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El discreto encanto de la ideología: comunismo y revolución, un siglo después (y III)

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Veníamos diciendo, en el curso de esta reflexión acerca de la revolución bolchevique en su centenario, que para entender este singular acontecimiento y su posterior desarrollo ?incluyendo el tipo de régimen político que fue la Unión Soviética? hay que fijarse en la ideología. Es decir, en el marxismo-leninismo como doctrina de rasgos a la vez mesiánicos y científicos, o, si se quiere, como religión política que no renunció a elementos propios del romanticismo político. Sigamos y terminemos.

Fue Lenin quien, convencido de que el obrero no adquiriría conciencia universal de clase sin ser guiado por el partido, y persuadido del carácter internacional de la revolución proletaria (antes de refugiarse en el «socialismo de un solo país»), tomó el poder para hacer la revolución. En otras palabras, para forzar a la Historia a cumplir consigo misma, realizando su sentido. Un sentido desentrañado por los filósofos desde que Hegel les enseñase cómo hacerlo y que no podía dejar de cumplirse. Para Lenin, son el Partido, primero, y el Estado, después ?por medio de la dictadura del proletariado ejercida por su vanguardia?, quienes deben encargarse de derribar la vieja sociedad a fin de construir una nueva. ¡Y, con ella, al nuevo hombre! El constructivismo radical del viejo Marx, convencido de la historicidad del ser humano y de la libertad con que éste puede reconstruirse a sí mismo, resuena de manera involuntariamente cómica en una frase de Trotski (en Literatura y revolución) que acierta a sintetizar las desmedidas esperanzas que el bolchevismo depositaba en sí mismo:

El hombre será incomparablemente más fuerte, sabio, sutil; su cuerpo será más armónico, sus movimientos más rítmicos, su voz más musical. Las formas de vida serán más dramáticas y dinámicas. El tipo humano medio se elevará a las alturas de un Aristóteles, un Goethe, un Marx. Y a partir de este nivel se alcanzarán nuevas cimas.

Ya se dijo que, al igual que sucede con el cristianismo, en la estructura narrativa del bolchevismo esta recompensa siempre aplazada justifica el sufrimiento que haya de padecerse mientras tanto: de la sima, algún día, a la cima. Y nótese que esa justificación es teorizada por el partido e interiorizada por las víctimas, al menos mientras esa ilusión pueda mantenerse viva antes de revelarse como mero espejismo. Una justificación de orden teleológico, además, que puede extenderse a los distintos campos de la acción revolucionaria: desde el Sartre que afirma en 1954 que «la libertad de crítica en la Unión Soviética es total» al terrorismo ideológico de los años setenta, capaz de justificar la muerte de alguien por servir a los fines de la revolución. Es precisamente en este contexto en el que cobra sentido la conocida frase de Albert Camus que dice que, entre la justicia y su madre, él elige a su madre. Camus duda de la Justicia con mayúsculas, la justicia revolucionaria, convertida en una abstracción capaz de arrasar con todo lo que se encontraba a su paso. Qué era en cada caso revolucionario y qué contrarrevolucionario, eso correspondía decidirlo al partido, esto es, a sus líderes. Es así que, como señalara François Furet, la dictadura del proletariado aparece como dotada de una función científica debido a la naturaleza aparentemente «positivista» de las leyes de la historia esclarecidas por el materialismo histórico.

No sería descabellado concluir que la fascinación que provoca el comunismo soviético se deba a la atrevida combinación de cientifismo (racionalista) y milenarismo (religioso): no es un profeta quien dibuja el horizonte de la salvación eterna después de la muerte, sino el líder político quien promete construir la sociedad sin clases con arreglo a un método bien definido. Método, por cierto, que encontraba impulso en la descalificación absoluta de la sociedad burguesa y la política parlamentaria, que Marx ya describía como meros trampantojos destinados a escamotear el hecho decisivo de la explotación obrera. De ahí que, en sus escritos de 1906, el heterodoxo pensador francés Georges Sorel dejase establecido que, contra la violencia oficial y legítima de la sociedad burguesa, sólo podía responderse con otra violencia no menos violenta, pero regeneradora y legisladora, una violencia mesiánica que sirve a los fines revolucionarios. He aquí una doctrina que apenas ha perdido actualidad.

Ni que decir tiene que el viejo lema «Todo el poder para los sóviets» fue traicionado desde el primer día de la revolución. O, mejor dicho, que el golpe de Estado bolchevique que nos hemos acostumbrado a llamar «revolución» se produjo, en buena medida, porque mencheviques y socialistas radicales obtenían más representantes para los sóviets que los propios bolcheviques. Pero Lenin tenía razón en una cosa: si quieres transformar en poco tiempo y radicalmente una sociedad, convencido de tu derecho «histórico» a hacerlo, no puedes entretenerte con los procedimientos democráticos y los derechos individuales; tienes que tomar el poder y ejercer la represión y la coerción necesarias hasta lograrlo. Por más que Hannah Arendt nos hable de revolución y libertad, aceptando incluso un cierto uso de la violencia si está destinado a constituir un régimen democrático, las revoluciones tienen una relación problemática ?cuando no antagonista? con la democracia y la libertad. Tras una revolución, la democracia será salvaguardada si de manera inmediata se construye un orden político que, de un modo u otro, sirva para aplicar sus principios; salvando las distancias, así sucedió en la Revolución Americana y en la Europa Oriental tras la caída del Muro. En cambio, el marxismo-leninismo opta ya desde su ideario por la restricción de la libertad y la supresión de los principios democráticos: mediante la dictadura del proletariado, cuya duración nadie se atreve a especificar, toda la potencia del Estado se pone al servicio de la construcción forzosa del comunismo.

Para alcanzar ese objetivo mesiánico, no importa el precio. Si la Unión Soviética necesitaba obreros y tenía campesinos, se procedía a acabar con los kulaks o se les obligaba a convertirse en obreros, matándolos de hambre si ejercían resistencia; si los artistas optaban por una vanguardia ininteligible o por el comentario crítico, se les deportaba al gulag o se les imponía la práctica del realismo socialista; si los viejos compañeros de viaje mostraban signos de debilidad o podía temerse de ellos algún tipo de afán conspirativo, se organizaban procesos judiciales a cuyo término firmarían su propia confesión renegando de la verdad en nombre de la revolución. Es sintomático, a este respecto, que el comunismo haya sido siempre sexualmente puritano a pesar de las proclamaciones teóricas en sentido contrario. A principios de los años veinte, Lenin deploraba ya toda «hipertrofia en materia sexual» y las teorías del «psiconeurólogo» Aron Zalkind urgían a la clase obrera a canalizar sus energías hacia el trabajo productivo, mientras que las prostitutas eran enviadas a campos de trabajo por su negativa a participar en las tareas reproductivas necesarias para la república. No se trata de una cuestión anecdótica: la represión sexual muestra la incompatibilidad entre orden social cerrado y libertad individual.

Este sofocante racionalismo, que trata de llevar hasta sus últimas consecuencias prácticas el resultado de un proceso de construcción intelectual basado en la idea de la infinita maleabilidad del ser humano, es uno de los rasgos dominantes del marxismo-leninismo. Tal como ha señalado Boris Groys, el régimen positivista par excellence no es otro que el comunismo soviético, que deposita todas sus esperanzas en la razón científica; a su lado, el liberalismo es una doctrina cautelosa y escéptica que pone límites al poder y a las convicciones de todo tipo, incluidas las racionales. Ya se ha dicho que de ahí proviene buena parte de la fascinación intelectual que el comunismo soviético ha provocado durante décadas. Su fracaso, por tanto, es el fracaso de una razón ensoberbecida que no establece límites a su acción sobre el mundo.

Sin embargo, quizá sería más apropiado hablar del fracaso de la ideología. Y de una ideología que combina elementos racionales y elementos afectivos. Por una parte, podemos describir la ideología como un conjunto de conclusiones racionales que forman un sistema cerrado; desde este punto de vista, la convicción de que existen verdades absolutas en el terreno de los asuntos humanos puede derivar sin mayores dificultades en una dictadura de la razón. Pero, por otra, hay que prestar atención a los elementos afectivos o emocionales de la ideología; en este caso, de la ideología comunista. El mismo Derrida sostenía que el «espíritu del marxismo» creó en su momento una gran herencia para el anhelo mesiánico, para la esperanza política en sentido casi religioso. Por su parte, François Furet subrayó el papel de las «pasiones ideológicas» del comunismo, entre las que destacaba, por encima de todas, el odio a la burguesía. A ello podemos sumar un astuto empleo del tribalismo moral (definiendo a un pueblo comunista de un lado y a sus enemigos de otro, y azuzando a aquellos frente a estos), así como la construcción de un régimen «sensacional» basado en la construcción de símbolos y mitos bolcheviques.

Así que desde 1917, si no antes, una pregunta recorre el mundo: ¿por qué ejerce el comunismo soviético tal poder de seducción? Al fin y al cabo, buena parte de la intelectualidad occidental expresaba abierta simpatía por él durante los felices años de la segunda posguerra mundial: los jóvenes parisienses ondeaban retratos de Mao por el bulevar de Saint-Germain con admirable desenfado. Aunque la pregunta, para ser justa, debería distinguir entre períodos históricos. Una cosa es profesar el comunismo en su aurora de los años veinte, otra defenderlo en los cincuenta y sesenta, y aún otra hacerlo tras conocerse los crímenes del estalinismo (de manera generalizada a partir de los setenta) o certificarse el colapso del sistema (ya a partir de 1989). No es lo mismo, porque la información disponible es distinta en cada caso y también lo es el grado de cercanía emocional con la causa comunista. Por ejemplo, para un viejo luchador comunista al final de su vida, pongamos en Grecia o España, aceptar que sus ilusiones se basaban en mentiras y violencia implicaba fracturar severamente su identidad. Y quien abrazara el sueño colectivista en Estados Unidos o Suiza allá por 1925, cuando las noticias acerca del naciente régimen soviético eran aún fragmentarias y nada podía saberse todavía de su destino trágico, admite mayor disculpa. Declararse comunista o minimizar el alcance de los crímenes estalinistas en nombre de la fidelidad abstracta a la ideología en cuyo nombre se cometieron, en cambio, parece menos razonable ahora que han transcurrido cien años desde la revolución.

En cualquier caso, son muchas las razones que se han aducido para explicar este persistente hechizo. Algunas veces, la respuesta es original: Bill Haydon, el traidor de El topo, novela de John le Carré maravillosamente adaptada al cine por Tomas Alfredson, abraza la causa soviética por razones «estéticas», asqueado por la banalidad insufrible de la vida en las sociedades capitalistas. Martin Amis, quien se ha ocupado del asunto obsesivamente, cree que los comunistas disfrutaban de la ilusión de ser actores de la historia universal y, sobre todo, abrazaban un programa político que lucía impecable sobre el papel. A ojos de un mal lector, habría que añadir, pues la utopía marxista tenía un mal color desde el principio. Entre otras razones, por su total incompatibilidad con la democracia. En estos últimos años, sin embargo, ha quedado claro que las democracias no son indestructibles, sino que en determinadas circunstancias pueden pasar a verse como un obstáculo para la realización de determinados fines. Y el comunismo, al igual que otras alternativas utópicas, como escribe Raymond Aron, «expresa una nostalgia que perdurará mientras las sociedades sean imperfectas y los hombres experimenten avidez por reformarlas».

Por añadidura, frente al fascismo que llega al poder en la misma etapa turbulenta de la historia europea, el comunismo tiene alguna ventaja propagandística. De un lado, sitúa en su centro la idea de la autonomía individual, cuyas condiciones materiales de ejercicio dice querer asegurar; de otro, utiliza la idea de igualdad como motor de incomparable potencia democrática. Por su parte, el fascismo no sólo opta por un demos más selectivo, defendiendo abiertamente la segregación racial, sino que se opone a la idea de igualdad que constituye, como bien supo ver Tocqueville, el bien político supremo de la modernidad.

Sea como fuere, estamos ya muy lejos del horizonte comunista: con razón dejó dicho Semprún que el fracaso del doloroso experimento soviético había sido la noticia política más importante del siglo XX. No está tan claro, sin embargo, que el ideal comunista haya muerto o pueda morir. Y en cuanto a las revoluciones, se diría que en un marco democrático solo pueden ser ya tecnológicas o culturales: difusión de Internet y el smartphone, emancipación de la mujer, liberalización de las costumbres, cambio demográfico. Sucede que eso no resuelve el problema político del futuro: el colapso del mañana como fundamento ideológico del hoy. Desactivadas las religiones políticas de la modernidad, ¿qué paraíso intramundano puede ofrecérsenos sin que reaccionemos con descreimiento o escepticismo? En realidad, nunca se sabe: como demuestra el caso catalán, nada puede movilizar emocionalmente a mayor número de personas que una utopía donde puedan volcarse las ilusiones y atenuarse las frustraciones: es suficiente con que las circunstancias sean apropiadas.

Afortunadamente, hoy disponemos de una ventaja decisiva. Sabemos aquello que ignoraban los comunistas de la primera hora, los que se lanzaron con salvaje inocencia a construir un régimen monumental y trágico: sabemos que fracasaron. Y sabemos que, si volviéramos a intentarlo, fracasaríamos de nuevo. Ojalá no lo olvidemos.

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