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Muros

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Japón es un país rodeado completamente por el mar. Más que eso, lanzado al mar, expuesto. Pero uno diría que, en vez convivir con el mar, lo sufre. La palabra «mar» no evoca en Japón algo atractivo, como en España, en el Caribe, en el sudeste asiático, en casi todas partes; aquí no es un espacio amable de playas en que bañarse, paseos marítimos por los que caminar y rompeolas donde sentarse a contemplarlo como hacía mi padre conmigo de pequeño.

Viajo por la bonita carretera entre Atami y Odawara, con el océano a mis pies. Si miro de reojo a mi izquierda veo solamente el impresionante azul del Pacífico y tengo casi la sensación como si lo sobrevolara. Hasta que me doy cuenta de que, si estoy casi encima del mar, es porque la carretera por la que avanzo pasa casi por encima del mar. En vez de playa o paseo marítimo, lo que hay entre Atami y Odawara, y a lo largo de muchos más kilómetros costeros de Japón, es carretera. Ni siquiera una vía «panorámica» respetuosa con el paisaje, sino una fea carretera elevada de hormigón, atractiva sólo para quien la transita, como yo, con el mar a su lado, pero monstruosa para quien la ve desde el otro lado, como una cicatriz que separa la tierra firme del mar.

Es frecuente que lo que separa el mar y su playa de la primera fila de viviendas no sean paseos marítimos, aceras anchas con kioscos y terrazas, sino carreteras como esta. Japón no es un país con costa, ese maravilloso elemento intermedio de transición entre tierra firme y el mar. Costa, más que accidente geográfico, como río o montaña, es una construcción conceptual, como paisaje. Lo que para el campesino suizo o nepalí son abruptas y tremebundas cordilleras, para nosotros es paisaje. Nuestras experiencias de estar rodeados por el mar ?Japón del todo, nosotros casi? son opuestas: en España valoramos la costa, la hemos puesto tan en valor que ha sido durante décadas el sustento principal de nuestro desarrollo económico y sigue siendo hoy algo que valoramos y cuidamos más que nunca.

Al viajar por Japón es constante la sensación de que es un país que vive de espaldas al mar. Que no lo disfruta. El japonés prácticamente no va a la playa, la mayoría no saben nadar y no les gusta broncearse. La playa es sobre todo territorio de surfistas: una especie curiosa los surfistas japoneses, uno de los pocos repositorios para gente diferente, algo freak. Impresiona que un país tan rico no tenga casi infraestructura playera y que quienes vivimos aquí tengamos que irnos a Indonesia, a Filipinas o a Vietnam si queremos una experiencia de resort turístico, tranquilidad y piña colada. El japonés no espera eso en su país y, si así lo quiere, se va a Hawái. Sólo ahora, apenas, comienza a haber algún resort así en Okinawa, las islas del sur, más cercanas en geografía, gente y costumbres a Taiwán que al resto del país. Pero en todo el perímetro (no-)costero de las cuatro islas principales no hay un solo resort de playa.

El mar en Japón, por el lado del Pacífico sobre todo, es algo terrible, agresivo, despiadado; un enemigo, casi, territorio hostil, una de las fuentes de desastre a que esta sociedad se enfrenta cada día. Un monstruo ?marino? que puede despertarse si hay un terremoto y convertirse en tsunami o desbordarse en caso de tifón e inundar zonas costeras. Imagínense que el perímetro español fuera todo una Costa da Morte en vez de las playas de Cádiz, de Mallorca o de Sangenjo. Es apropiado que la pintura más conocida del arte japonés sea la estampa de Hokusai La gran ola de Kanagawa, esa terrible ola de tsunami que se traga a unos pescadores.

Visito en Kyotographie la exposición Coastal Motifs del artista japonés Tadashi Ono, y veo en fotografías lo que ya sabía y había entrevisto en mis viajes por el país: muros enormes de hormigón que van construyéndose a lo largo de la costa para protegerse de las calamidades que pueden venir del mar. Una vez terminado el programa iniciado tras el desastre del 11 de marzo de 2011, cubrirán alrededor de cuatrocientos kilómetros de costa en Iwate, Miyagi y Fukushima, en el Pacífico. Moles de diez a quince metros de alto, estructuras de pesadilla, materia de los malos sueños que impedirán la vista al mar a unos ribereños a los que no se da la opción de alegar que han decidido vivir ahí, frente al mar, y no en una ciudad o en la montaña, porque asumen seguramente el riesgo como quienes vivimos en la ciudades asumimos el de que nos pille un coche o, en las japonesas, que se nos caiga un edificio encima. Moles que cortarán la brisa del mar, callarán el ruido de las olas, destruirán ecosistemas milenarios, separarán a los pescadores de su espacio de trabajo. «No se pueden poner puertas al mar», se ha dicho siempre en español, y ahora resulta que sí se le pueden poner muros, taparlo, esconderlo.

No se trata sólo de la zona del país que retrata Ono; por todo el país hay kilómetros y kilómetros de costa igualmente tapados con muros de hormigón o con unas estructuras enormes del mismo material y forma de tridentes o cangrejos que parecen sacados de una película de David Cronenberg. Piezas de un lego diabólico apiladas para contener y frenar y que destrozan el paisaje marino e impiden para siempre una posible relación positiva entre el ribereño y ese océano del que lo separan.

La conciencia de que su país es especialmente presa de terremotos, tsunamis, avalanchas e inundaciones es un asunto con mayor peso en la psique japonesa que en ninguna otra parte. Forma parte de la japonesidad, la manera japonesa de estar en el mundo. A la naturaleza se la ve como adversario al que temer, algo a lo que enfrentarse, de lo que defenderse y, a ser posible, domeñar. Esa sensación de acoso y su empeño en defenderse ha ido dando lugar a una peculiar re-conformación del territorio. La de la costa es ahora quizá la más notoria, tras el tsunami de 2011, pero a lo largo de décadas ha ido actuándose también sobre ríos y montañas. Otro fotógrafo, Toshio Shibata, lleva más de treinta años dedicado a documentar el inmenso impacto que la obra del hombre tiene en re-crear en Japón lo que hasta hace poco era sólo obra de la naturaleza: montañas apuntaladas a golpe de parches enormes de hormigón, muros frente al mar, ríos acolchados en feo hormigón, cambiados de curso o embalsados por enormes presas.

Según uno de esos estereotipos que imaginan Japón como país mítico, ideal, perfecto, el respeto por la naturaleza es aquí mucho mayor que en Occidente. Yo creo que no. Alex Kerr escribía en 2001 que sólo tres de los ciento trece grandes ríos nipones permanecían tal cual la naturaleza los había creado. «Animosidad contra la naturaleza» llama a la actitud de los japoneses y se erige en martillo acusador contra su empeño en construir, construir y construir, elemento clave de una economía basada hasta ahora en fabricación industrial y construcción. «The Construction State» lo llama. Las cosas irán cambiando quizás ahora que a esa dupla viene a sumarse el turismo como nuevo, recién descubierto, activo económico y Japón se da cuenta de que cuidar el territorio y ponerlo en valor puede también traer réditos.

Hasta un 7% de su presupuesto se gastaba hace poco en prevención de desastres. Saben que están mucho mejor preparados que cualquier otro país para hacer frente a la cantidad de amenazas que provienen de la naturaleza y dicen, con razón, que si las calamidades que ellos sufren sucedieran en otro país, el número de víctimas y la devastación serían enormemente mayores. Pero la prevención llega a una obsesión que a veces puede parecer casi perversa: el Estado debe proteger de todo y frente a todo al ciudadano, en todo caso, siempre, cueste lo que cueste. Aunque el precio sea un día, por ejemplo, rodear el país entero por un enorme muro de hormigón ad maiorem gloriam de la seguridad y de las grandes compañías constructoras.

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