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Entre las características de los libros que llamamos clásicos hay que señalar la capacidad que tienen para renovar el sentido de sus significaciones, adaptándose sin estridencia y sin perder interés a las perspectivas psicológicas y morales de los sucesivos lectores. Sin duda, esa adaptabilidad a nuevos enfoques y preguntas, su poder para suscitar nuevas respuestas y permitir la aproximación fructífera de los lectores futuros, es lo que, entre otras cosas, muestra la virtud superviviente de tales libros singulares. Publicada por entregas a lo largo de 1859, la novela Oblómov se presenta casi ciento cincuenta años después en una nueva edición española, para ofrecer a los lectores un personaje que, para la crítica tradicional, ha sido, sobre todo, ejemplo de la indolencia eslava, una imagen de la aletargada Rusia del siglo XIX. Sin embargo, considerado desde nuestras circunstancias de lectores actuales, resulta que el «oblomovismo», la actitud vital de ese rentista apoltronado que se llama Ilia Ilich Oblómov, puede alcanzar nuevas perspectivas y hasta enlazar misteriosamente con otros personajes que componen algunos elementos de la sensibilidad literaria contemporánea. Conviene advertir que la vigencia de esta novela, su aptitud para ofrecer nuevos significados para un personaje que parecía arquetípico de unas circunstancias históricas precisas, se sostiene sobre todo en su extraordinaria construcción y en la riqueza de sus contenidos narrativos y psicológicos. Una vez más, una novela del siglo XIX nos puede ayudar a desmontar ese tópico que ha caracterizado con el marchamo de «decimonónico» un estilo novelesco pretendidamente marcado por lo lineal, lo puramente denotativo y la falta de refinamientos técnicos. Oblómov está dividida en cuatro partes, que aunque no son simétricas en su extensión tienen cada una un número muy parecido de capítulos. La primera parte transcurre en la misma jornada. Lo concreto del espacio temporal de la narración, la mañana de un día de mayo, permite conocer de cerca, como al microscopio, al personaje central, a través de su relación con las gentes de su entorno, su criado pero, sobre todo, algunos de sus amigos y conocidos. Está muy avanzada la jornada. No obstante, Oblómov todavía permanece en bata, y mientras diversas gentes llegan a visitarlo para que vaya con ellos a celebrar la festividad, él se muestra atribulado por dos sucesos que no sabe cómo afrontar, una carta del administrador de sus tierras en que le dice que las rentas menguarán aún más de lo que lo han venido haciendo en anualidades anteriores, y la advertencia de su casero de que debe mudarse a otro sitio, pues necesita la vivienda. El desarrollo de los incidentes, a lo largo de la mañana, nos permitirá conocer a nuestro indolente rentista y a una parte de la gente de la época: altos funcionarios, modestos empleados, escritores, infames sablistas. Al fin llegará Sholtz, el alemán amigo de la infancia de Oblómov, empeñado en recuperar al perezoso para la curiosidad de las cosas y la vitalidad del mundo exterior. Una muestra extraordinaria de la maestría del narrador está en la introducción, casi al final de esta primera parte, de un capítulo, el IX, único de todo el libro que lleva título –«El sueño de Oblómov»–, como una brusca iluminación que presenta el pasado del protagonista en la comarca natal. Al parecer, «El sueño de Oblómov» fue publicado diez años antes que la novela, como texto autónomo, y ciertamente aparece incrustado en el discurso narrativo sin demasiada justificación dramática. No obstante, su inclusión cambia de pronto la dimensión del personaje, que parecía perfilado en casi todos los matices de su radical indolencia, y con cuya peligrosa vagancia ya nos habíamos familiarizado, para darle un nuevo sentido. «El sueño de Oblómov» es una especie de viaje a la maravillosa comarca en que «el tiempo transcurre inmutable y sereno», y podemos percibir sin sobresaltos el paso de las estaciones, una especie de Arcadia donde el suceso más importante es un parto cuádruple y las mayores amenazas, los hurtos de verduras y de gallinas. «El sueño de Oblómov» nos devuelve la imagen del personaje en la niñez y en la adolescencia, entre su familiares y sus siervos, y reconstruye las pequeñeces de su vida en aquellas jornadas rurales, los almuerzos, los paseos, las siestas, los cuentos maravillosos escuchados en el atardecer. «No necesitaban nada –se dice en un momento del capítulo–; la vida, como apacible río, fluía, dejándolos al margen; les bastaba con permanecer sentados en la ribera y observar los inevitables acontecimientos…» Ya no podemos saber si este texto doblemente antiguo –por el tiempo de su escritura y por el que reproduce en la propia ficción– que se inserta de repente, perteneció alguna vez, siquiera como embrión, al proyecto de la novela, pero sin duda a partir de su aparición este Oblómov inerte, abúlico, cuya principal actividad consiste en entregarse desde su diván a ensueños de acciones futuras que nunca acometerá, se nos aparece atado a la nostalgia de unas rutinas sin tiempo, náufrago del mundo paradisíaco en que nació y transcurrieron los primeros años de su vida. Y sospechamos que, preso del recuerdo de ese lugar sin tiempo, es imposible que Oblómov pueda incorporarse al transcurso de la Historia. La primera parte sería ya en sí misma una excelente novela, que habría diseñado con acierto un escenario, un nutrido grupo de personajes y hasta un tipo original e irrepetible entre los caracteres literarios. Sin embargo, el autor estaba dispuesto a profundizar en todos los aspectos posibles del protagonista. La segunda parte de la novela nos ofrece, pues, otras perspectivas. Llegado desde el extranjero el amigo de la infancia, el alemán Sholtz, vitalista, inquieto, amigo de los viajes, al escuchar las ensoñaciones sin destino de Oblómov las califica de «oblomovismo» y las define como algo que no es vivir, que no pertenece a las exigencias de cambio y movimiento que deben estar en la sustancia misma de la vida. Los reproches de Sholtz parecen sacudir la pereza de Oblómov. Antes de marchar de nuevo al extranjero, el amigo alemán presentará a Oblómov a una joven, Olga Serguéievna. El discurso de la novela ha cambiado de ritmo, y el espacio temporal ya no se reduce a una jornada, como en la primera parte, sino a sucesivas jornadas que van mostrando la fascinación de Oblómov por la joven Olga. «Cuando no sabes para qué vives, se vive de cualquier modo; día tras día, te alegras de que haya transcurrido el día, de que haya llegado la noche y en sueños te olvidas de esa aburrida pregunta: ¿para qué he vivido este día, para qué voy a vivir mañana?» La relación con Olga, que turba la monotonía de la vida de Oblómov, se convierte en uno de esos cortejos castísimos propios de la época que, precisamente por la inevitable inhibición sexual, han permitido a los grandes autores de los siglos XVIII y XIX la construcción de espléndidas arquitecturas psicológicas. Así, empezamos a descubrir nuevos matices en la fatal desidia de Oblómov. En otro capítulo extraordinario, el X de esta segunda parte, Oblómov resolverá las dudas de su relación con Olga mediante una carta en que el enamorado dará a su amada los argumentos precisos para cortar su relación, siempre remitidos a las amenazas de un posible futuro. Si embargo la relación no se rompe, y Oblómov se ve obligado a plantearse sus ensoñaciones como verdaderas actividades a realizar: el retorno a la tierra de cuyas rentas vive, Oblómovka, la restauración de la casa familiar, la organización de un futuro del que deberá depender la vida del matrimonio cuando se lleve a cabo. Como un símbolo de esperanza, esta parte de la novela transcurre durante un verano luminoso, entre las flores y las arboledas de parques y jardines. En la relación amorosa, al apático e indeciso Oblómov, contrapone el autor a Olga, firme y llena de voluntad. Desarrollando la propia evolución de la muchacha, Goncharov ofrece un personaje lleno de buen juicio, que intentará salvar a Oblómov de su invencible indolencia, o mejor, de su renuncia a luchar contra ella. Así, la abismal pereza del personaje tendrá ocasión de contrastarse a la luz de los estímulos amorosos y su reacción frente a una serie de aspectos relacionados con ello –la intimidad de la comunicación, pero también las consideraciones frente al mundo y los reparos del qué dirán– irán completando su imagen. Porque Oblómov, que si la novela se redujese a la primera parte del libro sería un personaje inmortal pero de una sola pieza, va presentando un carácter más complejo a través de sus vicisitudes amorosas y sociales. Desde la aceptación de su radical apatía vamos imaginando su profundo egoísmo, su candidez nos hace pensar en su buen corazón, pero el absoluto abandono de sus responsabilidades nos lo presenta también como un imbécil. Lo extraordinario en el diseño del personaje es que Goncharov delega con frecuencia en otros personajes para ofrecernos su imagen. Por eso no es lo mismo el Oblómov que se opone al infame sablista y a otros extorsionadores que el que contempla con afecto Sholtz o con ternura Olga. Ese gordito tímido, glotón, asustadizo, incapaz de afrontar sus responsabilidades frente al mundo exterior, enriquece su personalidad cada vez más, conforme avanza el libro. Símbolos de su propio avatar descendente, la tercera parte de la novela comienza con el invierno y la mudanza de Oblómov a una casa modesta. Oblómov se siente incapaz de solventar los asuntos de sus tierras y rentas, y sin posibilidades de afrontar las exigencias de su proyectado matrimonio. Para evitar tomar él mismo las decisiones a que está obligado, delegará en quien no conoce, como si buscase inconscientemente asegurar un destino desastroso, hasta deberá renunciar a sus proyectos amorosos y matrimoniales. También es ejemplar, dentro de la síntesis de recursos y la eficacia expresiva, cómo ha resuelto el autor la ruptura entre Oblómov y Olga. Sin embargo, como uno de los elementos recuperados de esa ensoñación de un paraíso de infancia cuya pérdida parece marcar profundamente el carácter del personaje, Goncharov hace aparecer en la novela la sumisa Agafia Matvénievna, de rollizos brazos y blanca pechuga, excelente cocinera. La cuarta y última parte cerrará todos los círculos de esta novela magistral. En oposición a la primera parte, desarrollada con ritmo lento a través de una sola jornada, esta última parte del libro concentra muchos sucesos y el paso de varios años, porque el autor ya sabe que no necesitamos conocer tanto los matices de los caracteres, ya suficientemente desarrollados, como la solución de las tramas. Ese viajero inquieto e industrioso que es Sholtz podrá librar a su amigo Oblómov, una vez más, de ciertos problemas económicos, pero no de su personalidad ni de su destino. Oblómov recuperará, a través de Agafia Matvénievna, el mundo sin tiempo de su infancia, una especie de útero que lo arropa en la rutina de las largas siestas, y una inacción rumiada como una espera entre comilona y comilona, en el cobijo de una pequeña casa rural con su gallinero y sus despensas bien surtidas. Una imagen de los primeros y cálidos cobijos de la vida, en que se irá hundiendo Oblómov hasta el aniquilamiento a que conducen la inmovilidad corporal y todos los excesos alimenticios. En su tiempo, Oblómov fue sin duda un reflejo de la vida inútil de muchos nobles rurales rusos, en una sociedad paralizada por una quietud arcaica. De ahí que Goncharov, a través del dinámico Sholtz, teorice sobre el «oblomovismo» destructor. Sin embargo, el paso de los años, que ha mantenido esta novela llena de vida y frescura, hace rebasar con mucho la lectura sociológica para emparentar su personaje con otros de la modernidad literaria, como el escribiente Bartleby, aquel que «preferiría no hacerlo», el Gregorio Samsa de La metamorfosis o el olvidado personaje sartriano de La náusea, Antoine Roquentin, el de «Nada. He existido». Pues la apatía de Oblómov, su terrible pereza, su incapacidad para ejercer la voluntad y salvarse, aunque puedan ser un símbolo afortunado de los rentistas de la pequeña nobleza terrateniente en la decadencia del imperio zarista, tienen que ver mucho con la renuncia existencial y el anonadamiento del antihéroe, que ha venido a ser tan familiar en el imaginario contemporáneo y hasta en nuestra sentimentalidad. Por último, es justo celebrar el castellano en que la novela está vertida por Lydia Kúper de Velasco, que mantiene el sabor de época con mucha naturalidad verbal, sin engolamientos ni anacronismos.

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