El republicanismo, explica Pettit, es una teoría que asume como criterio ideal fundamental el principio de la libertad entendida como ausencia de dominación o ausencia de dependencia, y entiende por dominación o dependencia la condición del individuo sujeto a la voluntad arbitraria de otros individuos. Se trata de una teoría distinta del liberalismo por las razones ya apuntadas, y distinta del populismo y de las doctrinas democráticas radicales porque no ve en la participación directa del pueblo en las deliberaciones soberanas el remedio para todos los males, o la más alta forma de libertad, sino sólo un medio eficaz para combatir la arbitrariedad.

Se puede objetar que la concepción liberal y la republicana de la libertad son más parecidas de lo que cree Pettit, pues ambas hablan de la libertad en términos negativos: ausencia de interferencia en un caso, ausencia de dependencia en el otro. Pettit sostiene en cambio, con razón, que las dos concepciones son profundamente diferentes e inspiran dos filosofías sociales y políticas divergentes, si no opuestas. El liberal que cree que la libertad es no-interferencia, ve siempre en la ley una restricción de la libertad. Para el republicano, por el contrario, es la ley y sólo la ley la que nos hace libres (a menos que sea una ley arbitraria e injusta). El liberal es tanto más feliz cuanto menos interviene el Estado en su vida; el republicano acepta de buen grado sufrir incluso interferencias graves, si sirven para combatir la arbitrariedad.

Aunque el suyo no quiere ser un ensayo histórico, Pettit describe bien la gradual afirmación de la concepción de la libertad como ausencia de interferencia o de amenaza en detrimento de la concepción de la libertad como ausencia de dominación sostenida por los teóricos republicanos. Como es sabido, el más conspicuo exponente de la doctrina de la libertad como ausencia de interferencia es Hobbes, y su lugar canónico, el capítulo XXI del Leviathan. La doctrina de Hobbes, sin embargo, no tuvo muchos seguidores ––aparte de Robert Filmer– y fue casi olvidada. Sólo encontraría nuevos defensores en el siglo XVIII, gracias sobre todo a Bentham y a los polemistas que se inspiraron en su obra.

Con todo, es significativo, y Pettit lo pone de relieve, que Bentham hable de la idea meramente negativa de la libertad, esto es, de la libertad en el sentido de ausencia de restricción, como de un auténtico descubrimiento. Y resulta no menos interesante el hecho de que los más decididos adversarios de la concepción de la libertad en el sentido de ausencia de dominación fuesen los polemistas que hostigaban a la Revolución americana. A tal efecto, cita Pettit un pasaje verdaderamente esclarecedor de The Principles of Moral and Political Philosophy (1785) de William Paley, donde el autor en primer lugar admite que, según la idea común, la libertad consiste «no simplemente en una exención efectiva de la coerción de leyes inútiles y nocivas y actos de dominación, sino en estar libre del peligro de que tales leyes o actos se impongan o ejerzan en el futuro», y después exalta la nueva idea de libertad basada en el principio de que «la coerción es en sí misma un mal». Desde entonces la concepción republicana será gradualmente olvidada, como demuestran las célebres páginas de Constant y de Berlin, hasta el punto de volverse invisible a los ojos de los historiadores del pensamiento político (pág. 50).

Pettit pone mucho cuidado en aclarar el significado de la concepción de la libertad como ausencia de dominación. Existe dominación cuando un individuo (o una institución) tiene el poder de interferir de modo arbitrario en las elecciones que otro individuo tiene la capacidad de hacer. Por interferencia entiende Pettit una intervención deliberada por parte de un agente respecto de otro que empeora las cosas para este último.

La palabra clave en la definición de Pettit es evidentemente el adjetivo «arbitrario». Un acto es arbitrario, y por tanto constituye una violación de la libertad, si el agente escoge realizar el acto en cuestión por su capricho o placer. Escoger arbitrariamente entraña, como es obvio, no tener en cuenta en absoluto los intereses y opiniones de las personas implicadas.

Para aclarar mejor su definición de poder arbitrario, Pettit cita las palabras de Paine contra la monarquía: «Significa poder arbitrario en una persona individual; en cuyo ejercicio el objeto es ella misma, y no la respublica». Y comenta que «lo que se requiere para que haya un poder estatal no arbitrario, es que el poder se ejerza de modo que persiga, no el bienestar o la concepción del mundo personales del que lo posee, sino el bienestar y la concepción del mundo del público» (pág. 56).

Me parece evidente que en su definición del poder arbitrario Pettit oscila entre una perspectiva procedimental y una sustancial. En otras palabras, no aclara si lo que hace arbitraria una decisión es el modo en que se adopta o su contenido. Mientras que resulta relativamente simple determinar si una decisión soberana es arbitraria porque quien la ha tomado ha violado reglas de procedimiento, es difícil dictaminar si es arbitraria porque tiende hacia un interés privado o particular.

Pettit observa, con razón, que «la identificación de cierto género de acción estatal como arbitraria y dominadora es un asunto esencialmente político; no es algo sobre lo cual puedan decidir los teóricos en la tranquilidad de sus estudios». Añade, sin embargo, que no se trata de una evaluación totalmente condicionada por valores, sino que «hay una cuestión de hecho en saber en qué medida se logra o no efectivamente que el Estado siga intereses e ideas no particulares cuando interfiere en las vidas de la gente» (pág. 56).

Creo que Pettit confía demasiado en la posibilidad de establecer de modo objetivo o conclusivo, como si se tratase de una «cuestión de hecho», si una decisión política es arbitraria o no. Cualquier evaluación de actos políticos es parcial, apasionada, partidaria; las disputas que tienen lugar en el mundo real no son científicas ni filosóficas, sino retóricas en el significado clásico del término. Toda evaluación del carácter arbitrario o no de una decisión puede ser debatida por una parte y por la otra. Que el Estado establezca impuestos sobre la renta para asegurar una asistencia sanitaria decente o buenas escuelas para los ciudadanos necesitados, por poner un ejemplo obvio, es para algunos una interferencia por completo arbitraria, incluso un auténtico acto de tiranía; para otros, la más legítima de las interferencias. ¿Qué hechos pueden citarse para dirimir la controversia de modo definitivo y objetivo?

El medio más seguro para distinguir las acciones de gobierno arbitrario de las acciones de gobierno no arbitrario es, para Pettit, la deliberación pública que permite a todos los grupos relevantes hacer oír su propia voz. Para quedar en lo posible a resguardo de la dominación, la república debe ser, pues, una república deliberativa que haga suyo el lema del humanismo: audi alteram partem (escucha siempre a la otra parte).

Incluso en este caso, el argumento de Pettit me parece inspirado por una visión demasiado abstracta de la política. La deliberación, la de verdad y no la filosófica, siempre puede ir en una dirección o en otra: hacia la arbitrariedad o hacia la libertad. Decir que las autoridades estarán obligadas a decidir sobre la base de consideraciones pertinentes y correctas, y a aclarar qué consideraciones han dictado su decisión, es decir algo justísimo. Pero es también ignorar el hecho de que la gran maestría de los políticos consiste precisamente en el arte sutil de la simulación o la disimulación, en la capacidad de «maquillar» las más malignas motivaciones con las más convincentes apariencias de honradez y corrección.

Todo esto no quita para que el ensayo de Pettit sea un desafío intelectual al liberalismo, esta vez en nombre, no de la igualdad o de la justicia social o de la cohesión social, sino en nombre de la libertad, esto es, del mismo principio que el liberalismo ha inscrito desde siempre en sus propias banderas.

Es un desafío nuevo. Históricamente, el liberalismo ha sido formidable en la defensa de los individuos contra las interferencias del Estado o de otros individuos; pero ha acogido mucho menos el lamento de aquellos que deben mantener los ojos bajos o bien abiertos para escrutar el humor del poderoso, que en cualquier momento puede impunemente obligarles a hacer lo que él quiera, obligarles a servirle. Cuando el liberalismo ha querido hacerlo así, no ha podido apelar a su concepto de libertad, porque éste no se lo consentía, y ha debido tomar prestados otros ideales, como la justicia o la igualdad (de aquí las varias hibridaciones por lo demás hermosas: el liberalsocialismo, el liberalismo social, «Justicia y Libertad»).

En la interpretación de Pettit, el republicanismo quiere y puede hacerse defensor, en nombre de la libertad, de quien sufre dependencia o dominación. Desde este punto de vista, es ciertamente una alternativa al liberalismo, y las páginas que Pettit dedica a discutir la superioridad del republicanismo respecto al liberalismo son en mi opinión las más bellas de todo el libro.

Para Pettit, sin embargo, el republicanismo, y en particular el ideal de la libertad como ausencia de dominio, es también un ideal comunitario y como tal debería recibir la aprobación de los filósofos comunitaristas. Para Pettit, un bien es un ideal comunitario si presenta dos características: a) ser un bien social; b) ser un bien común. Puesto que es bastante fácil ver que la libertad como ausencia de dominación es un bien social en cuanto presupone la existencia de interacción social, y es un bien común en cuanto no puede ser aumentado o disminuido para algunos miembros del grupo relevante sin ser al mismo tiempo aumentado o disminuido para todos los miembros del grupo, los comunitaristas deberían reconocerlo sin vacilación como un bien comunitario y por tanto pasarse en masa a las filas republicanas.

Me parece difícil, sin embargo, imaginar que los comunitaristas se den por satisfechos con la libertad como ausencia de dominación en tanto que bien común. Pues la libertad como ausencia de dominación, como bien sabe Pettit, es siempre un ideal negativo. Los comunitaristas quieren algo más. Afirman la necesidad de vivir en comunidades que se caractericen no sólo por la ausencia de dominación, sino también por la presencia de determinadas formas de vida, de costumbres particulares, de concepciones compartidas del bien moral. No se contentan con el hecho de que los ciudadanos no estén sometidos a dependencia o dominación; quieren, o al menos desean, que los ciudadanos vivan además de una cierta manera y no de otra. Por más que Pettit se esfuerce en subrayar el carácter comunitario del republicanismo, creo en verdad que muy pocos comunitaristas llegarán a hacerlo suyo.

Pettit presenta el republicanismo como un ideal político inclusivo, capaz de recoger y transformar las demandas de los mayores movimientos de transformación social de nuestro tiempo: ecologismo, feminismo, socialismo, multiculturalismo. Considera, en otras palabras, que las demandas más válidas de estos movimientos pueden en gran medida traducirse al lenguaje de la libertad como ausencia de dominación, o son al menos perfectamente compatibles con esa libertad.

Esto es verdad seguramente en el caso del feminismo: el fin común de todo el movimiento feminista, no obstante su diferenciación interna, es en efecto «acabar con la dominación del hombre sobre la mujer». Igualmente convincente es la observación de que el socialismo ha sido, en gran medida, un movimiento impulsado por la exigencia de salir de una condición de total dependencia del sistema de trabajo asalariado y del arbitrio de los capitalistas y detentadores de los medios de producción.

Menos convincente es el argumento sobre el multiculturalismo. Puede ser necesario, observa Pettit, permitir a los miembros de una minoría cultural «diversas formas de exención respecto a obligaciones por lo demás universales» (pág. 146). Si se trata de configurar estructuras federales de autogobierno orientadas a alentar la participación de los ciudadanos en la vida pública, entonces nos hallamos en plena armonía con el ideal republicano; pero si se trata de reconocer a cualquier grupo alguna forma de privilegio, entonces estamos fuera, me parece, del espíritu republicano. En mi opinión, el problema de la propuesta de Pettit es que presenta un republicanismo demasiado inclusivo, bueno para los comunitaristas, para los multiculturalistas, para las feministas, para los socialistas. Quizá sería mejor mantenerlo dentro de límites más restringidos y usarlo como un lenguaje de la resistencia antitiránica, de la lucha contra la corrupción, y más en general como lenguaje de la ciudadanía y del patriotismo civil. Para ser teóricamente importante y políticamente eficaz no tiene por qué servir a todos los usos.

Ni siquiera es necesario que sea demasiado específico. En la segunda parte del libro, Pettit examina, a la luz de la concepción de la libertad como ausencia de dependencia, un amplio abanico de cuestiones constitucionales, políticas y sociales. Al final del libro ofrece también un resumen de propuestas que recapitula los principios generales y las líneas fundamentales de la doctrina política y social del neo-republicanismo. Presenta, en definitiva, el republicanismo no sólo como una cultura o un ideal, sino como una teoría política comprensiva, bien estructurada y de contornos nítidos. Así traducida y elaborada, la vieja tradición pierde algo del encanto que le daba la pátina del tiempo, para adquirir dignidad y claridad analítica y propositiva. Gana en precisión teórica, pero ya no tiene la fascinación de la utopía. Se trata de ver si en este fin de siglo tenemos más necesidad de teorías analíticas o de utopías políticas.

 

Traducción de Julio A. Pardos.

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