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Confución

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Visto y no visto: Confucio había desaparecido. Y lo que se había dado de naja no era el personaje en su frágil envoltura mortal, que eso ya lo había hecho hacía veinticinco siglos, sino una gigantesca estatua de bronce de diecisiete toneladas de peso y unos diez metros de altura. El 12 de enero de 2011, sin previo anuncio ni fanfarria, una imagen del antiguo sabio había aparecido delante de la entrada del Museo Nacional, en el lado este de la plaza de Tiananmen en Pekín. La escultura no estaba llamada a rivalizar con otras del mismo material que han cobrado merecida fama, como la del Zeus o Poseidón de Artemision (cuál de los dos sea, aún se discute) que exhibe el Museo Arqueológico de Atenas, o el ciclópeo Buda de Kamakura en Japón, o el San Pedro de Arnolfo di Cambio en Roma. Wu Weishan, su autor, había optado, con un dengue expresionista, por representar a este Confucio suyo como una presencia densa, maciza y obstinada como el ropón que le tapa todo el cuerpo, y crasa en la sonrisa que esboza su boca, a un tiempo afable, displicente y burlona como la del gato de Cheshire. No hace falta una imaginación desbordante para adivinar a quién iba dedicada. Allí cerca, en un mausoleo de arquitectura detestable, duerme su sueño macilento, como de plástico, pero afortunadamente eterno, Mao Zedong, el Gran Timonel que animó a sus guardias rojos a profanar y destruir los templos confucianos (kong miao) esparcidos por el país, y hasta la propia casa ancestral del filósofo en Qufu, en la provincia de Shandong. Cada vez que podía, Mao le arreaba por caudillo principal del feudalismo (?) que había sumido al país en su miseria. La afrenta de su presencia en Tiananmen no pasó inadvertida para sus legatarios y, con la misma imprevisible decisión con que se había materializado su llegada, la estatua de Confucio se desvaneció en la noche del 21 de abril, sólo tres meses después de su aterrizaje. Alguien se la llevó sin rechistar por qué. Hoy, ni está ni se la espera. «Por fin han echado a patadas de la plaza de Tiananmen al zahorí que con sus pócimas espirituales de negrero ha envenenado a la gente durante milenios», concluía con elegancia un maoísta notable. El Museo Nacional, en cambio, iba a albergar en su seno dos meses más tarde una tienda Louis Vuitton que, según creo, aún sigue allí. Para los restos.

Salto adelante. «Como sabes, los chinos solemos tener tres nombres. El primero, el apellido de la familia y el último el que nos han dado nuestros padres», me instruía hace poco un colega de la universidad. «El más complicado es el segundo. En algún momento de la historia familiar, un ancestro previsor decidió cuál habría de ser ese nombre para las numerosas generaciones que esperaba que siguiesen a la suya. Como cuantas más haya, tanto mejor para los antepasados, porque tendrán quien les recuerde, les ofrezca sacrificios y limpie sus tumbas, el denominador no solía quedarse corto y nos bautizaba a todos hasta la quincuagésima y la centésima generación. Y así, si yo me llamo Li (apellido) Ping (nombre del ancestro para mi generación) y Cai (el nombre elegido por mis padres), mi hermano puede ser Li Ping Ma y mi hermana Li Ping Mei. Generalmente, en pinyín, los dos últimos nombres aparecen juntos. Para los occidentales yo soy Li Pingcai, mi hermano Li Pingma y mi hermana Li Pingmei. Mis hijos y los de mi hermano serán Li Xuan (nombre ancestral de esa generación) seguido del que nosotros queramos darles. El mío (porque sólo puedo tener uno) será Li Xuanyu y el de mi hermano Li Xuanzi. ¿Te enteras?». Asentí por cortesía, aunque puede que la cosa no fuera exactamente como yo la transcribo. Él siguió: «Generalmente nos dirigimos unos a otros con los tres nombres y por ese orden: apellido, nombre ancestral y nombre propio. Pero cuando somos amigos solemos llamarnos sólo por el segundo y el tercero. Tú me llamas Pingcai, ¿no? Y si tienes un ligue o estás casado, generalmente a ella la llamas por su nombre propio y nada más. El nombre propio a secas denota un alto grado de intimidad y de afecto». «Todo muy claro», repongo, «pero, ¿qué pasa con los chinos y las chinas, que las hay, que sólo tienen dos nombres? Tu chica, por ejemplo, se dice sólo Peng Dan y yo suelo llamarla sólo por su nombre propio. ¿Te hueles que estemos liados?». Se para un momento y, como si hubiese mamado a los pechos de una madre deconstruccionista, me espeta: «Bueno, todo depende del contexto». Y pasamos a otra cosa.

Que Dios me perdone el repulgo orientalista, pero, cuando se lo proponen, ni Dios se entera de lo que quieren decir o hacer estos chinos. «Hola, soy Confucio. Ahora me ves, ahora no me ves», o «No te hagas ilusiones porque te dejo llamarme Dan; no hay otra forma de hacerlo». Las cosas pasan y sólo unos pocos saben por qué y las palabras valen lo que valen… hasta que llega la reina roja. Entre los chinos, también hay que correr a toda velocidad para seguir en el mismo sitio.

Este largo exordio me venía a las mientes con motivo del reciente pleno del Partido Comunista Chino. Todos los medios, amigos y enemigos, se han hecho lenguas de la unidad de sus dirigentes y de las amplias esperanzas que han abierto para el futuro. Dejando de lado lo segundo, porque el destino eterno de las esperanzas es el de ser defraudadas para que inventemos otras nuevas, discrepo de lo primero. Cuando uno lee a sus admiradores, la misma idea fija brota una y otra vez. Los comunistas chinos han conseguido establecer un sistema de selección de sus altos gobernantes que no necesita apoyarse en los inciertos procedimientos democráticos al uso en otros lugares. Ahí está, por si había que probarlo, la sucesión inconsútil de Jiang Zeming por Hu Jintao y, el año pasado, la de Hu por Xi Jingping. Pura seda.

¿Estará de verdad Zhongnanhai, el misterioso recinto chino equivalente al Kremlin ruso, tan manso como parece? No, no tengo contactos allí, pero me da en la nariz que el flamante presidente Xi necesita correr a una velocidad endiablada. Por el contexto.

En principio, todo está en calma. Si tomo el patrón de Dalian, la ciudad que me acoge por unos meses, la construcción de apartamentos sigue su carrera enfebrecida, cada vez hay más yates (aunque no son aún muchos) en el puerto de recreo, las tiendas están a rebosar y, enfrente de la universidad, abrió hace poco Walmart un supermercado limpio y ordenado que ha sustituido al anterior, innombrable y pobretón. La cadena de centros comerciales Wanda acaba de poner en marcha allí cerca uno espectacular. Hay dinero y se lo ve correr. Al otro lado de la ciudad, en el centro financiero e internacional, salta a la vista la que para mí es la causa de las prisas de Xi. En la Avenida del Pueblo (Renmin Lu) se agolpan todas las tiendas de lujo que uno identifica con el capitalismo más desbordado, ésas en las que sólo suele comprar el uno por ciento. No voy a repetir sus nombres: los de siempre. Pero el Gran Sujeto del que es epónima difícilmente puede ser bienvenido allí, porque no tiene dinero para pagar los precios tokiotarras de sus restaurantes ni para comprarse esa pañoleta con los colores de Burberry que tanto le mola, porque son sideralmente caras. Según el Banco Mundial, el índice Gini de desigualdad social estaba en 2009 en 42 y el veinte por ciento superior de la sociedad china se llevaba un 47% de la renta nacional. Si se suma al siguiente veinte por ciento, entre los dos llegaban al 70% de la renta. El Pueblo que da su nombre a la avenida principal tenía que conformarse con el 30% restante y eso no da para mucho. Bueno, sólo si no trabajas para el gobierno. El vecino de al lado, te cuentan, gana unos mil dólares al mes, lo mismo que un profesor de universidad, pero tiene un Audi 8. Es un ahorrador. Y el teniente de alcalde, con sus dos mil, puede irse a jugar al golf a Florida y de vacaciones a la Costa Azul donde, yuan a yuan, ha conseguido hacerse con una villa mirando al mar. También es muy ahorrativo.

Pero la gente encaja cada vez peor tanta desigualdad y tanta corrupción y los funcionarios temen que algún día lleguen los comunistas y les quieran quitar todo eso. Así que Xi ha puesto en marcha una cruzada anticorrupción. Se nota, vaya si se nota. En la universidad han desaparecido los lujosos banquetes de antaño. Hoy, con un poco de cerdo agridulce y unas hortalizas insulsas despachan las ocasiones y nada de llevarse a casa las sobras. No las hay. Las raciones se afinan y hasta he visto reaparecer el arroz. Pero todo el mundo sabe que eso es la pacotilla del sobrecargo. Lo que preocupa a los beneficiarios del sistema son otras medidas más decisivas. ¿Llegarán? Tal vez unas pocas para las manzanas más podridas del barril, pero, claro, alguien tiene que decidir cuáles son, porque en la cuba nadie huele precisamente a Joy, de Jean Patou. Y ahí empiezan los problemas. En los últimos tiempos han corrido rumores por confirmar sobre la caída de Zhou Yongkang, que hasta el año pasado era miembro del comité permanente del Politburó y ministro de Seguridad. Zhou, de seguro, conoce la vida y los milagros económicos de cada uno de sus colegas y parece que tiraba hacia la izquierda maoísta por lo de que los trapos sucios tienen que lavarse en casa. Zhou estaba muy próximo al desgraciado Bo Xilai y ambos cuentan con grandes amigos entre los capos del ejército.

Para blindarse, Xi ha doblado la apuesta y se ha subido a un tigre. O lo han subido. Hace ya unos años, un observador tan agudo como Liu Xiaobo anunciaba que «el régimen autocrático ha secuestrado las mentes del pueblo chino, canalizando sus sentimientos patrióticos hacia la locura nacionalista». Un par de semanas atrás, China extendía su zona de vigilancia militar hacia varias islas del Mar Oriental, lo que podría arrastrar al país a un enfrentamiento armado con Japón y con Corea del Sur, aliados ambos de Estados Unidos. Ya se sabe que Obama tiene un ansia infinita de paz y es muy posible que retroceda si lo empujan, pero el panorama no es exactamente alentador. Para nadie, porque Xi se la juega. Sea, pues, por las discusiones teóricas sobre el papel de los sabios ancestrales; sean las resistencias a limitar la corrupción y la desigualdad; o lo sean esas salidas chauvinistas de gran potencia, la mar ha amanecido arbolada.

En China, hoy, se masca la confución.

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