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Mito romántico y fraude en torno al origen y frescura de los alimentos

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El momento de su recolección y el tiempo transcurrido hasta su consumo son dos condicionantes claros de nuestra percepción organoléptica de los alimentos en general y, especialmente, de las frutas y verduras. De aquí que la población, que hasta hace poco vivía mayoritariamente del campo o en torno a él, tenga la romántica añoranza del huerto familiar, la cual compartimos, y haya mitificado el suministro local. Otras y obvias son las razones que, justificadas o no, inducen a algunos a preferir los alimentos de producción nacional frente a los foráneos.

Cuando Madrid tenía poco más de un millón de habitantes, las fértiles huertas del sur de la ciudad suministraban frutas y verduras recién recolectadas durante los restringidos periodos óptimos para su recolección. Esas explotaciones, a menudo regadas con aguas fecales humanas, algo impensable en la actualidad, han sido invadidas ya por un espacio urbano que alberga a varios millones de personas y para cuyo suministro alimentario no hay agricultura de proximidad que pueda dar abasto, ni en cantidad, ni en variedad, ni a lo largo del año.

En las actuales megaurbes, que hacia el próximo medio siglo albergarán a las tres cuartas partes de la humanidad, la producción local podrá ofrecer cada uno de sus productos durante períodos cortos y representará una fracción muy minoritaria del total de un suministro que no será estacional y que procederá de lugares más o menos alejados en el propio país y de otros lugares del ancho mundo.

Ya no existen prácticamente los agricultores locales que iban al mercado del pueblo a vender lo que recolectaban cada día, según la demanda estimada. Ahora, incluso los agricultores locales eligen con qué antelación recolectan sus frutos en función de las expectativas comerciales, por lo que el momento de recolección y el tiempo transcurrido entre recolección y consumo varía según sean éstas. Por otro lado, las innovaciones tecnológicas introducidas en la recolección, envasado y transporte permiten conseguir productos en buen estado de consumo que han viajado grandes distancias, como sucede, por ejemplo, con las frutas del sur de Chile que se consumen en Madrid. Las grandes cadenas alimentarias en nuestro país tienen un sofisticado sistema logístico que permite poner en el mercado frutas y verduras nacionales en poco más de un día. Otra cosa es el tiempo que estos productos tarden en venderse.

En contra de la creencia popular, no es la tecnología, sino la variedad, la determinante de las propiedades organolépticas del alimento, y las variedades que priman en el mercado dependen en última instancia de las elecciones de los consumidores, que vienen determinadas por otros factores, como el precio y la apariencia, antes que por el sabor y el aroma. Por otra parte, la disponibilidad extraestacional continuada de frutas y verduras depende de una globalización del consumo, de la conservación y del transporte de larga distancia, lo que determina que en el mercado cobren protagonismo las variedades que «viajan bien». En suma, para que una variedad sea barata debe ser productiva y susceptible de ser transportada desde sitios alejados y donde los costes de producción sean bajos. Pero quienes piensan que las variedades actuales son inodoras e insulsas, imputándoselo a la tecnología, parecen olvidar que en el mercado se ofrece mayor número que nunca de variedades de cada producto, con un amplísimo abanico de calidades y precios, así como que alimentarse hoy es mucho más barato de lo que lo ha sido históricamente.

El prestigio de lo local y lo nacional frente a lo importado ha inducido en la distribución alimentaria una serie de prácticas cuando menos engañosas que disfrazan u ocultan el origen de los alimentos mediante un etiquetado insuficiente, inexacto y, con frecuencia, perverso. La casuística es variada. Hay productos para los que sólo se consigna dónde han sido envasados, como es el caso de algunas mantequillas (envasado en España, o en Portugal, para la marca…), corderos importados, sacrificados en un castizo pueblo español; ternasco de no se sabe dónde, nacionalizado español; espárragos de Navarra que en realidad son peruanos, o melones de Villaconejos cultivados en Brasil y etiquetados en destino. En ocasiones, son los trucos fiscales los que oscurecen el origen de un producto dado, como ocurre con la anomalía de que los plátanos transcontinentales que se consumen en Europa aparezcan como exportados de la isla de Jersey que, como todos saben, tienen un clima tropical óptimo para dicha fruta.

Otro truco reciente, practicado por algunas grandes superficies, consiste en crear huertos de ficción para etiquetar productos de los orígenes extrafronterizos más diversos, que así adquieren el aura de haber sido producidos por pequeños productores locales con cuidadosos métodos artesanales. La cadena Tesco es responsable de Rosedene Farms, Nightingale Farms, Boswell Farms y varios otros idílicos entes de ficción para etiquetar sus productos frescos, mientras que otras cadenas, tales como Aldi o Lidl, llevan años gestionando sus propias explotaciones hortícolas ficticias. Otro fértil campo para la ficción es el de las cartas de los restaurantes, donde no siempre la lubina del Cantábrico ha navegado por el ancho mar, o la gamba de Huelva conoce el Atlántico.

En conclusión, el ojo y el paladar nos aquilatan la calidad y la frescura de un alimento de forma más fiable que la de cualquier etiqueta. De todos modos, conviene subrayar que un alimento producido localmente no es distinguible del mismo alimento producido a larga distancia al degustarlo en una prueba de cata por el método del «doble ciego».

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Ficha técnica

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