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Noticias del antropoceno (y II)

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Se decía en la anterior entrega de este blog que uno de los aspectos más interesantes de Nomadland, la película de Chloé Zhao sobre las peripecias de una mujer norteamericana de mediana edad que se lanza a una vida en caravana sin residencia fija, es su conexión con el llamado «tiempo profundo» del planeta. Es aquel cuyas huellas pueden verse en los paisajes de Nevada y South Dakota que aparecen en el film y que, en los últimos años, ha ganado prominencia —o quizá solo la va ganando— en el marco del debate sobre el Antropoceno. O sea, esa «época humana» en la que el impacto antropogénico sobre los sistemas naturales planetarios sería de tal magnitud que es discernible en el registro fósil de la Tierra. Tendríamos así delante de nosotros este tiempo profundo, que es el insondable tiempo del planeta, sin que acabemos de interiorizarlo. No es fácil: nuestras vidas, ya seamos nómadas norteamericanos o urbanitas peninsulares, se desarrollan en otra escala. De la debida comprensión del tiempo profundo, sin embargo, parece depender a su vez la correcta comprensión del Antropoceno y de sus posibles consecuencias.

A decir verdad, la confusión acerca de los tiempos del Antropoceno no aqueja solamente al individuo que logra familiarizarse con el concepto, sino que se ha convertido en un rasgo de su recepción en los distintos campos académicos. En un clarificador artículo recién publicado, los miembros del Anthropocene Working Group que promueven el conocimiento público de la nueva época insisten en la necesidad de diferenciar la acepción geológica del Antropoceno de aquellas otras que han ido emergiendo en otras ciencias naturales, así como en las humanidades y las ciencias sociales. Lo fundamental es entender por qué el Antropoceno de los geólogos se separa de los demás: ellos buscan pruebas globales y sincrónicas de que el planeta ha entrado en una época que se diferencia suficientemente de la anterior, o sea del Holoceno. Para ello hacen falta señales estratigráficas que puedan encontrarse en el terreno, popularmente conocidas como «estacas doradas» o golden spikes; todo indica que la candidatura de los isótopos radioactivos procedentes de los ensayos nucleares de los años 50 será elevada a la Comisión Internacional de Estratigrafía. Desde este punto de vista, la hipótesis del Antropoceno temprano o profundo a la que aludíamos la semana pasada no se sostendría: por mucho que los seres humanos empezasen a alterar el funcionamiento del planeta al comienzo del Holoceno, su impacto fue diacrónico, esencialmente asimétrico y a menudo gradual (como el ascenso de las emisiones de CO2 en los inicios de la industrialización), e incapaz por tanto de cumplir con los requisitos formales de la estratigrafía.

Se advierte así que el término Antropoceno se usó desde muy pronto fuera de la geología para designar el conjunto acumulado de los impactos humanos en el planeta. De ahí que antropogénico no sea lo mismo que Antropoceno: aunque el segundo no se explica sin el primero, hay depósitos antropogénicos en el Holoceno e incluso ya en el Pleistoceno. De hecho, el Antropoceno en sentido geológico incluye todos los acontecimientos y procesos terrestres, ya sean humanos o naturales; la distinción entre historia social y natural pierde así buena parte de su relevancia. Dicho de otra manera, los fenómenos del Antropoceno —como el cambio climático— son importantes en sí mismos; sea cual sea su origen. No obstante, lo singular del Antropoceno es que las consecuencias de la acción humana sostenida en el tiempo terminan por reflejarse en el registro fósil de manera global y síncrona. Junto a la geología, las llamadas ciencias del sistema terrestre –que estudian el planeta como un sistema interconectado— realizan una contribución decisiva para la comprensión del Antropoceno. En este caso, el énfasis se pone en la transición del sistema terrestre a un nuevo e incierto estado por efecto de la influencia antropogénica. Este cambio se habría manifestado a mitad del siglo XX, si bien los factores que lo causan se manifiestan a lo largo del Holoceno; su desencadenamiento súbito se debe la llamada Gran Aceleración, que tiene lugar durante la segunda posguerra (siendo así coherente con la caracterización geológica del Antropoceno) y se manifiesta en el aumento exponencial del impacto antropogénico sobre el planeta.

Fuera de las ciencias naturales, son muchas las comunidades académicas que se han interesado por el Antropoceno y han desarrollado su propia comprensión del fenómeno: antropología, arqueología, historia, geografía, filosofía, teoría política, etc. A menudo se debate aquí acerca de cuándo se ve el sistema terrestre radicalmente alterado por efecto de la acción humana, con independencia de los criterios cronoestratigráficos que exige la geología. En otros casos, como ocurre con las humanidades y la filosofía, el Antropoceno es contemplado como un dilema o condición que exige repensar las bases del conocimiento, la ética, la política o la estética. Para algunos pensadores, esta tarea solo puede hacerse en estrecho contacto con lo que nos dicen las ciencias naturales, si bien su propósito es preguntarse de qué manera el Antropoceno cambia la autocomprensión humana. Ni siquiera la teología se mantiene al margen de esta noción emergente; una colección reciente de ensayos se pregunta por «la fe después del Antropoceno». La profesora Lisa Dahill, por ejemplo, sugiere que el cristianismo debe abrir las puertas del templo para entrar en contacto con los «extraños rostros de lo divino» que contiene el mundo natural. También aquí, parte del problema está en la intersección temporal entre lo humano y lo planetario; quienes se encuentren familiarizados con el tiempo divino quizá se hallen mejor equipados para dar sentido a ese abrumador contraste.

Pero ¿qué hay de la más mundana relación entre la historia planetaria y la historia mundial? El historiador poscolonial Dipesh Chakrabarty, que ha dedicado páginas brillantes al problema del Antropoceno, señala que este último se caracteriza justamente por alumbrar una insólita convergencia: nos encontraríamos en un punto de la historia humana en el que, por vez primera, podemos conectar lo que nos sucede —o parte de lo que nos sucede— con acontecimientos cuyo origen solo puede explicarse manejando vastas escalas geológicas. De nuevo, el cambio climático es la muestra más evidente. Pero en la mayor parte de las discusiones sobre el Antropoceno en las que participan humanistas y ciencias sociales, el tiempo geológico —el tiempo profundo— desaparece. La causa hay que buscarla en el énfasis que se pone sobre el impacto antropogénico y, por tanto, en su causante: el ser humano y los procesos sociales e históricos ligados a él (capitalismo, industrialismo, clases sociales). Sin embargo, son temporalidades muy diferentes entre sí.

Va de suyo que ambos –el tiempo profundo de la geología y el tiempo histórico de las ciencias humanas— son categorías sociales. Pero, advierte Chakrabarty, están vinculados a regímenes afectivos muy diferentes: solo dentro del tiempo histórico podemos hablar de miedo o esperanza. Recordemos a Koselleck: el tiempo histórico constituye el espacio de la experiencia y nos proporciona un horizonte de expectativas. Cuando hablamos del cambio climático, solemos hacerlo en términos históricos: moderar la temperatura en este siglo se relaciona íntimamente con nuestras emociones acerca de un futuro que sentimos cercano, ya lo sea para nosotros o para nuestros descendientes. Por contraste, la mayoría de los acontecimientos del tiempo profundo carecen de resonancias afectivas: no sentimos nada hacia la gran oxigenación que se produjo hace 2,5 millones de años, aunque sin ese episodio telúrico no estaríamos aquí. En el tiempo profundo, el protagonista es el planeta y no el ser humano; la escala temporal aplicable parece sobrepasarnos por completo. Por eso se puede decir que el Antropoceno tiene un significado ambiguo: coloca a la especie humana en el centro del drama planetario, como fuerza medioambiental capaz de alterar el sistema terrestre, pero al mismo tiempo la descentra cuando nos recuerda nuestra insignificancia cósmica. ¿En cien años todos muertos? ¡No digamos en un millón! Vivir en el Antropoceno, sin embargo, implica vivir en esas dos temporalidades simultáneamente: el tiempo superficial de la historia y el tiempo profundo del planeta.

El problema para la acción política es evidente: ¿es posible construir una voluntad colectiva invocando una posteridad que trasciende la historia humana tal como hemos solido entenderla hasta ahora? En su ensayo Huellas, el profesor de humanidades David Farrier se pregunta por los fósiles que nuestra época dejará al porvenir y deduce de ahí un mandato moral:

«Los fósiles futuros nos muestran que no solo tenemos un deber con las generaciones que vienen a continuación de la nuestra, sino con seres humanos de los que nos separan cientos, incluso miles de generaciones. (…) El desafío es aprender a examinar nuestro presente, y a nosotros mismos, bajo la estremecedora luz que procede del futuro que se abalanza sobre nosotros a toda prisa».

Farrier se está refiriendo a unas futuras generaciones que nada tienen que ver con las invocadas habitualmente por las teorías transgeneracionales de justicia: no se trata de pensar en nuestros nietos ni en sus hijos, sino en humanos que nacerán dentro de «miles de generaciones». Pero, ¿es eso hacedero? ¿Podemos crear vínculos morales o afectivos con personas que —se supone— vivirán dentro de decenas de miles de años? Esta comunidad profunda sería el resultado de sustituir el tiempo histórico por el tiempo geológico, extendiendo nuestro horizonte de expectativa mucho más allá de donde alcanza nuestro espacio de experiencia. No es cualquier cosa.

Para reflexionar sobre la relación de los seres humanos con la posteridad, podemos echar mano de las dos conjeturas planteadas por el filósofo Samuel Scheffler en Death and the Afterlife —sobre las que Pablo de Lora me llamó en su momento la atención— y de las respuestas críticas a la misma contenidas en ese mismo volumen. Scheffler describe dos escenarios sobre el destino de la humanidad y se pregunta cómo reaccionaríamos de encontrarnos en alguna de esas dos situaciones. En la primera, la humanidad desaparecerá un mes después de que lo hagamos nosotros; en la segunda, los seres humanos dejan de ser fértiles tras nuestro fallecimiento. ¿Qué impacto tendría sobre el individuo saber que la especie está condenada a desaparecer? Para Scheffler, nos afectaría poderosamente; la razón es que solo nos es posible conceptualizar el futuro en relación con un mundo social continuado en el que poseemos una identidad propia. Un planeta cuyos habitantes supieran que la humanidad va a extinguirse pronto sería un mundo dominado por la apatía y la desesperación: una fiesta siniestra como la celebrada en el búnker de Hitler. El valor de nuestras actividades personales dependería de su lugar en el más amplio marco de una historia humana:

«La propia humanidad es un proyecto histórico en marcha que proporciona el marco implícito de referencia para la mayor parte de nuestros juicios acerca de aquello que importa».

Pero Scheffler sitúa el fin de la humanidad cerca del sujeto por cuyas reacciones se interroga; se mantiene, pues, dentro de los límites del tiempo histórico. ¿Reaccionaríamos con el mismo desánimo si se nos asegurase, en la medida en que eso se puede asegurar, que la humanidad desaparecerá dentro de 1.000 o de 100.000 años? En su comentario a las tesis de Scheffler, la filósofa Susan Wolf —quien cree que estamos mal equipados para hacer juicios sobre una situación de este tipo y entiende que nuestras hipótesis acerca de lo que sucedería son juicios velados acerca de lo que debería suceder— se pregunta justamente por la diferencia entre la extinción inminente y la extinción distante. ¿Por qué una nos parece catastrófica y la otra no? En realidad, son la misma cosa: algo que no veremos, pero que sucederá inevitablemente tarde o temprano. Escribe: «El hecho de que la gente no se moleste por la perspectiva de nuestra extinción inevitable no supone que no debiera molestarse». En el plano del tiempo profundo, 100 años son un instante. Vladimir Jankelévitch nos lo recuerda en su ensayo sobre la muerte: cada día nos la acerca un poco más y no hay manera de evitarla. Sospecho que también ese es el tema de Melancolía, la película de Lars Von Trier sobre el gradual acercamiento a la Tierra de otro planeta y la respuesta que dan los humanos vivos a la inevitable colisión: el astro que no deja de aproximarse es la certeza incontestable de la muerte individual. Ya dijo Freud que no podemos vivir, como individuos, pensando a cada momento que moriremos; por eso es discutible que la idea de la extinción futura de la humanidad pueda conmovernos demasiado.

Otros comentaristas abundan en este punto: Harry Frankfurt remarca que de hecho vivimos nuestras vidas a sabiendas de que la humanidad terminará por desaparecer, mientras que Seana Shiffrin evoca al Lucrecio que llamaba la atención sobre el contraste entre la angustia por la muerte y nuestra indiferencia hacia la inexistencia prenatal. ¿No se da aquí una asimetría similar? Nos entristece la extinción futura de la humanidad; su inexistencia previa nos es indiferente. Parece claro que la carencia de futuro es mucho más tenebrosa que la ausencia de pasado: vivir en el tiempo es orientarse hacia delante. Pero, ¿hasta dónde? ¿Cuánto nos mueve pensar en el año 3451? ¿Extraemos conclusiones políticas de la contemplación de un volcán o un yacimiento geológico? ¿Es tal vez porque la perspectiva de la desaparición de la especie en el largo plazo nos deja indiferentes que movimientos como Extinction Rebellion salen a la calle proclamando su inminencia a pesar de que los científicos no avalan semejante hipótesis? ¿Podría el Antropoceno acabar teniendo efectos desmovilizadores, a consecuencia del desasosiego cósmico que introduce en nuestro horizonte personal?

Hans Ulrich Gumbrecht, estudioso de las construcciones sociales de la temporalidad, se rebela contra una producción de obligaciones morales que dependa del tiempo profundo. Remarca el pensador alemán lo complicado que es establecer una relación afectiva con los humanos más alejados de nosotros, evocando al Abert Camus de El hombre rebelde, que se posicionó contra la tendencia a exigir a las personas del presente que se sacrifiquen para contribuir a la creación de escenarios futuros imprecisos y acaso nunca realizables. Para Gumbrecht, la perpetuación de la especie humana entraría en esa categoría: «Si esa es nuestra inclinación, debemos insistir en nuestro derecho a no tener ningún interés en la perpetuación de la humanidad». Esta postura no debe confundirse con el antinatalismo ni con la negación de las amenazas ecológicas inmediatas; más bien se trataría de aceptar serenamente que en ese larguísimo plazo es mucho más probable que la humanidad desaparezca a que logre redimirse poniendo freno a la desestabilización del sistema terrestre. Cuando sugiere que distingamos entre conductas ecológicas relacionadas con acontecimientos en curso y aquellas otras que intentan relacionarse con la abstracción de lo eterno, Gumbrecht coincide con Chakrabarty:

«Los humanos no pueden permitirse renunciar a lo político (y a las demandas de justicia entre los más y los menos poderosos), pero necesitamos resituarlo en la conciencia de una situación que ahora mismo marca la condición humana».

Irónicamente, pues, se trataría de dar al Antropoceno una escala humana: de hacerlo comprensible en el plano histórico, relacionándolo con procesos que nos afectan directamente trayéndolo así a nuestro horizonte de expectativa. No se trataría tanto de asumir obligaciones morales con el futuro distante, preocupándonos por el bienestar de los humanos remotos que habitarán el planeta dentro de miles de años, cuanto de emplear el tiempo profundo —tal como se manifiesta en los paisajes de Nomadland, por ejemplo— para dar sentido a nuestro particular tiempo histórico. Prestar atención al efecto que nuestro impacto sobre el planeta causa sobre otros seres vivos tal vez pueda servir de ayuda a este respecto, si bien eso exige un cambio de actitud hacia el mundo no humano que está todavía lejos de materializarse. Pero es pronto para saber de qué manera asimilaremos culturalmente el énfasis —relativo— en el tiempo profundo del Antropoceno: el planeta, desde luego, no tiene prisa. Se trata de decidir si la tenemos nosotros.

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