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¡No, por favor, no me lo explique…!

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Recuerdo un tiempo en el que mi familia, que no era ni mucho menos de andaluces típicos y tópicos, pero que sí era –y es– de andaluces de toda la vida, se reunía para agasajar a la nueva incorporación familiar, normalmente una chica o un chico «del norte» –si era de Despeñaperros p’arriba ya era «del norte»– que se integraba en calidad de novia o novio de alguno de mis primos. En la reunión de la entonces familia amplia en torno a la mesa –bien provista de embutidos y copas de manzanilla– el recién llegado –y, mucho peor aún si era recién llegada, por aquello de la timidez femenina que se estilaba entonces– se afanaba inútilmente en descifrar las bromas e insinuaciones que a la velocidad de una ametralladora y con un seseo prácticamente ininteligible para ellos, descargaban los miembros más veteranos de la familia entre las risas y la complicidad de quienes estaban en el ajo. Era lo más parecido a una encerrona –cordial, pero encerrona al fin y al cabo– que pueda imaginarse y, en el fondo, imagino, un rato de un cierto mal trago para el forastero o forastera de turno, que no acertaba a explicarse la razón de tantos guiños, codazos y medias palabras.

Imagino que, a falta de un idioma propio, como en otras partes de España, los andaluces nos reconocíamos a nosotros mismos en esa bulla dicharachera y marcábamos distancias con los del norte, que quedaban como unos pazguatos, desaboríos o, cuando menos, lentos de mollera. Más pronto que tarde empezaba la tanda de los chistes, que a veces se sucedían sin parar, como si las carcajadas necesitaran apoyarse unas en otras y, según iba subiendo lo que la DGT llamaría hoy la tasa de alcohol en sangre, el tono ligeramente picante se deslizaba al chiste verde, primero y, ya en el fragor de la barahúnda, hacia el chascarrillo escatológico o guarrillo. Todo, desde luego, sin perder las formas. Y subrayo esto porque precisamente, según iba canalizándose la cháchara hacia lo que entonces denominábamos dos rombos, aumentaban los sobreentendidos y medias palabras que sumían en mayor desconcierto aún, si cabe, al despistado foráneo. Ni que decir tiene que los niños –yo lo era entonces– lo pasábamos pipa, aunque a nosotros mismos se nos escaparan muchas insinuaciones o no termináramos de entender los dobles sentidos de algunas bromas. Pero había una diferencia esencial entre nosotros y el susodicho visitante: nosotros no incurríamos en la ingenuidad de pedir que nos explicaran el chiste.

Ese era el quid de la cuestión. Si había un gesto que acentuaba la hilaridad general era el de la cara perpleja del chico o la chica que acababa de aterrizar allí suplicando una ayuda, una explicación, una pista al menos. Un rostro que expresaba el desconcierto absoluto: «¿Qué han dicho?», «¿De qué se están riendo?», «¿Es de mí?», «¿Qué he hecho, qué debo hacer?», «¿Me río yo también?», «¿Por qué me miran todos?», «¿He metido la pata?»… Alguien misericordioso intercedía siempre:

– ¿Lo has entendido?
– ¿El qué?
– ¡El chiste!
– Ah, ¿era un chiste?

Carcajada estruendosa, claro. Y, a menudo, en el colmo del candor, el interfecto suplicaba: «¿Me lo explicas?» Entonces ya la familia al completo se retorcía entre aspavientos, gritos y risas. Hasta los niños, que no entendíamos de la misa la media, nos sumábamos al jolgorio ya fuera de control. En una de aquellas ocasiones, la invitada procedía nada más y nada menos que de tierras germanas, chapurreaba un español de circunstancias y pescaba todavía mucho menos, como cabe imaginar, que aquellos que eran del norte de Despeñaperros pero del sur de los Pirineos. La chica ponía todo su empeño y su mejor voluntad en entender algo, sin que los resultados estuvieran a la altura de sus afanes y expectativas. Recuerdo, o me contaron, ahora no lo sé muy bien, que en una de aquellas maratonianas sesiones de chistes, la pobre se quedó a dos velas pese a su denodado esfuerzo por desentrañar el significado de lo que se contaba. Las carcajadas le mostraron que el chiste en cuestión había concluido y entonces exclamó con perplejidad: «¡Ah! ¿Pero ya se ha dicho la alegría?»

He leído –no sé si es un bulo– que algunos orientales ríen cuando alguien les dice que un conferenciante extranjero cuenta un chiste: ríen por cortesía, ríen con disciplina, pero no porque hayan entendido el mecanismo del humor, al menos del humor occidental. No sé si es cierto, como he señalado, pero aunque no lo sea dicha actitud sí se da de hecho en múltiples contextos y circunstancias. Da igual que uno se ría para disimular o que permanezca impávido: en ambos casos estamos ante una puerta que permanece cerrada. Simplificando, es lo que solemos expresar muchas veces como ausencia del «sentido» del humor. El humor se nos aparece así como un tono o sonido que no todos pueden percibir. Vuelvo por ello nuevamente a la exclamación menesterosa de las reuniones familiares: «¿Me lo explicas?» La sola formulación de la pregunta/ruego demostraba que el recién llegado no sólo no había entendido el chiste: no había entendido nada. Hasta los niños sabíamos que los chistes no se explican. Se entienden o no se entienden pero, desde luego, no se explican.

He traído aquí a colación estos recuerdos mientras leía con cierta perplejidad uno de los libros de Slavoj Žižek, Mis chistes, mi filosofía (trad. de Damià Alou, Barcelona, Anagrama, 2015). Como esto no es ni quiere ser una reseña, ni nada parecido, no voy a analizar el libro ni a entretenerme en la figura de su autor. Bueno, sí, ¿por qué no? Para poner todas las cartas boca arriba, diré brevemente que Žižek me parece un tipo listo, muy listo, de esos que han entendido muy bien el signo de los tiempos que corren y saben que un filósofo no puede sobrevivir en el mundo actual sin formar parte del espectáculo. Incluso si el espectáculo es circense y hay que hacer el payaso. Lo importante no es ya que hablen de uno –obviamente, si hablan pestes, muchísimo mejor–, sino que uno esté en todos los saraos y escaparates mediáticos posibles. Por decirlo al modo de Eco, Žižek, como algunos otros espabilados, ha conseguido ser apocalíptico y estar bien integrado al mismo tiempo. Revolucionario, iconoclasta, escéptico, bon vivant, clown, oportunista, plagiario de sí mismo, Žižek procura desconcertar, provocar e irritar antes que convencer o convertirse en una de esas momias universitarias que ya sólo quedan en Francia. No lo critico, quede claro. Quizás ha descubierto aquello que tanto preocupaba a nuestros filósofos patrios, desde el pobre Manuel Sacristán al recientemente fallecido Gustavo Bueno, el lugar o «el papel de la filosofía en el conjunto del saber» en el mundo actual.

El libro de Žižek que me sirve de excusa para este comentario está, en efecto, lleno de chistes. Hay de todo, claro, desde chistes bastante elementales hasta algunos que están muy bien. Pero no se trata de eso, sino de la relación entre el humor y la filosofía. El volumen consta de una solapa con frases promocionales. La primera de ellas, la única que no loa a Žižek, es de Wittgenstein: «Una obra filosófica seria debía estar compuesta enteramente de chistes». No sé si el famoso pensador vienés dijo exactamente eso, ni en qué contexto lo dijo, pero concedo que tal afirmación es congruente con lo que escribió en su segunda etapa, la fase que suele denominarse del segundo Wittgenstein. Sea como fuere, no me parece mal el planteamiento. Hay, sin embargo, una palabra que me rechina: «seria». Si la suprimiéramos, todo tendría más sentido. A lo mejor, hasta esa propia obra filosófica tendría más empaque. ¿Qué necesidad tendría de ser seria? ¡Al contrario! ¡Cuanto menos seria, mejor!

Por decirlo en los términos coloquiales que aduje en la anécdota familiar, ¿nos ponemos a explicar los chistes? Increíblemente, eso es lo que hace un tipo tan curtido como Žižek en este volumen. Ahora podrán entender esa perplejidad ante su lectura que confesaba antes. Así, por ejemplo, a partir de un juego de palabras serbocroata semejante al popular se non è vero, è ben trovato, traducible como «si no es verdad, me follaré a tu madre», el autor nos explica profesoralmente «el rechazo protopsicótico de la ficción simbólica» o, «en términos psicoanalíticos», la diferencia «entre la forclusión (Verwerfung) y la transubstanciación simbólica» (p. 50). ¡Toma ya! En otras ocasiones, sin tanto despliegue abstruso, Žižek se empeña en explicarnos detenidamente cosas tan complejas como el piadoso ruego a la Virgen de una chica lista. «Oh, tú que concebiste sin pecado, ayúdame a pecar sin concebir» significa –porque probablemente ustedes no lo habrán captado– que «la religión es, de hecho, evocada como una salvaguarda que nos permite disfrutar la vida con impunidad» (p. 91). ¡Ah!

Podía poner ejemplos a troche y moche, pero citaré cómo deconstruye pedagógicamente Žižek el delicioso diálogo de la película Tocando el viento, cuando la chica invita al chico a subir a su habitación preguntándole si le apetece un café. El chico responde ingenuamente que no le gusta el café, a lo que ella replica con una sonrisa ya cómplice: «No importa, tampoco tengo». Žižek considera que tiene que explicarnos aquí el significado de la doble negación hegeliana, probablemente porque piensa que ustedes no han llegado a captar «el inmenso y directo poder erótico» de la propuesta, materializado en «una invitación sexual embarazosamente directa sin ni siquiera mencionar el sexo» (p. 60). Pues, ¡qué alivio, porque ya estaba yo hecho un lío! Así me queda más claro, desde luego. En fin, ¡qué importa que le haya quitado toda la gracia!

No me resisto a mencionar una última perla. Un convencional chiste de judíos, que en el fondo no es más que una pequeña variante del clásico tema de Sherezade –ganar tiempo para sobrevivir o sacar ventajas– le parece a Žižek un modo muy hegeliano de ilustrar «que la verdad surge a partir del irreconocimiento». Siguiendo la misma pista, a propósito de un arranque antifeminista de Otto Weininger, el autor argumenta la posibilidad de reinterpretar el fracaso como éxito, como si se dijera: «Mirad, esta nada que hay detrás de la máscara es la mismísima negatividad absoluta que hace que la mujer sea el sujeto par excellence, no un objeto limitado opuesto a la fuerza de la subjetividad» (pp. 134-135). Tras esa andanada, ¿quién puede acordarse del chiste que ha dado lugar a la exégesis?

En fin, me temo que corro el riesgo de disuadirles de la lectura del libro, pero les prometo que no era esa mi intención. Aunque a estas alturas es probable que no me crean –y lo entiendo, y reconozco además que es culpa mía–, lo que verdaderamente importa en este caso son las decenas de chistes –calculo que sobrepasan el centenar– que pueblan sus páginas. En este sentido, reconozco que a veces, mientras leía, me asaltaba una duda absurda, la de si el propio autor era consciente de que estaba tirando piedras contra su propio tejado. Leer un buen chiste y después tenerse que tragar la profesoral (y, sobre todo, lo que es mucho peor, simplemente superflua) explicación de Žižek es como tener que aguantar en la televisión por cada veinte minutos de algo que nos interesa casi otros tantos de anuncios. Es verdad –para decirlo todo– que el título que han elegido los editores españoles –tan distinto del original (Žižek’s Jokes), más egocéntrico, pero también más ambiguo– no ayuda, o incluso contribuye a ese batiburrillo absurdo que estoy señalando. ¿Qué significa eso de «Mis chistes, mi filosofía?» ¿Por qué ese miedo a dar el paso? Digámoslo sin remilgos: ¡Los chistes son la filosofía!

Me entenderán mejor si concreto. Y concretaré mejor si les cito varios ejemplos de lo que quiero decir. No creo que destripe el libro porque haga una selección adaptada de unos cuantos de los numerosos chistes que pueblan sus páginas. Hay muchos de judíos, con la fe de por medio. Está el clásico de la prueba irrefutable de que Jesucristo lo era por tres razones: una, prosiguió la profesión paterna; dos, su madre estaba convencida de que su hijo era Dios; tres, era incapaz de imaginar a sus padres follando. No siempre, sin embargo, podemos creer lo que dice el Nuevo Testamento. Por ejemplo, en lo tocante a Judas: ¡ningún judío vendería a un dios por unos míseros treinta talentos de plata! El tópico antisemita se exacerba en aquel que dice que dos amigos judíos leen que la Iglesia católica recompensará con una fuerte suma a quien se una a sus filas. Tras una encendida discusión sobre la oferta, ambos amigos pasan la semana siguiente ante el mismo anuncio. Uno de ellos vuelve a plantearse si la oferta va en serio y el otro responde: «¡Ay, los judíos sólo pensáis en el dinero!» La contrapartida al antisemitismo tradicional la hallamos en este magnífico ejemplo: los judíos y los ciclistas son los mayores responsables de nuestros males.

– ¿Por qué los ciclistas?
– ¿Por qué los judíos?

Hay muchos chistes que hieren sensibilidades o creencias porque, para Žižek, «lo divertido de un chiste es ofender o humillar a alguien» (p. 44). Por eso abundan las burlas contra la religión y las figuras sagradas, en algunos casos de modo facilón (Jesucristo que se cree Tiger Woods, el as del golf) y otros claramente naífs (el viejo chascarrillo comunista del Dios bolchevique). Menudean también, naturalmente, los chistes obscenos, como el del hombre que le pide a su mujer que le haga una felación y ella le dice que vale, pero que en ese momento no le apetece porque está cansada. Así que, «¿por qué no te masturbas en un vaso, cariño, y me lo bebo mañana por la mañana?» Más grosero e irreverente aún es el de Jesucristo y María Magdalena, que no les voy a contar aquí. En cambio, para mi sorpresa, los chistes políticos se mantienen en un relativo segundo plano. El que mejor representa para mi gusto la realidad del paraíso socialista es el del individuo que entra en una tienda preguntando «¿No tendrán mantequilla, verdad?», y la dependienta le responde «No, nosotros somos la tienda que no tiene papel de váter; la que no tiene mantequilla es la de enfrente».

Con todo, yo me quedo con el del marido que aguarda impaciente el resultado de una larga y peligrosa intervención quirúrgica de su mujer. Cuando al fin aparece el doctor, le dice: «Su esposa ha sobrevivido». Tras la inicial alegría del sufrido cónyuge, añade: «Pero tendrá algunas complicaciones. En el futuro no podrá controlar en ningún momento sus esfínteres, de modo que la orina y los excrementos le saldrán sin parar. Por la vagina le brotará incontenible una gelatina hedionda que impedirá la relación sexual. La boca tampoco le funcionará, no podrá deglutir los alimentos y vomitará de modo permanente». Ante la cara descompuesta del pobre marido, el doctor le da unos golpecitos en la espalda: «¡Ande, no se preocupe, que era una broma! ¡Todo ha ido bien! ¡Su mujer ha muerto en la operación!»

Ahora, díganme una cosa: ¿ustedes necesitan que se los explique?

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Ficha técnica

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