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JAVIER TOMEO. NAPOLEÓN VII

NAPOLEÓN VII

JAVIER TOMEO

Napoleón VII, de Javier Tomeo, ha sido publicada por Anagrama.

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«Hace quince días Hilario se contempló en el espejo oval del recibidor de su casa y se descubrió convertido en Napoleón. "Soy Napoleón Bonaparte", se dijo.» Así comienza Napoleón VII, que puede considerarse una novela corta –tiene 137 páginas–, y hay que reconocer que eso es entrar en materia desde el primer momento. Y es que la novela corta soporta con dificultad los devaneos y meandros narrativos de su hermana mayor. En ella, como en el cuento literario, rige la ley de la inversa proporción entre extensión e intensidad, y, normalmente, también esa concentración de escenarios, tiempo y conductas que da a los cuentos su principal característica. La novela corta requiere, pues, tener muy claro lo que se va a contar, y acometer su relato desde un propósito de precisión y meticulosa selección de los medios a emplear.

La anécdota de la novela es muy leve: en ella se relata una jornada del tal Hilario H., inmerso en su delirio napoleónico, quince días después de su revelación, desde las seis de la mañana hasta las once de la noche, aproximadamente, en que debe tener una cita con un tal Miguel, alias Pandora, dueño de la tienda de disfraces en que Hilario ha adquirido la levita y el calzón que revisten su nueva identidad, y que está apasionadamente dispuesto a ejercer de Josefina.

El tema de los paranoicos que, víctimas de un delirio de grandeza, creen personificar la figura histórica de Napoleón, no sólo no es nuevo, sino que pertenece al espectro de ciertos tópicos sociales, y hasta de la cultura popular más o menos reciente. Enfrentarse a la narración de tal asunto exige, por lo tanto, sacarlo de lo convencional y darle una sustancia narrativa interesante, para sorprender al lector desde una perspectiva singular.

Napoleón VII se desarrolla mediante 94 capítulos, algunos brevísimos, con la voluntad de ir utilizando diversos elementos, referencias históricas y alusiones a la vida concreta de Hilario, para cargar de verosimilitud la descripción de esa alucinada jornada del sedicente Napoleón, a través de la alternancia de sus íntimas seguridades y dudas sobre la personalidad que le ha sobrevenido. La relación del Hilario-Napoleón con la memoria del antiguo Hilario cuerdo que permanece todavía en él, y con su propio cuerpo; su comunicación delirante con el entorno inmediato de su casa; su visión de la calle –todo ello entreverado de las lecturas sobre el Emperador que, al parecer, ha ido haciendo desde el descubrimiento de su transformación en la figura histórica–, son las bases para construir un personaje que, a lo largo de la ficción, no dejará de investigar las huellas de su verdadera identidad.

En cierto modo, esa cita que Miguel-Josefina espera con ansia durante todo el día, y que servirá para justificar acertadamente el desenlace de la novela, es algo accesorio, pues su principal médula narrativa está en la cuidadosa elaboración de una situación única, la de ese Hilario-Napoleón a través de la jornada que se nos narra. Para ello se utiliza un lenguaje conciso, funcional, y una estética austera, aunque sin dejar de acarrear los aspectos convenientes para ir conformando el perfil dramático del personaje, por medio de recursos e invenciones que se acomodan con naturalidad al delirio planteado. Así, Hilario Napoleón arengará desde su piso a las tropas que, según imagina, le aclaman en la calle, o las escuchará subir por las cañerías, o mantendrá largas conversaciones con el dedo gordo de su pie derecho, emergente a través de un roto del calcetín, atribuyéndole sucesivamente las personalidades del general Murat, del secretario Bourraine y del mariscal Soult, o encontrará, en una mujer que presenta en la televisión diversas recetas culinarias, a la propia Josefina, mientras descifra tales recetas en la clave que mejor conviene a su locura.

A pesar del tono irónico, de las disparatadas ensoñaciones que se van entrecruzando en la imaginación de Hilario y de la descripción del pintoresco proceso alucinatorio, Tomeo no se deja llevar por lo caprichoso. Nos ofrece escuetamente las noticias precisas para conocer al oficinista de banco, jubilado y solterón, víctima de la psicosis paranoica, y nos permite la lejanía suficiente para asistir a su peripecia con una creciente impresión de certeza, que consolidan los pocos pero representativos datos que se nos facilitan a propósito del escenario cotidiano del asunto.

Los sucesivos fragmentos, que por su brevedad se van articulando con rapidez, y las menciones al horario en su transcurso a lo largo del día, consiguen dar progresión al delirio que vive Hilario, salvándolo de la inmovilidad y de la reiteración, que eran sus principales peligros, y convirtiéndolo en el propio meollo dramático de la novela. Por otra parte, sin duda Tomeo ha visto con claridad los límites de su ficción, y su sentido de la medida no le ha hecho dar a Miguel-Josefina mayor participación de la que tiene en la trama, tentación que acaso no todos los autores hubieran sido capaces de soslayar. Esa renuncia, en el juego de austeridades que compone la ficción, sirve precisamente para darle fuerza, y no para restársela. Tal como está, simplemente esbozado mientras se prepara para la anhelada cita, el personaje de Miguel-Josefina tiene notable expresividad. Y la novela se cumple con la exactitud y la elegancia de un buen cuento.

Claro que hay algo de Kafka en Napoleón VII, pero eso no es decir demasiado, porque Kafka impregna ya la novela moderna. Por encima de Kafka, hay en ella un humorismo de estirpe surrealista, que en España tuvo arraigo y escuela hace unos cuantos años, y, aunque en una versión que no pretende desbordar lo grotesco y lo burlón, porque quizá los tiempos no dan para más, el tema del soñador que se atreve a convertirse en su sueño, que es lo que del Quijote fascinó a Borges, casi a su pesar.

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