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Female gaze (III)

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Hay una escena en American Hustle, la película de David O. Russell, que reúne en un despacho al agente del FBI, interpretado por el apuesto Bradley Cooper, y a una estafadora, a la que da vida una sensual Amy Adams: el primero quiere que ésta y su compinche engañen a unos políticos corruptos de Nueva Jersey. Sucede que la tensión sexual entre ellos no es pequeña y, en esta escena, Adams finge querer seducir a Cooper, quien, de hecho, le pregunta si está jugando con él. Ella está sentada en la mesa, en una postura insinuante, y cuando él se acerca parece que las pasiones van a desbordarse; pero, por distintas razones, él debe controlarse. Y lo hace, no sin evidentes dificultades, emitiendo un sonoro resoplido animal y retrocediendo unos pasos mientras trata de rebajar su excitación. Quien desee saber cómo evoluciona esta divertida trama de engaños cruzados habrá de ver la película. Lo que aquí nos interesa es la economía con que esta escena sintetiza la larga historia de la autorrepresión sexual o, lo que es igual, el control civilizatorio de los impulsos carnales más elementales. Dado que la conflictividad de esos impulsos no podrá suprimirse, pues en ellos está cifrada la supervivencia de la especie, ni, por lo tanto, podremos neutralizar por completo aquello que es problemático en las relaciones entre los sexos, el debate habrá de girar en torno a los códigos que regulen esa constante interacción. Y en eso, más o menos, estamos.

La referencia a Hollywood no es casual. Allí ha nacido la campaña #metoo tras salir a la luz las dudosas prácticas empresariales de Harvey Weinstein. Y también allí han proliferado las acusaciones de «conducta inapropiada» dirigidas contra actores y directores: de Kevin Spacey a Woody Allen. La actriz Natalie Portman, por su parte, ha denunciado el «terrorismo sexual» de que fue objeto tras su debut a los trece años:

Comprendí pronto, con apenas trece años, que me sentiría insegura si me expresaba sexualmente. Y que los hombres se sentirían, para mi disgusto, con el derecho a discutir y cosificar mi cuerpo. Así que ajusté mi conducta enseguida. Rechacé cualquier papel que tuviera incluso una escena con beso y hablé explícitamente de esa decisión en las entrevistas. Enfaticé cuán lectora y seria soy. Y cultivé un estilo elegante de vestir. Me construí la reputación de ser mojigata, conservadora, rarita, seria, en un intento por sentir que mi cuerpo estaba a salvo y mi voz sería escuchada.

No es un asunto del que debamos renunciar a tratar sólo porque existen mujeres que padecen un auténtico «terrorismo sexual» en lugares del mundo donde los derechos fundamentales están lejos de garantizarse, aunque no está de más señalar que el vocabulario utilizado podría moderarse para hacer sitio a esa diferencia sociopolítica. Volviendo al asunto: Portman no es la primera mujer que sufre un shock en contacto con la industria del cine, siendo como es una industria del deseo donde la cosificación del cuerpo femenino es un elemento habitual de las estrategias representativas y publicitarias. David Thomson se ha referido en más de una ocasión a la historia de Lauren Bacall, descubierta por la mujer de Howard Hawks en una revista de moda y pronto «arrojada» a un playground masculino liderado por el director y su compinche Humphrey Bogart, con quien terminaría casándose. También es reciente la controversia alrededor de las escenas eróticas de El último tango en París, en las que su joven protagonista Maria Schneider no habría participado ?según sus declaraciones posteriores? con pleno consentimiento. En un artículo en Sight & Sound que aborda el papel de la sexualidad en The Deuce, la serie televisiva de David Simon sobre la prostitución y el cine pornográfico ambientada en el Nueva York de los años setenta, la escritora y crítica Hannah McGill se hace algunas preguntas relacionadas con este asunto:

Al preocuparme por Lori, el personaje, ¿debería también preocuparme por Emily Meade, la actriz de veintiocho años que la interpreta? ¿Fue forzada por hombres mayores y más poderosos que ella a mostrar sus pechos o simular sexo? ¿Se arrepentirá algún día? Y si lo hiciera, ¿es asunto mío?

O lo que es igual: ¿está esa actriz actuando libremente, o nadie que con esa edad interprete ciertos papeles consiente libremente en hacerlo? ¿Debería, quien no desea ser cosificada, dedicarse a otra cosa? ¿O Hollywood debe cambiar radicalmente? ¿Incluiría ese cambio la exclusión de toda forma de cosificación cinematográfica, incluida la de los personajes masculinos? Desde luego, la naturaleza destructiva de Hollywood no es un secreto: es el tema principal de Mulholland Drive o Sunset Boulevard. En el cine, así como en otras formas de celebridad, el ojo público puede ser insoportable. Y los rodajes, como recordaba hace unas semanas Volker Schlöndorff en Die Zeit al defender a Dustin Hoffman de los cargos elevados contra él, son experiencias intensas donde las liaisons son moneda corriente: quien trafica con el deseo no siempre es inmune a él. Huelga decir que nada de esto justifica ni ampara la coacción o el abuso de poder, para cuya denuncia deben arbitrarse los canales que sean necesarios. Algo que sólo podrá suceder cuando la acumulación de denuncias no deje otra opción a gobiernos y empleadores.

Ahora bien, lo que ya planteaba el seminal artículo de Laura Mulvey sobre la «mirada masculina» en el cine clásico es algo distinto. Echando mano de las herramientas del psicoanálisis, Mulvey escribía allá por 1975 que, en un mundo marcado por el desequilibrio entre los sexos, el placer de la mirada se divide entre un hombre activo y una mujer pasiva, de manera que el primero proyecta su fantasía sobre la segunda. En el cine narrativo, la presencia de la mujer es “un elemento indispensable del espectáculo”, si bien su presencia milita contra el desarrollo de la trama al paralizar el flujo narrativo en momentos de contemplación erótica. La mujer, sexualizada y exhibida, es objeto de atención de los personajes masculinos de la película y de sus espectadores. Y esta fetichización constituye, para Mulvey, un mecanismo de dominio patriarcal inseparable del placer visual proporcionado por el cine. Esta forma artística se convierte así en el vehículo privilegiado para el instinto escopofílico, que es aquel que deduce placer cuando contempla a otro sujeto como objeto erótico. Aunque estos mecanismos no son intrínsecos al cine, el lugar central que ocupa en éste la mirada permite su expresión superlativa. Para Mulvey, el declive del cine clásico habría de ser bienvenido por las mujeres, mientras que correspondería al cine independiente ofrecer un contrarrelato eficaz mediante un cine nuevo, que represente a la mujer de otra manera. Un buen ejemplo de este camino alternativo sería Wanda, película dirigida por la también actriz Barbara Loden en 1970 con un presupuesto ínfimo. Loden, esposa de Elia Kazan fallecida a los cuarenta y ocho años de un cáncer, interpreta a una mujer que carece por completo de voluntad propia y depende por completo de los hombres con que se encuentra.

No obstante, la influyente tesis de Mulvey presenta algún punto débil. Por un lado, minusvalora la variedad de las representaciones de la mujer en el Hollywood clásico, donde también podemos encontrarnos con las vigorosas heroínas de la screwball comedy de los años treinta (con los papeles de Katherine Hepburn a la cabeza), las mujeres coraje del melodrama noir de los años cincuenta (ejemplificadas en la Joan Crawford de Mildred Pierce) o incluso algunas «jefas» del western (la propia Crawford en Johny Guitar o Marlene Dietrich en Rancho Notorious). Y antes de que el Código Hays impusiera una censura sobre los contenidos autorizados, ahí tenemos a la ambiciosa Lily Powers (Barbara Stanwyck) de Carita de ángel, que utiliza su conocimiento de las debilidades masculinas para ascender empresarialmente sin el menor escrúpulo y a modo de venganza por el trato recibido de los hombres cuando trabajaba como camarera en la ciudad de provincias donde vivía. Tampoco puede pedirse a aquel Hollywood que estuviera por delante de su época y representase a una mujer que aún no existía. De hecho, como apuntara Stanley Cavell, el modelo femenino de las comedias de los años treinta es a la vez expresión de la «agenda oculta de la cultura» y factor de cambio a través del ejemplo: un cambio que había de llegar y que terminó por llegar.

Por otro lado, convendría preguntarse si ese cine clásico no creaba también estereotipos masculinos de los que el varón podría igualmente considerarse «víctima», aunque fuera menos víctima que la mujer. Del cowboy al gánster, pasando por el galán y el aventurero, también al hombre de su época se le ofrecía un modelo con arreglo al cual comportarse, del que se derivaban asimismo expectativas y limitaciones: no comportarse como un loser, ser capaz de proveer a la familia, no mostrar los propios sentimientos. También aquí, en definitiva, existía un modelo sexual al que no todos los hombres se ajustaban con facilidad. Ha tenido que pasar mucho tiempo, ciertamente, para que el Jeff Daniels de The Squid and the Whale, dirigida por Noah Baumbach en 2005, se sienta acomplejado ante el mayor éxito artístico y económico de su exmujer.

Nada de lo anterior invalida la tesis de Mulvey, que retiene toda su fuerza a pesar de la imposibilidad de falsar las premisas psicoanalíticas de las que arranca. En realidad, ese apoyo tampoco es necesario: una de las acusaciones que dirige Claire Dederer contra Woody Allen en una controvertida pieza reciente sobre «el arte de los hombres monstruosos» es, simplemente, el carácter sexista de sus personajes femeninos. Dederer se centra en Manhattan, donde el maduro profesor interpretado por Allen tiene una relación sentimental con una estudiante de diecisiete años a la que da vida Mariel Hemingway. A la vista de que muchos de sus amigos o conocidos no ven ahí problema alguno, la escritora norteamericana se pregunta: «¿Qué están defendido estos tipos exactamente? ¿Es la película? ¿O es otra cosa?» Esto es: ¿defienden la posibilidad de seducir a una mujer mucho más joven y mantener una relación con ella sin admitir que el consentimiento femenino está viciado en estos casos por un abuso implícito de poder? A lo que otras mujeres responden que no hay por qué presumir que ese consentimiento no es libre.

Pero Dederer se pregunta, sobre todo, qué debemos hacer con los artistas que son, o parecen ser, unos depredadores sexuales, o lo que ella juzga como un depredador sexual. Y cita, entre otros, a Pablo Picasso y a Roman Polanski. Sobre este último sigue pesando una orden de detención en Estados Unidos, acusado como está de haber abusado sexualmente de una chica de dieciséis años en 1973. Irónicamente, Polanski es autor de la película que con mayor acierto ha puesto en imágenes la angustia de la mujer ante una mirada masculina que la convierte en objeto de deseo a su pesar: hablamos de Repulsión, estrenada en 1965 con una deslumbrante Catherine Deneuve en el papel protagonista. La misma Deneuve, sí, que ha defendido estos días «la libertad de importunar» frente a la obligación de autorizar. Sobre esto, el propio cine francés nos ofrece un buen ejemplo en La rodilla de Clara, la película de Eric Rohmer cuyo maduro protagonista es objeto de atracción para una adolescente y se siente atraído por otra: a la primera, cuyos flirteos sabe inexpertos, él mismo le da una lección (moral); la segunda, en cambio, lo ignora. ¿Qué habría pasado con esta última si la atracción hubiese sido mutua? Lo deseable habría sido otra lección, pero no podemos darla por sentada. Y ahí, para Dederer, está el problema: el problema del hombre.

«¿Acaso creemos que los genios son merecedores de una dispensa especial, de un permiso conductual?», se pregunta. Si revisamos la conducta de los grandes autores del pasado con arreglo a este criterio, muchos no pasarían el corte: Luis Buñuel se mostraba celoso y posesivo con su esposa mientras filmaba gloriosos cantos a la libertad personal; Albert Camus tenía múltiples amantes, pese a tener esposa y dos hijos; y de Ernest Hemingway, al decir de sus críticos, mejor no hablar. En todos estos casos, se presume que el hombre puede hacer y deshacer mientras la mujer mira para otro lado. Es justamente lo que recomienda la señora que regenta una cafetería de la Toscana al personaje que interpreta Juliette Binoche en Copia certificada, la película de Abbas Kiarostami: «Ellos tienen su trabajo, sus amigos… y sus amantes, también. ¿Nosotras? Nosotras, mientras, vivimos nuestra vida». Es un pragmatismo ancien régime que no acaba de convencer a su interlocutora, pero que introduce ?siquiera sutilmente? una variante del problema que Dederer plantea: ¿y si no se trata de que los artistas sean monstruosos, sino de que lo sean los hombres? Bien pudiera ser que el poder asociado a la reputación artística permitiera a estos hombres «especiales» hacer lo que otros hombres «normales» también harían, si pudieran. Aquellos pueden entonces ser extremos, pero extremos representativos de aquello que en la sexualidad masculina resulta irritante o desagradable. En otras palabras: ¿y si una parte de la crítica feminista estuviera dando salida a un sentimiento de rechazo hacia las formas que adopta el impulso sexual del hombre? ¿Y si a muchas mujeres no les gusta cómo se comporta el hombre? ¿O, si no el hombre, muchos, y, en todo caso, demasiados hombres?

Interrogado por Financial Times acerca de Shame, su excelente película sobre un hombre de sexualidad desbocada y emocionalidad dolorosa, Steve McQueen dice dos cosas interesantes. En primer lugar, señala que es un tema fascinante sobre el que nadie habla:

¡Seamos realistas! Tantas decisiones importantes en el mundo están relacionadas con los apetitos sexuales de hombres importantes. Ya se trate de JFK, Clinton o Martin Luther King. Es lo que somos. Es parte de nosotros. Pero a veces la gente se siente azorada por sus placeres.

En esa lista se encuentra también Dominique Strauss-Kahn, que iba para presidente de Francia antes de que se hiciera pública su monomanía sexual, explorada con brillantez entre nosotros por Juan Francisco Ferré en su novela Karnaval. También cuenta Steve McQueen que recibió muchas cartas tras el estreno, algunas de agradecimiento y otras menos confesables. Y cuando el periodista le pregunta qué piensan las mujeres de su película, su respuesta ?la entrevista es de 2014? es de una franqueza desbordante:

No sé cuánto saben las mujeres, o cuánto quieren saber, acerca de los apetitos sexuales masculinos. Un amigo mío fue a ver la película con su esposa, quien le preguntó: «¿Estas cosas pasan de verdad?» Y él respondió: «No, no, sólo es una fantasía, es cosa del cine».

La carcajada de McQueen, añade el periodista, sugiere lo contrario. Sobreviene a la memoria Mickey Sabbath, el protagonista de la novela de El teatro de Sabbath, de Philip Roth. Aficionado al sexo casual y al adulterio, Sabbath no puede evitar preguntarse «quién se está follando a esta mujer» al entrar en una casa de tapadillo por razones que he olvidado, igual que el dudoso héroe de Shame busca el contacto visual con cualquier mujer atractiva con la que se cruza: en el metro, en un bar, por la calle. ¿Es esto condenable, si todas las relaciones que resultan de esta incesante actividad erótica son consensuadas? Si es condenable, ¿en nombre de qué? ¿O nos animamos a legislar sobre el deseo sexual? Más aún, ¿podemos decir de esos hombres que son poderosos y libres, o más bien que están a merced de sus pulsiones? Sobre el posible disgusto ante los rasgos del otro sexo volveremos al final de esta serie, pues se me antoja un aspecto clave para la posible reconstrucción ?sobre nuevas bases? de las relaciones entre los hombres y mujeres del futuro.

No puede descartarse que haya en todo esto un fuerte componente generacional, al que ya aludimos la semana pasada. Ha salido a subasta la extraordinaria colección de literatura y parafernalia erótica de Luis García Berlanga, que su propio hijo explica por razón del momento cultural en que vivió su padre. ¿Podría hoy estrenarse sin controversia una película como Tamaño natural, que retrata la obsesión de Michel Piccoli por una muñeca hinchable que lo conduce al suicidio? ¿Y qué hay de El amante del amor, de François Truffaut, cuyo protagonista se dedica a tiempo completo a la seducción en serie? Acaso esta diferencia biográfica nos ayudaría a explicar el contraste entre las mujeres que ven en la campaña #metoo una amenaza para la liberación sexual ganada en los años sesenta, y las que, en cambio, entienden que la lucha contra el acoso sexual es la última etapa de la lucha feminista. Otra posibilidad, claro, es que no se trate de generaciones, sino de momentos vitales. Esto es, que un itinerario vital más largo ayude a ver las cosas ?incluidas estas cosas? de otro modo. Cuando la hija adolescente de su exesposa se lanza a opinar sobre el intento de suicidio de una mujer relacionada con ellos, el exmarido cuyas peripecias relata El pasado, la película de Asghar Farhadi, le replica de manera amable: «No deberías hablar de eso con tanta seguridad, y menos a tu edad». Y, con todo, tal vez las diferencias culturales entre los puritanos Estados Unidos y la licenciosa Europa pesen más que los matices generacionales: es difícil de saber.

Esta duda nos deja a las puertas de una pregunta fundamental, que es la relativa a la naturaleza de esa diferencia sexual que aquí parece decisiva: la que separa el deseo masculino del femenino. O, al menos, la que parece separarlos. ¿Existe realmente esa diferencia, o estamos ante un producto de la cultura? ¿Hay una mirada femenina, igual que hay una masculina, o la distancia entre ambas está llamada a acortarse a medida que la igualdad socioeconómica modifica el entorno en que nos socializamos? Y si la diferencia tiene más bien un fundamento biológico, ¿qué implicaciones tiene eso? ¿Es una diferencia modulable a través de la cultura y las normas sociales, como insinúa la escena de American Hustle con que abríamos este texto? ¿Hasta qué punto? Si pensamos en los «hombres monstruosos», ¿es la biología el último refugio del patriarcado? ¿O realmente no pueden evitar ser como son, o sólo pueden evitarlo en alguna medida? Y, finalmente, aunque concluyamos con las estadísticas en la mano que la sexualidad masculina propende a una mayor agresividad, ¿convierte eso a todos los varones en abusadores en potencia, o está procediéndose aquí a realizar una generalización del todo improcedente? Pero, ¿cómo denunciar a muchos sin implicar a todos?

En contra de lo previsto, tres entregas no han bastado para decir todo lo que hay que decir: seguiremos la semana próxima.

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