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España, un Estado no tan laico

UN ESTADO LAICO. LA LIBERTAD RELIGIOSA EN PERSPECTIVA ?CONSTITUCIONAL

Andrés Ollero

Aranzadi?Thomson Reuters, Cizur Menor

332 pp. 44 €

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Entre la primera y la segunda edición de este libro, con cuatro años de diferencia, dos cambios llaman la atención. Ante todo, de ser un librito más bien de bolsillo se ha convertido en un libro de grueso lomo, con la adición de más de cien páginas sobre las doscientas originales. Además, el título principal ha pasado de la interrogación (España: ¿un Estado laico?) a la rotunda afirmación (Un Estado laico). Sin embargo, en lo que se refiere a las opiniones del autor, que nunca han sido dubitativas ni han suscitado dudas, yo al menos no he sido capaz de ver la más leve rectificación o matización en ninguna cuestión de fondo.

Esa impasibilidad en el tema de fondo merece una reflexión, dado que en el interregno ha habido algunas réplicas que el autor sin duda conoce, como, sin ir más lejos, las que yo mismo propuse en el marco de una polémica sobre el mismo tema con el profesor Rafael Navarro-VallsAlfonso Ruiz Miguel, «Para una interpretación laica de la Constitución» y «La neutralidad, por activa y por pasiva (Acotaciones al margen de «Neutralidad activa y laicidad positiva», del profesor Rafael Navarro-Valls)», en Alfonso Ruiz Miguel y Rafael Navarro-Valls, Laicismo y Constitución, Madrid, Fundación Colo-quio Jurídico Europeo, 2008 (2.ª ed., 2009), pp. 31-95 y 147-187, respectivamente.. Las siguientes observaciones, por ello, pueden ser leídas como una forma de continuar el debate sobre una cuestión disputada, pero también como una llamada de atención sobre una forma de hacer académica que, más allá de citas y menciones del discrepante, incluso corteses, insiste en los mismos argumentos y metáforas sin replicar en lo más mínimo a objeciones directas y precisas, las cuales bien no han sido escuchadas, bien no se han considerado dignas de mención.

Tal inalterabilidad, tanto en el fondo como en la forma de sus trece capítulos (salvo algún epígrafe añadido), es compatible con que esta nueva edición del libro, además de la bibliografía y algunas notas, actualice los tres o cuatro asuntos que después de 2005 han afectado directamente al tema de la libertad religiosa: concretamente, los cambios normativos que en diciembre de 2006 garantizaron el 0,7 por ciento de la casilla del Impuesto sobre la Renta destinada a la Iglesia católica, la introducción de la asignatura de Educación para la Ciudadanía ese mismo año, lo que dio lugar a nuevas reclamaciones de objeción de conciencia resueltas de momento por el Tribunal Supremo en febrero de 2009, y, en fin, el torturado estatus laboral de los profesores de religión católica, al que dio un claro carpetazo una sentencia del Tribunal Constitucional (la 38/2007). Salvo alguna esporádica alusión, Andrés Ollero ha evitado meter en danza cuestiones que, aunque no afectan propiamente a la libertad religiosa, suelen ser incluidas en el saco del «laicismo» por las jerarquías eclesiásticas, como la autorización del matrimonio entre personas del mismo sexo o el llamado divorcio exprés (ha mantenido, eso sí, la severa reprimenda del último capítulo a Manuel Atienza por cuestiones bioéticas, que le sirve también para reivindicar el papel que los seglares católicos deberían asumir al margen de algunas declaraciones episcopales).

Los temas concretos citados, que se suman a otros como la oferta obligatoria de la religión católica en la escuela pública o la permanencia de símbolos y ceremonias religiosas en ámbitos oficiales, vienen siendo objeto de constante polémica desde hace tiempo, y tanto entre la opinión pública y publicada como entre la doctrina jurídica. Pero el especial interés de la aproximación del profesor Ollero, no en vano catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Rey Juan Carlos, estriba en que nunca pierde de vista el plano de los fundamentos teóricos, que son sobre los que aquí me importa volver de nuevo.

El libro está atravesado por dos distinciones de diferente alcance y enjundia: una entre laicidad y laicismo, y otra entre neutralidad y neutralización. La primera es la estipulación por la que la laicidad, entendida en principio como «neutralidad» del Estado ante las creencias religiosas, aparece como posición legítima y correcta, mientras que el laicismo sería la ilegítima e incorrecta pretensión, atribuida a la izquierda con responsabilidades en el gobierno, de separar la religión de la esfera política, de modo que el Estado sea aparentemente indiferente ante las religiones, pero en realidad, según Ollero, beligerante contra ellas, en especial contra la religión mayoritaria en nuestro bendito país. De este modo, mientras que nuestra Constitución establecería, sí, un Estado laico, no sería, en cambio, laicista, sino incluso decididamente antilaicista debido a su obligación de cooperar con las religiones y de favorecerlas. Pero en esta distinción aparece ya una ambigüedad entorpecedora: si por laicismo se entiende beligerancia contra las religiones –que, aunque no suela advertirse, no es más que otra cara de la moneda de la beligerancia que en uso de su derecho algu-nas religiones alientan contra el ateísmo y la irreligión–, es claro que el Estado liberal, al tener que garantizar el ejercicio de las creencias y prácticas religiosas, no puede ser laicista, como en cambio sí tiene derecho a serlo cualquier individuo o grupo social. Pero si por laicismo se entiende indiferencia en materia religiosa, esa es ni más ni menos la laicidad exigible a un Estado aconfesional o neutral en tales asuntos. El salto de Ollero está en entender, sistemáticamente, que la indiferencia o «no contaminación» religiosa del Estado equivale a «imponer el laicismo como obligada religión civil», mal frente al que solo cabría el modelo de la cooperación entre iglesia(s) y Estado (p. 39, aunque véanse también pp. 103 y ss., 109 y 115).

Por eso la anterior identificación o confusión entre beligerancia e indiferencia estatal está detrás de la otra distinción propuesta, que, como el famoso rabo de la mosca, no puede atarse por ninguna parte: de un lado estaría la aceptable neutralidad, entendida como «laicidad positiva» o buena, que considera favorablemente a las confesiones religiosas y obliga al Estado a una cooperación que las promocione con arreglo a su implantación social; y, de otro, la denostable neutralización de las creencias religiosas socialmente implantadas, que se produciría, siempre según nuestro autor, si el Estado no subvencionara al clero católico (y eventualmente a otros), no alentara la educación religiosa y, en general, no fomentara las creencias religiosas como lo hace con actividades como el «arte, el ahorro, la investigación, el deporte, etc.» (p. 67), es decir, la sustancia de lo establecido en los acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede aprobados con antelación a nuestra ConstituciónEn tales acuerdos se establece en concreto la oferta obligatoria para el Estado de la religión católica en los centros públicos de enseñanza básica y de formación del profesorado, el libre nombramiento de sus profesores a propuesta de la jerarquía eclesiástica, la colaboración del Estado en el sostenimiento económico de la Iglesia católica y la exención de impuestos, y, en fin, la asistencia religiosa a los miembros de las Fuerzas Armadas..

El anterior aut aut, es decir, la disyuntiva excluyente entre bien laicidad que valora positivamente a las religiones establecidas y las fomenta, bien laicismo indiferente que es en realidad beligerante y neutralizador, explica la insistencia en una poco afortunada metáfora, repetida por Ollero en esta segunda edición del libro:

A los laicistas su alergia al incienso acaba generándoles inevitablemente una peculiar obsesión de fumadores pasivos. Puesta en marcha la operación profiláctica, es inútil intentar ponerle freno, precisamente porque no cabe neutralidad. Se empieza obligando a fumar en los asientos traseros y se acaba prohibiéndolo en todo el aparato; se comienza limitando la prohibición a trayectos nacionales y se acaba extendiéndolo a todos los vuelos; se establecen en un primer momento tolerantes puntos para fumadores y se acaba prohibiendo fumar en todo el aeropuerto; en edificios públicos u hoteles se invita a fumar en la propia habitación u oficina, pero se acabará prohibiendo en beneficio del futuro usuario o del eventual visitante. Una vez asumido que el tabaco es cancerígeno, no cabe ya neutralidad legítima; se impone con toda lógica el prohibicionismo hasta llegar a la tolerancia cero. Lo mismo ocurre al laicista con el hecho religioso; lo que, por cierto, pone de manifiesto la única convicción capaz de dotar de lógica a su actitud: que lo considere socialmente cancerígeno. (p. 95, de la primera edición; p. 128 de la segunda)

Ahí queda de nuevo la acusación, sin réplica alguna a la objeción que le hice en su momento: «Pero, ¿tan difícil de entender es que lo que una posición laica pretende y debe pretender es simplemente que el incienso se lo paguen los católicos de su bolsillo?»Ibídem, p. 78, nota 27. . Ante lo que solo me queda concluir que, según nuestro autor, mi posición es laicista, de vitanda «laicidad negativa».

Me temo que el meollo de esta peculiar sensibilidad de fumador perseguido invocada en nombre de la religión está en la escasa confianza de que, sin la positiva ayuda económica y simbólica del Estado, las creencias y prácticas religiosas establecidas podrían ir disminuyendo en número y relevancia. No de otra forma puedo explicarme la insistencia en una clara malinterpretación de una distinción que hace John Rawls entre neutralidad de propósito y neutralidad de efectos, que también destaqué en mi crítica. Rawls afirma que mientras el Estado liberal no puede excluir toda política que tenga como efecto que los ciudadanos sigan más o menos tales o cuales creencias, sí debe garantizar la «neutralidad de propósitos» y excluir cualquier medida «dirigida a favorecer o promover cualquier doctrina comprehensiva particular en vez de otra, o dar mayor ayuda [assistance] a aquellos que la siguen»Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993, p. 193.. Pero Ollero insiste una y otra vez en que las especiales ayudas a la(s) iglesia(s) en materias específicamente religiosas no comprometen la neutralidad de propósitos.

En efecto, frente a mi objeción (naturalmente, no solo mía) de que favorecer a unas religiones frente a las personas no religiosas o con religiones poco o nada implantadas no es neutral porque discrimina como menos valiosas las creencias de estos últimos, el argumentario en pro de las ayudas al catolicismo transita en este libro por un camino que comienza por preferir, en materia religiosa, la libertad sobre la igualdad (citando mucho, eso sí, el artículo 9.2 de nuestra Constitución que, sin embargo, las pone a la par), luego continúa por preferir la libertad positiva frente a la negativa (esto es, la subvención de ciertas actividades por el Estado frente a la garantía de la libre acción), después limita la libertad positiva a las comunidades confesionales para relegar la libertad negativa a los individuos no religiosamente afiliados y, en fin, termina por distinguir entre dos formas de discriminación: una mala, la de propósitos, que según Ollero no estaría en causa detrás de tantas y seleccionadas preferencias, y otra obligada y aceptable, la discriminación de efectos o sociológica, que sería la inevitable antítesis de la «imposible neutralidad de efectos» (p. 124), la cual, para cerrar el círculo hermenéutico, es «imposible» porque intentar realizarla nos sacaría de la neutralidad para arrastrarnos a la neutralización, esto es, a la abolición de las religiones.

Que en esa secuencia de preferencias y favorecimientos hay no solo efectos sino también propósitos discriminatorios está claro en cuanto se cae en la cuenta de que detrás de la visión favorable a las religiones sustentada por el artilugio de la «laicidad positiva» –un buen oxímoron, que «pertenece a la misma escuela que «sindicatos verticales» o «democracia orgánica»Fernando Savater, «Siempre negativa, nunca positiva», El País, 16 de octubre de 2008. – aparecen necesariamente dos clases de ciudadanos a los ojos del Estado: los salvados y los réprobos. Una discriminación que, lejos de salvarse, se corrobora cuando se afirma que para la efectividad de la libertad religiosa «lo auténticamente rele-vante son los obje-tivos de los ciudadanos; será en consecuencia decisivo qué es lo que ellos consideran indiferente o no al respecto. Cuando eso no se res-peta, acabarían condenados a ver tratado por el Estado como indiferente lo que a ellos sí les interesa» (p. 127; las cursivas son mías).

Lo malo de este texto es que solo avala la tesis de Ollero si por los ciudadanos sobreentendemos únicamente a los católicos (y, por extensión hoy ya aceptada, aun con límites, a evangélicos, musulmanes y judíos), pero en tal caso confirma la discriminación hacia los otros ciudadanos, aquellos que tienen otras creencias y actitudes en materia religiosa, implícitamente condenados a ver tratado por el Estado lo que a ellos sí les interesa no solo como indiferente, sino incluso como poco y menos deseable.

Según Andrés Ollero, sólo mediante formas de cooperación como las de los acuerdos con el Vaticano, esto es, mediante la promoción subvencionada por el Estado, puede la laicidad ser «positiva» y verdaderamente neutral, porque recortarlas conduce a una laicidad «negativa», según él tan perversa como la ina-ceptable pretensión de «neutralización» de los sentimientos religiosos mayoritarios que estaría en la agenda más o menos encubierta del laicismo militante de nuestra izquierda. A mi modo de ver, sin embargo, la negación de la «laicidad positiva», es decir, la supresión de las subvenciones, mezcolanzas y cohabitaciones en materias claramente religiosas, no es ninguna laicidad «negativa» sino la mera laicidad sin más, la necesaria y simple neutralidad a secas que trata por igual a todos los ciudadanos con independencia de sus creencias religiosas. Solo eso podría evitar la discriminación de propósitos por el Estado, sean cual sean sus efectos, que es lo que defendía Rawls.

¿Por ventura estoy afirmando yo, contra la explícita letra del artículo 16.3 de nuestra Constitución, que no debe haber cooperación entre el Estado y «la Iglesia Católica y las demás confesiones»? Puede quedar tranquilo el lector, al que ahorraré argumentos técnico-filosófico-jurídicos, porque en mi interpretación el Estado debe cooperar y ayudar a las confesiones en dos ámbitos: de un lado, para facilitarles en condiciones de igualdad con otras actividades y manifestaciones públicas el ejercicio de sus creencias y cultos, pero sin especiales subvenciones o ventajas económicas (permisos para la construcción de templos o la realización de procesiones, autorización de colegios religiosos, etc.); y, de otro lado, para subvencionar cuantas obras y necesidades de interés común sean menester o de utilidad (desde colegios concertados, centros sanitarios y similares hasta la conservación del patrimonio artístico), pero siempre sin favorecer las actividades idiosincrásicamente religiosas.

Andrés Ollero pretende que la cooperación como fomento religioso del Estado es tan distinguible de la vedada confusión entre ámbito religioso y estatal como incompatible con la idea de separación entre ambas. Y ese hueco recóndito entre la confusión y la separación lo encuentra adelgazando la idea de separación, que es, según él, un concepto ajeno a la Constitución y al Tribunal Constitucional, en pretendida correspondencia con el lenguaje común de los ciudadanos, los cuales «cuando se enteran de que menganita y fulanito piensan separarse, tienen la rara manía de no pensar ni por asomo que vayan a iniciar fructíferas relaciones de cooperación» (p. 284).

Pues lamento llevarle la contraria una vez más, pero creo que nuestro lenguaje común refleja perfectamente la situación de tantas parejas legalmente separadas que mantienen civilizadas relaciones de cooperación en relación con los hijos comunes y otros extremos, sea de manera espontánea, sea porque les ha obligado el juez. Por reflejar, el lenguaje común es capaz de reflejar muy bien incluso los casos de personas legalmente separadas que, rebasando con creces la cooperación, dan en cohabitar de hecho de vez en cuando. Pero ese es precisamente el tipo de confusión que debería evitarse en las relaciones entre Estado e iglesias.

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