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Una lección

OJOS QUE NO VEN

J. Á. González Sainz

Anagrama, Barcelona

154 pp. 15 €

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Qué papel asignar a las certezas morales en una novela? Se me antoja que su presencia debería ser como la del alcohol en el vino: irrenunciable e invisible. De estos requisitos el segundo es el más arduo para el escritor, cuyo compromiso ético suele calibrarse en función de la vehemencia con que se exprese. La discreción es una estrategia que exige demasiadas renuncias: reclama la soberanía absoluta del lector, al tiempo que desestima el uso de estrategias persuasivas que favorecen el lucimiento formal.
Pocos son capaces de asumir este pliego de sacrificios y tomar un camino que atraviesa encrucijadas hostiles. En ese trayecto el lector siente que él solo ha de enfrentarse en la ficción a los mismos equívocos, excepciones y matices que rodean en la vida real cualquier decisión que entrañe un posicionamiento ético. Y, al hacerlo así, involucra en ello una actividad crítica sin la que el mensaje moral de la obra se degrada o se disipa.
 

Ojos que no ven, el último libro de González Sainz, se sitúa en los antípodas de esa forma de entender la dimensión ética de la novela. Su relato, de hecho, se pliega a las inercias promovidas por ciertas consignas como «necesidad» o «valentía» bajo cuyo influjo, según parece, es posible y aun conveniente relajar el discurso crítico, tal y como exige la trinchera civil y política de donde parten. Y es que el tema de la novela no es otro que el terrorismo de ETA, a pesar de que deliberadamente se omite el nombre de la banda armada e incluso el de su patria. Ese ocultamiento de nombres propios es coherente con la visión sobre el terrorismo nacionalista que plantea la novela. Su propósito es mostrar la violencia que se cobra vidas y somete voluntades, pero separándola de sus circunstancias concretas, de modo que los crímenes, el miedo y las mordazas con que se manifiesta no puedan escudarse tras las consabidas argumentaciones de índole histórica, política o sentimental.

La aspiración fundamental, por no decir exclusiva, es esa reprobación vehemente del terror, señalando sin titubeos la identidad de verdugos y víctimas, denunciando la corrupción de ciertas palabras y la apropiación interesada de sus significados como coartada del crimen. Para ello el narrador dirige su atención hacia un personaje humilde, Felipe Díaz Carrión, uno de tantos emigrantes del interior rural que busca con su familia en el norte industrial la prosperidad que le niega la tierra de sus antepasados. Quizá las mejores páginas de la novela son las que describen la fractura brutal del desarraigo, el desconcierto de quien ha perdido el paisaje que certificaba la memoria personal y vertebraba una visión del mundo.

Este proceso, sin embargo, se despacha en la novela con relativa celeridad para mostrar rápidamente sus efectos de desgarro en la familia. Como si se tratara de una reproducción en miniatura del tejido social, la casa de Felipe Díaz se divide en dos bandos antagónicos. De un lado, el padre y el hijo pequeño, que conservan la sensatez y los principios a pesar de la presión de su entorno. Por otro lado, la madre y el primogénito, Juanjo, buscan la integración acercándose al movimiento abertzale, hasta que este último acaba incorporándose a las filas de ETA. Los pasos que lo encaminan hacia el terrorismo apenas son percibidos de forma tardía e ingenua por el padre, quien al final, tras romper su matrimonio y regresar al pueblo, deberá enfrentarse al horror del asesinato cometido por el hijo.

En estos planteamientos es fácil advertir ya el tajante dualismo que fundamenta la novela en todos sus aspectos. Las antinomias de violencia y mansedumbre, ideología y principios morales, terror y libertad, encuentran exacta equivalencia en los dos frentes inconciliables en que se divide la familia de Felipe Díaz, así como en el contraste del idilio rural y el hosco cinturón industrial, o en la colisión entre la retórica vociferante de unos y la callada discreción de otros. Si el objetivo de la novela era marcar los claroscuros de esas dicotomías y, con ello, esclarecer en la ficción lo que en la realidad suele comparecer desenfocado por falsedades y distorsiones, entonces habría que proclamar el éxito del autor.

Convendría recordar, no obstante, que una buena novela es la que cuestiona o altera las convicciones del lector o, cuando menos, la que hace que se formule preguntas relevantes sobre ellas. La gran novela no teme acercarse a territorios y personajes ambiguos o directamente reprobables, si con ello refuerza la autonomía de su propio recinto. Esto es algo que tiende a olvidarse fácilmente en una época en que a la literatura –como a otras formas de expresión artística– intenta asignársele una función meramente ilustrativa respecto a unas premisas previas que, por cierto, suelen ratificar los decálogos éticos y políticos oficiales.

A pesar de sus buenas intenciones, Ojos que no ven suscribe esta forma ancilar de entender la novela. Su lectura, en consecuencia, no aporta otro rédito que el del puro goce de la adhesión a lo consabido. Habrá quien encuentre en ello gratificación suficiente, pero al lector crítico le resultará difícil obviar las numerosas concesiones que entraña. La más importante tiene que ver con la credibilidad de los personajes, que hablan y actúan como la pura expresión de estereotipos de la pura bonhomía y ecuanimidad o, por el contrario, de la abyección más acrisolada. La ejemplaridad del relato desestima la pertinencia de los matices, así como la de cualquier circunstancia que permita comprender el origen y motivaciones de unos y otros.

No es un detalle menor que el protagonista ostente el mismo nombre que su padre, asesinado por unos «señoritos de camisa azul» en la Guerra Civil, y que también se llame Felipe el buen hijo, como si la virtud fuera una disposición genética más que una elección moral. Y algo similar puede decirse del otro bando, cuyo compromiso con el nacionalismo radical se presenta como una extensión de su resentimiento. No es lícito reprochar al narrador su decisión de no explorar las raíces de la violencia, de no mostrar la previsible presión del entorno sobre una familia de maquetos, o de no indagar en la complicada intersección de afectos, identidad e ideología. Sin embargo, es deber de la crítica advertir que en este terreno inexplorado se podían hallar los fundamentos de una novela más compleja y menos previsible.

Como es natural en una obra de tan clara vocación aleccionadora, se busca la adhesión del lector apelando directamente al pathos. Ello determina el empleo de estrategias destinadas a conseguir una conmoción tanto más intensa cuanto más fácil e irracional. Así debe interpretarse el planteamiento de situaciones donde se abusa del contraste entre inocencia e iniquidad (véanse la escena de la herriko taberna o la lamentable entrevista final con el hijo), las que exaltan el sufrimiento o la probidad del protagonista, por no hablar de la zafia continuidad entre la descripción física y moral de los personajes: la madre –sin entrañas– de aspecto hombruno, la risilla desafiante del hijo, los rostros hoscos de los abertzales. El lenguaje, además, adolece de unos excesos retóricos que lo instalan en una solemnidad constante y, al final, irrelevante. Ese exceso de intensidad y trascendencia visible en el estilo subraya el problema central de la verosimilitud, pero sobre todo confirma que la novela está concebida como la ejecución de un programa, no como un intento de captar (de comprender) el mundo.

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Ficha técnica

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