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Observación de la catástrofe

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Tal como ya sucediera el año pasado, sólo que con un mes de antelación, la mayoría de los europeos está sufriendo una ola de calor que nos recuerda cuán ardua podría ser la existencia en este planeta si se vieran sustancialmente modificadas sus condiciones ambientales. No está claro que estos episodios climáticos produzcan algún efecto duradero sobre nuestra percepción de la realidad, aunque hay motivos para pensar que van dejando huella en la opinión pública: no es descabellado apreciar un nexo causal entre la proliferación de fenómenos climáticos extremos y el mayor número de ciudadanos, incluso en Estados Unidos, que aceptan la tesis de que el cambio climático en curso es de origen antropogénico y se requieren políticas públicas destinadas a atenuarlo.

Ahora bien, ¿es la ola de calor un «acontecimiento»? El contraste con aquellos sucesos que hasta ahora han merecido inequívocamente la cualidad de tales resulta evidente: de la catástrofe nuclear de Chernóbil, que la serie televisiva de HBO/Sky ha traído a la conciencia pública occidental, a los atentados del 11-S de 2001 en Nueva York, por no remontarnos en el tiempo hasta la aparición del cinematógrafo o la Revolución Francesa. A diferencia de estos otros relámpagos históricos, la ola de calor tiene una duración prolongada y es experimentada de manera directa a través de nuestros sentidos. Y aunque no podremos asignarle un significado sino a través de un conjunto de mediaciones científicas y periodísticas, eso pasa también con otros acontecimientos cuyo sentido no se encuentra inmediatamente disponible para los observadores. ¿O acaso la imagen de los aviones chocando contra las Torres Gemelas ofrecía un significado claro a quien la contemplara a través de la pantalla del televisor?

Durante los últimos años, en buena medida a causa del 11-S, las ciencias sociales y las humanidades han procedido a una reconsideración del acontecimiento: su existencia y su importancia, evidente para los sentidos, han reclamado atención disciplinar. Verdaderamente, está claro que son los historiadores quienes se sienten inmediatamente concernidos por el acontecimiento y su posible retorno, pues habrán de decidir si ese regreso factual debe venir acompañado por su recuperación metodológica. Ya que el acontecimiento se ha manifestado en la historia, ¿debe la historia organizarse a partir del acontecimiento?

En realidad, ya existió una historia que giraba en torno al acontecimiento. Nos lo recuerda Jaime de la Calle en un artículo que se remonta al debate entre el historiador francés Charles Seignobos y el eminente sociólogo, también francés, Émile Durkheim. Defendía éste a comienzos del siglo xx la idea de una sociología que se constituyera como centro de referencia de las demás ciencias sociales y operase a partir de los datos suministrados por éstas. Por esa razón, Durkheim carga contra la historia de los acontecimientos –que Seignobos, en cambio, defiende– y demanda de los historiadores una disposición más «científica». Se trataba de borrar del mapa una historia compuesta por sucesos particulares sin aparente vínculo causal, por hechos irrepetibles en lugar de patrones o tendencias capaces de identificar condiciones estructurales. El positivismo entendía que esta forma de hacer historia no era sino un encadenamiento de anécdotas y reclamaba un esfuerzo académico orientado a fijar hechos sociales regulares, generalizables, con especial énfasis en unas representaciones colectivas que trascienden la mera suma de sus partes. En este contexto, la historia de los acontecimientos no es más que una excentricidad decimonónica que pronto desaparece del mapa disciplinar.

De hecho, aunque la posterior Escuela de los Annales rechaza el exceso de abstracción propio del positivismo, su proyecto se centrará en la historia de las realidades vivas, tal como se manifiestan ordinariamente en el cuerpo social: una concepción orgánica en la que tampoco desempeñará papel alguno el acontecimiento. La noción de la longue durée, o larga duración histórica, tal como sería defendida a finales de los años cincuenta por Fernand Braudel, se opone asimismo con claridad a cualquier investigación histórica basada en el suceso particular: el tiempo corto de los acontecimientos llamativos sería engañoso por definición, alterando la brújula del historiador al hacerle perder de vista el ciclo largo de las estructuras sociales y las mentalidades colectivas. Por ejemplo: más que dejarse abrumar por el estallido dramático de una guerra, el historiador habría de identificar los procesos sociales de fondo que explican –prefiguran– su acaecimiento. En definitiva, suele distinguirse entre una historiografía más o menos amateur que se centra en acontecimientos concretos y otra, más científica e ilustrada, que pone el foco en las estructuras, los procesos de largo recorrido y la temporalidad lenta de la vida social. Ni siquiera el genocidio judío perpetrado por los nazis, desde este punto de vista, poseería singularidad suficiente como para separarse del flujo ordinario y terrible de la historia.

No obstante, durante los últimos años no han faltado las propuestas orientadas a devolver dignidad epistémica al acontecimiento, entendido como una irrupción excepcional en el decurso histórico. El propio Holocausto podría verse así sin dificultad, tan extraordinaria es su ocurrencia en perspectiva comparada, como un acontecimiento sin parangón: pues no hay nada con que compararlo. Pero Humberto Beck ha puesto de manifiesto cómo esta reivindicación del acontecimiento corre paralela a la aparición de un diagnóstico novedoso sobre el tiempo histórico convencional, que se habría visto alterado a causa del predominio creciente de la experiencia temporal del presente en detrimento del pasado o el futuro. Serían representantes de esta corriente revisionista, entre otros, el historiador François Hartog y el teórico literario Hans Ulrich Gumbrecht; entre nosotros, el filósofo Manuel Cruz ha planteado argumentos similares en un ensayo reciente. Estos autores destacan el modo en que ha cambiado la relación de los seres humanos con el futuro, que habría dejado de existir –al menos en las sociedades occidentales– como un horizonte abierto de posibilidad en el que cabía depositar una esperanza de mejora. Viviríamos ahora, en consecuencia, en un presente prolongado que ocupa toda nuestra experiencia temporal. Ya no creemos en la historia, sugiere Hartog, en la historia concebida como un despliegue racional hacia lo mejor. Por su parte, Gumbrecht sostiene que el «cronotopo historicista», de acuerdo con el cual el pasado carece de valor y el presente no es más que una transición fugaz hacia el futuro, estaría viéndose desplazado por una nueva construcción social del tiempo que pone en crisis al historicismo. Ahora el futuro es más bien una confluencia de amenazas que se ciernen sobre el presente, ya sea en forma de colapso climático o apocalipsis tecnológico; el resultado es ese presente lento y extendido que no parece moverse hacia ninguna parte que no sea el desastre colectivo.

En este contexto se produciría la irrupción del acontecimiento, un suceso singular que parte el tiempo en dos. Ya hemos visto que hubo un tiempo en el que los historiadores situaban el acontecimiento en el centro de su análisis, razón por la cual ahora se habla de «retorno» más que de «nacimiento» o cualquier otra noción inaugural. El historiador francés François Dosse dedicó hace unos años un libro a semejante re-nacimiento, pero a él se han dedicado también filósofos como Alain Badiou o Slavoj Žižek (ambos interesados en las posibilidades revolucionarias del acontecimiento, a la manera en que Giorgio Agamben se ocupa del tiempo paulino y la noción del kairós o lapso de tiempo cualitativo en el que sucede algo importante). La aproximación de Žižek tiene el mérito de conectar con el que quizá sea el aspecto más interesante del retorno contemporáneo del acontecimiento: su relación con el impacto estético en la subjetividad. El pensador esloveno, que admite de entrada la indeterminación terminológica de una palabra que se usa para un tsunami igual que para un récord del mundo o el traspiés televisado de una celebrity, describe el acontecimiento como

algo chocante, fuera de norma, que parece suceder repentinamente e interrumpe el flujo ordinario de las cosas; algo que da la impresión de provenir de ninguna parte, sin causas discernibles, una apariencia que no se funda en nada sólido.

Es, dice, un efecto que excede a sus causas. Aunque cabe preguntarse si el acontecimiento es un cambio en la realidad o en el modo en que se nos ofrece la realidad. Se trata de las dos cosas a la vez: con el acontecimiento cambian las cosas y cambian los parámetros con arreglo a los cuales juzgamos las cosas. Por eso supone un reenmarcamiento: algo inesperado hace acto de aparición y desde entonces no podemos ver la realidad de la misma manera. Esto vale para la Revolución Francesa, para el Holocausto, para el 11-S. Cuando comenta a Badiou, eterno creyente en la revolución comunista, Žižek destaca que para éste el acontecimiento es una contingencia que engendra un principio universal que, a su vez, nos obliga. Pero, ¿obliga a quién, y a qué? La pregunta no es irrelevante, sobre todo si quien habla de un principio universal está a la espera de que arribe un Gran Acontecimiento que termine de una vez por todas con el capitalismo.

En un trabajo reciente, el teórico político Michael Shapiro se ha apoyado en las tesis de Kant sobre lo sublime, donde convergen la política y la estética, para defender la inevitable pluralización de las respuestas al acontecimiento. Como es sabido, Kant se apoyaba en Edmund Burke, quien fue el primero en hablar de lo sublime: el encuentro del ser humano con un objeto o suceso tan abrumador que nuestra imaginación se ve paralizada y nos encontramos incapaces –al menos de momento– de hacer provisión de sentido. Kant admitirá que la mente se ve perturbada ante lo sublime y Shapiro habla de una «insistencia de lo sublime» que confirma la intuición del filósofo prusiano: siempre que encontramos dificultad para explicarnos la experiencia, reaparece lo sublime. La relación entre el acontecimiento y lo sublime es evidente: el verdadero acontecimiento suele ser sublime, a fuer de abrumador o sobrecogedor, dificultando la extracción humana de sentido. La importancia de Kant, dice Shapiro, está en el establecimiento del papel del sujeto como constitutivo de la experiencia: las cosas tienen el sentido que les damos y no un sentido exterior a nosotros. Pero Kant confiaba en que lo sublime terminase por generar un sensus communis o interpretación compartida, una suerte de decantación explicativa que proporcionase un sentido racional –o racionalizado– a la experiencia. Tirando de Gilles Deleuze y de Jacques Rancière, lo que subraya Shapiro es que el suceso catastrófico o sublime activa distintas comunidades de sentido en el cuerpo político: diferentes interpretaciones entran en liza una vez que el acontecimiento se ha producido y la perplejidad inicial deja paso a la búsqueda de significado. Se da así por sentado que el acontecimiento existe y puede ser identificado fácilmente debido a su radical singularidad; lo decisivo será la medida en que ese acontecimiento afecte a la subjetividad de los contemporáneos, poniendo en circulación nuevos significados capaces de modificar nuestra relación con el mundo. Podríamos incluso razonar inductivamente: si no modifica nuestra relación con el mundo, el acontecimiento no es un acontecimiento.

Sobre eso se muestra de acuerdo el historiador Hayden White: la ocurrencia misma del acontecimiento no suele ponerse en cuestión. Se trata más bien de esclarecer su naturaleza, de determinar su novedad e intensidad, de elucidar su significado. Ahora bien: el acontecimiento será «histórico», dice White, si puede ser descrito como poseedor de los atributos que caracterizan a los elementos de una trama; si puede insertarse en una historia. Esto choca con la idea, firmemente establecida en la historiografía contemporánea, según la cual no existen tramas en la historia; mientras que tampoco la historia, en sentido hegeliano, es ella misma una trama. White sostiene que, para entrar en la historia, los acontecimientos son transformados en hechos por medio de la investigación y el análisis: si bien los acontecimientos se producen, los hechos han de ser establecidos por la comunidad científica. Es una manera de cerrar el círculo abierto con el retorno del acontecimiento, al menos en lo que a su tratamiento académico se refiere: sin necesidad de dedicarse a una vulgar historia de los acontecimientos, el historiador puede hacer historia con los acontecimientos. Puede, en fin, indagar en sus causas y en su sentido con objeto de explicar cómo algo así ha podido producirse; sin eliminar su singularidad ni deducir de ésta una especial ininteligibilidad. White acierta a describir la peculiaridad del acontecimiento a través de una pregunta:

¿No será que el acontecimiento específicamente histórico es un suceso que se produce en algún presente (o en la experiencia de un grupo), sin que su naturaleza pueda discernirse y nombrarse, debido a que sólo se manifiesta como la «erupción» de una fuerza o energía que altera el sistema preexistente y fuerza un cambio (la dirección o trayectoria del cual no puede conocerse hasta que no se entra en ella) cuya finalidad, objetivo o propósito puede ser comprendido, aprehendido o respondido en un momento posterior?

No debería haber duda: el acontecimiento posee una indudable potencia histórica, que actúa con independencia del modo en que la disciplina de la historia lidie con el acontecimiento. Ni que decir tiene que la necesidad que tiene el sistema mediático de presentar relatos escandalosos acerca de la realidad, debidamente irritada para la producción serial de acontecimientos, puede contribuir a la confusión acerca de lo que sea un verdadero acontecimiento y no un signo hinchado o eso que el historiador Daniel Boorstin llamaba «pseudoacontecimientos».  Pero el verdadero acontecimiento se reconoce con facilidad: se abre paso en nuestra atención. Y aquello que es descomunal o carece de precedentes o realiza lo impensable constituye un factor histórico de primer orden. No sólo porque altera nuestra percepción del mundo, o la percepción del mundo de un número suficiente de personas, sino porque nos recuerda que ese mundo –este mundo– puede cambiar de manera dramática. Frente a las cadenas de la necesidad, que en nuestra mirada hacia la historia adopta la forma de una teleología, el acontecimiento se presenta, para bien o para mal, como una singularidad desvinculada de las estructuras y las previsiones, afirmando sin reparos la posibilidad de que el tiempo traiga consigo novedades que no pueden someterse a control. De ahí que el acontecimiento –también una ola de calor– posea la cualidad de lo sublime: sacude nuestra subjetividad y exige una respuesta que no siempre sabemos dar. Al fin y al cabo, no es lo mismo inventarse un milenarismo que darse de bruces con él.

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