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El arte de elegir

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El 10 de junio pasado, el Congreso convalidó el Decreto-ley 20/2020 que establece el ingreso mínimo vital (Imv en adelante) como mecanismo para combatir la desigualdad y aliviar las condiciones de pobreza extrema. El legislador estima que un individuo está en situación de pobreza extrema si sus ingresos son inferiores al nivel de una pensión no contributiva (5538 euros anuales) y, por tanto, ese importe es la renta garantizada de un individuo; la ley define además los multiplicadores relevantes que han de aplicarse a esa renta individual para obtener los niveles de renta garantizada de cada unidad económica pluripersonal, según el número de adultos y de niños que la compongan. El Imv es el derecho de la unidad económica (individual o pluripersonal) a recibir una prestación por la diferencia entre la suma de sus recursos y el nivel de la renta garantizada que le corresponda.

Es imposible reseñar aquí el complicado sistema de requisitos exigidos-referentes tanto a los ingresos como al patrimonio de la unidad económica- para aspirar a la condición de beneficiario. Llama la atención la exigencia arbitraria de un requisito de edad: los beneficiarios del Imv individual deberán ser mayores de 23 y menores de 65 años, como si una joven menor de 23 años no estuviera en tanto o mayor riesgo de exclusión que un residente más talludo. El Imv, además, no es un sistema cerrado porque su disfrute es compatible con las ayudas sociales de las CCAA y con las prestaciones sociales de tipo finalista, de modo que los hogares económicamente vulnerables no recibirán la misma asistencia en Cantabria que en Extremadura, por ejemplo. Por último, la norma elude enfrentarse al problema potencial de que la subvención condene a los beneficiarios a vegetar permanentemente en el umbral de la trampa de la pobreza, mediante la práctica españolísima de aplazarlo encomendándose a Romanones: la unidad de convivencia cuyos ingresos-derivados del mercado de trabajo o de beneficios de actividades económicas por cuenta propia-superen el nivel de su renta garantizada, podrá seguir percibiendo el Imv “en los términos y con los límites que reglamentariamente se establezcan”. O sea, que ya veremos.  

En efecto, este texto legal de 40 páginas de prosa plúmbea, que pocos de los diputados que lo han votado han leído-y menos entendido-, pone en marcha un esquema de protección de perfiles imprecisos y desarrollo incierto. Un programa difícil de evaluar que pone a prueba la viabilidad del proceso de elección pública. Y es que la elección pública es siempre difícil, incluso tratándose de problemas sencillos, como podrá comprobar el lector enfrentándose al siguiente experimento. Considere la elección entre dos propuestas bien definidas, dos hipotéticas alternativas de reforma del IRPF (acompañado de un sistema de transferencias) que persiguen el doble objetivo de remediar las situaciones de pobreza extrema y ofrecer, al mismo tiempo, incentivos a la participación en el mercado de trabajo y a la inversión. A diferencia del debate político habitual, estas propuestas se caracterizan por ser claras y sencillas, lo que facilita su comparación. En las dos propuestas, las subvenciones recibidas están exentas de impuestos; solo tributa la renta efectivamente ganada en el mercado (de trabajo o de capital).

En el Plan A, los que no perciban renta alguna (de trabajo o capital) recibirán una transferencia anual de 6 mil euros. Esa transferencia se reducirá en un tercio de cada euro que obtengan de renta en el mercado. Así, el que gane 3 mil euros, percibirá solo 5 mil euros de subvención, consiguiendo una renta disponible de 8 mil euros; con ingresos de 9 mil euros (de salarios o rentas de capital), la ayuda se reduce a 3 mil euros (renta disponible de 12 mil, y así sucesivamente). A partir de los 18 mil euros de renta se empieza a pagar el IRPF a un tipo constante de un tercio (33,33%), aplicado a una base que es la diferencia entre la renta y 18 mil. Por ejemplo, quien gane 48 mil euros, pagará 10 mil de impuestos (la tercera parte de la diferencia entre 48 mil y 18 mil); quien gane 108 mil, pagará 30 mil.

En el plan B, todo el mundo (desde el más pobre hasta Amancio Ortega) recibe una renta universal de 6 mil euros, libre de impuestos. Pero todas las rentas ganadas (de trabajo o capital) tributan a un tipo de un tercio (33,33%) desde el primer euro. Así, quien tenga ingresos de mercado de 9.000 euros pagará por IRPF 3.000 euros; quien perciba 90 millones tendrá una deuda tributaria de 30 millones.

Suponga que la recaudación de cada plan es suficiente para asegurar el equilibrio presupuestario. Desde el punto de vista de la eficiencia y de la equidad ¿Cuál de los planes le parece mejor? Compare solo el plan A con el B- y no con el que para usted sea el plan ideal-. 

La tendencia natural es a preferir el plan A frente al plan B. En el plan A la subvención está graduada en función de las necesidades del sujeto pasivo y solo reciben subvención los considerados dignos de recibirla, mientras que en el plan B, que consagra la renta básica universal, el más rico recibe la misma ayuda (6.000 euros) que el más pobre. Las transferencias son un recurso precioso que debería concentrarse, como se hace bajo el plan A, en aliviar la pobreza, en vez de despilfarrarlo como lo hace el plan B, distribuyendo dichas transferencias igualitariamente entre todos los ciudadanos. Los impuestos que financian esas transferencias-y el resto del gasto público- son de naturaleza diferente entre uno y otro plan. Ciertamente, en ambos casos se trata de un impuesto sobre la renta (ganada en el mercado). Pero en el plan A el impuesto es progresivo porque, dado el mínimo exento de 18.000 euros, la proporción de la renta que se lleva el Fisco aumenta al aumentar la renta del sujeto pasivo. En el plan B, el impuesto es estrictamente proporcional: Hacienda se lleva la tercera parte de cualquier renta ganada en el mercado, sea la del opulento ejecutivo o la del humilde menestral. Ambos argumentos confluyen en caracterizar al plan A como el más redistributivo y progresista.

Y, sin embargo, los dos planes son idénticos, en el sentido de que, cualquiera que sea la renta del sujeto pasivo, la renta disponible para el gasto (deducido el impuesto y añadida la transferencia que proceda) será la misma en los dos sistemas, como el lector podrá comprobar por sí mismo realizando los ejercicios de comparación oportunos.

Si usted lo ha visto claro desde el principio, enhorabuena. Si, en cambio, ha votado por el plan A, está también en buena compañía. Según Greg Mankiw- de quien he tomado la idea-, más del 90% de sus alumnos de Harvard se lanzaron a defender el plan A. Este es un error que se comete fácilmente cuando uno se deja influir por el poder evocador de las palabras -renta universal, progresividad, etc-, sin detenerse a hacer los números. De esta inclinación humana se han aprovechado los demagogos siempre, pero el Estado intervencionista actual les facilita la explotación del votante en gran escala.

Sobre Mankiw, ver: Would a “Wealth Tax” Help Combat Inequality? A Debate with Saez, Summers, and Mankiw.

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Ficha técnica

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