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Bajo en calorías

ORÍGENES

Amin Maalouf

Alianza Editorial, Madrid

Trad. de María Teresa Gallego Urrutia

544 pp.

21,15 €

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Con este libro, el novelista Amin Maalouf (Líbano, 1949) abandona el género de la ficción, en que se había movido hasta ahora (León el Africano, Losjardines de luz, La roca de Tanios) y se interna en otro terreno bastante más movedizo, el de la crónica familiar, con resultados, como veremos, discutibles.Todo comienza cuando, de manera un tanto milagrosa, escondida en un armario de la casa familiar, Maalouf encuentra una maleta cargada de documentos: cartas personales, fotos, recortes de prensa, pasaportes… Esa mítica maleta se convierte, en manos del narrador, en algo así como una caja de resonancia, de la que van emergiendo, pálidos y fantasmales, desde el abismo del tiempo, los espectros de todos sus antepasados, con sus rostros consumidos, cuyos testimonios orales en primera persona le permiten reconstruir un árbol genealógico verbal, una antología de voces.

Con dedos glotones, Maalouf saquea el tesoro del cofre y lo ofrece a la vista de sus lectores, a quienes les permite atisbar por el rabillo del ojo el álbum de fotos y los diarios íntimos. Para lograr su propósito, el autor apela a la curiosidad del lector, al interés que a casi todos nos despiertan las leyendas remotas y nebulosas, o, por decirlo en pocas palabras, al prestigio del laberinto. En el caso que nos ocupa, la telaraña se extiende desde La Habana a Beirut, desde Estambul a El Cairo, y abarca varias generaciones a lo largo de más de dos siglos, con su polvareda de historias domésticas, rumores, idiomas, emigración y trifulcas.
La historia que cuenta Maalouf resulta fascinante, lo que no quiere decir que su libro lo sea. De hecho, por desgracia, no lo es, en gran parte por culpa del lastre de un lenguaje manido, inoperante, empedrado de tópicos y topicazos que sólo sirven para confirmar la sospecha de que una escritura perezosa delata una mente –iba a escribir un alma– más perezosa aún. Es posible que la historia de sus orígenes le emocione a él, eso no se discute, pero es obvio que, al menos en lo que respecta a este lector, no consigue emocionarlo. La novela de su familia no logra interesarme; la verdad, me resulta indiferente. Lo siento, pero me cansa.

No quisiera pecar de injusto en mi juicio, pero me parece significativo que Maalouf declare, en la primera línea de su libro, su desagrado ante la palabra «raíces», bajo el argumento un tanto peregrino de que las raíces de los árboles «se entierran en el suelo, se retuercen entre el barro, prosperan en las tinieblas». Los seres humanos, en cambio, según su opinión, «respiramos la luz, codiciamos el cielo y cuando nos hundimos en la tierra es para pudrirnos». Bueno.Allá cada cual con sus preferencias. Lo que está claro es que, si algo le falta a su libro, es precisamente cierta dosis morbosa de oscuridad y tiniebla. Le falta peligro y muerte. Le falta –para entendernos– Rilke.

Con esa materia prima podría haber elaborado una obra más compleja, más densa, más desigual, más desequilibrada, más rica y contradictoria. Más verdadera. Pero no. A Maalouf le pierde el deseo de agradar, de no aburrir, de complacer a su auditorio, de ofrecer, siempre y a cualquier precio, espectáculo. Ofrece exotismo de salón para paladares occidentales, y esa bonita fotogenia de películas de oasis. Realiza –y está en su derecho de hacerlo, que conste– una costosa superproducción internacional, y desaprovecha la ocasión de desnudarse y emprender un descenso a la raíz, al infierno familiar, a la herida de la identidad. Eso es lo malo. Que en aras de la claridad expositiva y la amenidad comercial, Maalouf sacrifica –y lo sabe– demasiados valores literarios. Lo que obtiene a cambio de este trueque es una prosa divulgativa y extremadamente amena, de acuerdo, apta para el lector medio de suplementos dominicales, pero que peca de chata, flojea de ambición y con la que ya no le resulta posible alzar el vuelo. Lo que gana en su búsqueda de consenso universal lo pierde, es inevitable, en intensidad y misterio.

Los capítulos son breves (para no aburrir), se diría que medidos con cronómetro. La prosa naíf, pulcra hasta la insipidez, de divulgación pedagógica, manejada con un exceso de sensatez y prudencia que raya en la pudibundez expresiva con miras a llegar al gran público, produce una simplificación de la historia que cae en el esquematismo y se convierte en un telefilme de sobremesa de malos y buenos.Al releer las cartas de alguno de sus antepasados, el autor no tiene empacho en proferir suspiros sonrojantes («¡Este anodino trozo de frase me encanta!»); comete torpezas de principiante como abusar de los signos de admiración («¡Curioso!» «¡Ni más ni menos!» «¡Que quien nunca haya cambiado tire la primera piedra!» «¡Todo inútil!» «¡Mi abuelo no bautizó a sus hijos!» «¡Se pasaba de la raya!» «¡Se pasaba muchísimo de la raya!»); emplea comparaciones inaceptables («durmió como un tronco»); e incluso no tiene reparo en esparcir tópicos de guía turística (llamar a Nueva York «gran metrópoli» no es el colmo de la originalidad). En la Cuba castrista lo único que le llama la atención es «un simpático automóvil de los tiempos de la Unión Soviética».Todo, como se ve, muy pintoresco. Pues nada, qué bien.

El deseo de neutralidad, de no molestar a nadie, de ser ecuánime, de quedar bien con todo el mundo, podrá ser loable en un maestro de escuela, pero trasladado al terreno de la literatura produce auténticos adefesios, edulcorados, envueltos en incompetencia narrativa. No es poco el mérito de escribir un libro de más de quinientas páginas en el que no aparece una sola reflexión original, nada que no pertenezca al más sobado lugar común, a la fosa común de los estereotipos, a la doxa más conformista. (Roland Barthes: «La Doxa es un objeto malo porque es una repetición muerta, que no viene del cuerpo de nadie, a no ser, tal vez, precisamente, del de los Muertos».)

Y si no véanse, entre otros muchos posibles, estos tres ejemplos: «Pocas veces está enterrada la verdad, sólo está emboscada tras velos de pudor, de dolor o de indiferencia; pero es menester sentir el deseo apasionado de apartar esos velos». «Todos recorremos los años que nos corresponden y nos vamos luego a dormir a nuestras tumbas.» «¡Una comunidad de creyentes no debería ser una tribu a la que se pertenece por nacimiento! ¡Sería menester poder buscar, pensar, leer, comparar y, luego, unirse libremente a una fe escogida en función de las propias convicciones!»

¿Qué pensar de semejante tonillo nasal de seminarista, que no abandona al autor durante todo el libro? ¿Cómo disculpar tantos y tantos tropiezos? Después de tanto viaje, de tanto ajetreo de maletas, de tantas idas y venidas entre Oriente y Occidente, al final el botín es magro, y el narrador se muestra incapaz de llegar más allá de esta melancólica conclusión: «Los bisabuelos son personajes lejanos».Y que lo digas.

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Ficha técnica

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