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¡No es para tanto! Es peor ser inmortal

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No sé qué pensarán ustedes, pero yo soy de la opinión de que lo peor de las navidades –mucho peor que la cena familiar de Nochebuena, incomparablemente peor que el cotillón de fin de año?, lo peor con diferencia desde mi punto de vista, son esas cenas de colegas/compañeros de trabajo que suelen celebrarse casi por definición el último fin de semana antes de Navidad, como si fueran el pistoletazo de salida de las fiestas y el anticipo de lo que nos espera durante las tres semanas siguientes. Además, normalmente cogen a uno con el estómago desprevenido, en absoluto preparado para zamparse cuatro o cinco platos a las tantas de la noche, rematados por unos turrones que ponen a prueba el último empaste y esos botellones de cava ?¡odio el cava!? que hay que beberse, quieras o no, porque no vas a ser el único soso que no brindas. Por si fuera poco, habrán comprobado todos los que hayan sufrido el trance que, te lo montes como te lo montes, terminas siempre sentado al lado o enfrente del más pelma –hombre o mujer, en esto hay paridad perfecta? que, ¡cielos!, en vez de permanecer más o menos calladito como el lunes a primera hora, se suelta el pelo y te endiña sus opiniones acerca de todo aquello que menos te interesa.

Tuve la mala fortuna este año de que el compa de turno, hombro con hombro conmigo en una mesa relativamente pequeña en la que nos embutíamos una docena de comensales, me había leído alguna que otra vez en este blog ?¡ya es mala suerte!? y, pese a mis esfuerzos por derivarle hacia Messi, Gran Hermano o, ya puestos, hasta Fidel Castro, se empeñaba en hablar del humor en general y del humor negro en particular. Achispado como estaba –digo achispado para no ser grosero y no ofender, porque lo mismo sigue leyéndome a pesar de todo?, se empeñó en explicarme sus teorías sobre la muerte y, más en concreto, sobre la pena de muerte, entendiendo los conceptos de «pena» y «muerte» en el sentido más metafísico posible. Les ahorro toda la farfolla, que no era poca, doy fe. En esencia, defendía que, en contra de lo que suele decirse, la «máxima pena» no es la de muerte. La pena de muertre –se le trababa ya un poco la lengua? implicaba sólo un pequeño adelanto de lo que era el destino inexorable de todo ser humano (aquí hacía una pausa para darme tiempo a digerir la profundidad de su pensamiento). La mayor condena para el hombre tendría que ser la pena de inmortalidad: cumplir y cumplir años sin fin, repetir los mismos acontecimientos, volver a vivir las mismas emociones, aburrirse, hastiarse, en fin, de la vida sin poder ponerle un punto final. Fíjate ?me decía cada vez más entusiasmado con sus hallazgos?, que eso implica una enmienda a la totalidad a la gran aspiración de la mayoría de los mortales y al sentimiento religioso más extendido: la vida eterna, en realidad, sería de por sí el infierno.

En un primer momento, tentado estuve de replicarle que lo que le parecían disquisiciones originales ?y, por supuesto, geniales? revelaban simplemente sus faltas de lectura o sus lagunas culturales. Hasta podía haberle hablado, para que me entendiera, de El buque fantasma, o del propio Drácula, o hasta de la saga Crepúsculo, puestos ya a situar el nivel bajo mínimos. Me detuve a tiempo. Conservé la suficiente lucidez como para parar mi lengua antes de tirarme a la piscina sin agua: sin duda alguna, me hubiera pedido sin vacilar la lista de libros y autores que –según estuve a punto de indicarle? desde tiempo inmemorial habían desarrollado en cuentos, poemas, novelas, películas y ensayos esas o muy parecidas ideas. En todo lo demás no estuve tan lúcido, la verdad sea dicha. Intenté tirar por la tangente y me salió una frase hecha y reconozco que, aparte de cobardona, bastante trivial: «Bueno, es verdad que en nuestra cultura magnificamos la muerte». Consciente de que no había ido muy allá, ni siquiera teniendo en cuenta como atenuante las entendederas de mi interlocutor, intenté completarla al tiempo que esbozaba una sonrisa ad hoc: «Podría decirse que… ¡no es para tanto!» ¡En mala hora! Lo de «¡No es para tanto!» le hizo gracia y el resto de la noche, cada vez que apurábamos lo que se anunciaba como penúltima copa, me guiñaba el ojo y pregonaba, cada vez en voz más alta, a quien quisiera (y no quisiera) oírle aquello de «¡Chin-chin, que no es para tanto…!»

En fin, la cosa tampoco tenía mayor importancia. De hecho, la mañana siguiente había olvidado casi completamente el episodio, feliz como estaba ante la perspectiva de que me quedaban 364 días para el próximo ágape prenavideño. Lo normal, por tanto, es que no hubiera vuelto a rememorar el contenido de aquella cháchara. Pero, cuando llegué el lunes a casa –la cena fue el viernes por la noche?, encontré entre la correspondencia un paquete que contenía un libro. Como suelo recibir novedades editoriales, lo abrí un poco distraído, pensando en otros menesteres, pero enseguida el título me saltó a los ojos, como un relámpago que nos coge desprevenidos: No es para tanto, aparecía arriba del todo, sobre una foto muy colorista que ocupaba tres cuartas partes de la portada. Los colores abigarrados –diversas gamas de rojos, amarillos, azules, verdes? procedían de la decoración naíf de un montón de calaveras apiladas de manera desordenada unas encima de otras, como las que se exhiben en esos mercadillos mexicanos durante la celebración del día de los muertos o en fiestas de índole macabra. El subtítulo del libro despejaba las mínimas dudas que aún podía albergar sobre su contenido: «Instrucciones para morir sin miedo». El autor no era, ni mucho menos, mi compañero de fatigas del que antes hablé, sino un escritor para mí desconocido: Recaredo Veredas. El libro, como enseguida comprobé, acababa de salir, publicado por la editorial Sílex (Madrid, 2016).

Me hizo gracia la coincidencia: acabé la noche anterior hasta los mismísimos pelos del «¡No es para tanto!» de mi colega, y ahora recibía un libro con el mismo título. El caso es que las casualidades no terminaban ahí, sino que más bien empezaban en ese punto. En efecto, me bastó abrir el libro, detenerme en el índice y ojear rápidamente el contenido –se trata de un volumen bastante breve: algo más de cien páginas? para darme cuenta de que el autor sustentaba un punto de vista muy próximo al que nos había ocupado el día de la cena. Las páginas introductorias terminaban con un párrafo que le dejaban a uno como si se hubiera muerto del abuelo de Heidi. Juzguen ustedes: «La muerte es el complemento de la vida. Sin ella no existirían los niños, los cachorros, las flores, sólo habría vejez y decadencia. Tampoco habría sitio para todos. La muerte es bella, pero nosotros no podemos creerlo» (p. 17). A mí, ¿qué quieren que les diga?, eso de que la muerte es bella me parece, como suele decirse, un brindis al sol. El autor podría haber escrito, por los mismos motivos, «la muerte sabe a canela» o «la muerte es azul», y seguiría siendo igual de absurdo, aunque quizá la frase quedara algo más poética. El capítulo siguiente volvía a mostrar que Veredas se empeñaba en mantenerse al filo del precipicio: «La muerte es una llamada a la felicidad». Hombre, por muy necrófilo que uno sea, esa afirmación, así de contundente, y sin anestesia, es como un pisotón en el juanete. Después resultaba que la matización subsiguiente hacía el trago bastante más digerible y hasta nos acercaba a una cierta trivialidad: «Un grito a disfrutar todos y cada uno de los días de nuestra existencia». Vale, si nos ponemos en este registro ya podemos seguir hablando. Carpe diem, claro.

Volvemos así al punto de partida, al «no es para tanto». No es para tanto la muerte en sí, pero, sobre todo, no es para tanto la muerte si hemos sabido disfrutar de la vida. Es el fin de la fiesta: ¿y qué? Todo tiene su fin. Es absurdo que nos obcequemos en la certeza de que habrá un punto final, tan absurdo como que no podamos disfrutar de este banquete o de esta aventura o de esta inesperada noche de excesos simplemente porque en algún momento todos ellos tendrán que acabar. Somos mortales, lo sabemos desde que tenemos uso de razón. Es verdad que entonces, y durante largo tiempo, durante una parte considerable de nuestra existencia, gozamos de la razonable probabilidad de que nos queden varias décadas de vida, eso que Julio Cortázar llamaba nuestra pequeña ración de inmortalidad. Pero, al fin, sabemos que llegará la hora. Hasta los héroes más heroicos de todos, los héroes mitológicos de la antigüedad clásica, los que eran capaces de las proezas más increíbles, estaban sometidos a los designios de las Parcas. Para los que son mitómanos y/o necrófilos, les sugiero un bellísimo libro que acaba de aparecer del maestro Carlos García Gual. Se titula La muerte de los héroes (Madrid, Turner, 2016) y trata precisamente de eso: de cómo mueren algunos de los grandes personajes de aquellas narraciones épicas que cimientan el significado de nuestra cultura y dotan de sentido a nuestra concepción del mundo. El concepto mismo de héroe se sustenta en nuestra insoslayable condición mortal: héroe es quien ama la vida, pero está dispuesta a perderla por una causa que merece la pena. El héroe, por definición, no podría ser inmortal sin comprometer seriamente su rol.

Como ninguno de nosotros somos héroes, no nos encontramos en tales tesituras. El problema para nosotros, simples mortales del montón, es mucho más simple. El problema, más que muerte, se llama miedo. Me dirán que entonces es miedo a la muerte, pero yo replicaré que es más bien miedo a la vida, que es mucho peor. Bueno, la verdad es que no lo digo yo, lo escribe Recaredo Veredas, precisamente como contrapunto a la heroicidad: «Lo contrario de la heroicidad es la cobardía, más conocida por miedo. El miedo es el peor enemigo de la vida. El prólogo de la muerte» (p. 104). Estoy de acuerdo. Temer es morir un poco. A veces incluso se da la paradoja, una realidad en muchísimos seres humanos, de que el temor de la muerte paraliza más y es más determinante que la propia muerte. Así que precisamente estos, los pusilánimes, timoratos e hipocondríacos del más diverso pelaje, podrían decir, mejor que nadie, cuando llega el momento del último suspiro, eso de «¡No era para tanto!»

Aunque esto no es una reseña, ni quiere parecerse lo más mínimo a una crítica al uso, no puedo dejar de silenciar, al lado de mis concordancias con el autor, ciertas reservas derivadas de lo que yo entiendo como incursiones por los cerros de Úbeda que no ayudan a la estimable tesis central del libro. El autor es propenso –o eso me parece a mí? a una metafísica de mesa camilla y un buenismo de andar por casa, que lo mismo se concreta en un «regreso a las creencias de Olof Palme» (p. 21) que tiende a una cosmovisión que podría suscribir alborozado el doctor Pangloss: «El hombre está diseñado para creer en Dios porque la naturaleza es perfecta» (p. 55). Confieso que leí más de una vez la frase y luego el párrafo entero sospechando que el autor hacía gala de una ironía maliciosa que a mí se me escapaba. Pero, por lo que después expone en los siguientes capítulos, llegué a la conclusión (que en ningún caso disipaba la inicial perplejidad), de que lo decía completamente en serio.

Según avanzaba en la lectura del ensayo, me venía a la cabeza de modo recurrente la hipótesis del genio maligno cartesiano. Me imaginaba a un bromista diabólico que había introducido su perversa mano a espaldas del autor, cuando este dormía o descansaba, para perpetrar sus fechorías en forma de párrafos sediciosos que dinamitaban con una mordacidad tan artera como eficaz lo que tan trabajosamente quería desarrollar el autor. Pongo un ejemplo: después de una bien urdida reflexión sobre cómo ha plasmado el cine reciente la angustia de la muerte, alguien (para mí que el genio maligno) se descuelga con este párrafo a modo de colofón: «Si tuviéramos más cerca a la muerte, si la tratáramos como la amiga que es, como la bendición que permite que brillen las flores y riamos con la sonrisa de los niños, viviríamos con mayor libertad, disfrutaríamos de cada minuto y no daríamos tanta importancia a nuestras minúsculas desdichas porque somos parte de una inmensa cadena, que está aquí sólo por azar y que en algún momento perecerá» (p. 44). Eso de amiga muerte, como el de Asís decía lo de Hermano Sol, Hermana Luna, Hermano Lobo, está a la misma altura que lo de las florecillas y las sonrisas infantiles. Bueno, la verdad es que queda uno desarmado, sin saber qué decir.

Y, en fin, el caso es que las páginas de este libro rezuman buenas intenciones, y yo diría incluso que optimismo, vitalidad y toneladas de sentido común. Le faltan, sin embargo, lo que, en mi opinión, son los ingredientes esenciales en un tema como este: sentido del humor, mala leche, ironía, pinceladas de negrura y, en última instancia, una comprensión más profunda de ese poliedro con aristas cortantes que es el ser humano. Como decía mi colega, el de la cena prenavideña, la inmortalidad será una lata, desde luego, pero el caso es que, llegado el momento decisivo, casi todo el mundo pide prórroga, porque considera prematura la hora del tránsito que le ha tocado en suerte. No suelen decir, así por las buenas, como el replicante de Blade Runner, «es hora de morir». Yo mismo, que me declaro convencido por las razones que expone Recaredo Veredas, no tengo la más mínima voluntad de usar a corto plazo las instrucciones del libro (esas que sirven para morir sin miedo). Y es que con simples buenas razones, como aquí desgrana Veredas, la gente no se convence. Por eso hace falta mirar con sorna el último tránsito. Cuando he hablado de este tema, en conferencias o de modo coloquial con los amigos, no dejo nunca de acordarme de mi primo Juan Carlos, un magnífico cirujano, sin duda alguna, aunque demasiado propenso, en mi opinión, a cortar por lo sano (nunca mejor dicho), es decir, a sajar las tripas, órganos y extremidades varias que pertenecían al prójimo, pero muy renuente a aplicarse su propia medicina, hasta el punto de que se cayó redondo, en mi presencia, cuando le dijeron que tenían que extirparle una uña necrotizada del dedo gordo del pie. Pues eso: a él, como a tantos otros, vete a decirles aquello de «¡No es para tanto!»

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Ficha técnica

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