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Million Dollar Baby: todo por un sueño

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Algunos periódicos excluyen el boxeo de sus páginas, alegando que constituye un espectáculo cruel y degradante, pero, en Million Dollar Baby (2004), Clint Eastwood presenta el cuadrilátero como un espacio donde es posible soñar, crecer, renacer, redimirse e, incluso, aprender a morir con dignidad. Director, productor y compositor de la banda sonora, Eastwood encarna a Frankie Dunn, un entrenador y mánager que perdió hace mucho tiempo el cariño de su hija. No sabemos lo que hizo, pero todo indica que la abandonó. Lo lamenta sinceramente y le pesa la conciencia. Escribe a su hija cada semana, pese a que le devuelve todas las cartas sin abrir. Su sentimiento de culpa es tan intenso que acude a misa todos los días desde hace veintitrés años, pero esa costumbre no ha aplacado su espíritu sarcástico. Importuna al padre Horvak (Brian F. O’Byrne) con preguntas embarazosas sobre el misterio de la Trinidad o la Inmaculada Concepción, poniendo a prueba su paciencia. Cuando compara a Dios con el muesli, el sacerdote estalla, llamándolo «gilipollas pagano». Frankie no parece un hombre aficionado a la poesía, pero ha estudiado gaélico para leer a William Butler Yeats. No está interesado por lo místico y onírico. Sólo intenta acercarse a su hija, de la que no sabemos casi nada, salvo que se llama Katie, que no es muy alta y que en un tiempo fue de complexión atlética. Quizá su madre era irlandesa, lo cual explicaría las incursiones de Frankie en el gaélico y en la poesía de Yeats.

Al igual que en The Outlaw Josey Wells (1976), el personaje de Eastwood se rodea de criaturas marginales y desgraciadas, como Eddie «Scrap-Iron» Dupris (Morgan Freeman), un púgil negro que perdió un ojo en su última pelea. Aunque no era su mánager, Frankie se considera responsable de su estado, pues lo atendió durante el combate, curándole los cortes y animándole a luchar. Eddie no le echa la culpa, pero ha aceptado su protección, viviendo y trabajando en el gimnasio que compró hace casi veinte años en Los Ángeles. Intercambian ironías, pullas y bromas, casi como si fueran dos viejas solteronas victorianas, que ya no se preocupan de ocultar sus manías, ni de reprimir sus extravagancias. Se nota que se aprecian, que se conocen a fondo y que les resultaría complicado afrontar la vida sin el otro, pero los dos saben que les falta una familia, una mujer y unos hijos capaces de proporcionarles ese calor de hogar ausente en un frío y cochambroso gimnasio. Eddie es más sensato, más realista. No vive atormentado por la culpa y ha asumido la pérdida de su ojo, sin rencor ni reproches. Simplemente, el boxeo es así. Se lucha por conquistar la propia autoestima, arrebatándosela al rival. Si sólo tienes corazón, no conseguirás nada, salvo una buena paliza. Es el caso de «Peligro» Dylan o «Danger Barch» (Jay Baruchel), un joven blanco que no lograría noquear ni a un muñeco de trapo. Oriundo de Texas y con un leve retraso mental, el último novio de su madre se deshizo de él, subiéndolo a un coche y abandonándolo en Los Ángeles. Sin saber adónde dirigirse, «Peligro» entró por azar en el gimnasio de Frankie y se acercó a Eddie, explicándole que no albergaba prejuicios raciales y que deseaba ser campeón mundial de peso wélter, derrotando a Thomas Hearns, la «Cobra de Detroit». Eddie no necesitó ni un segundo para adoptarlo como su protegido y entrenarlo para una meta irrealizable. De hecho, Thomas Hearns abandonó el boxeo cuatro años atrás, pero consideró innecesario decírselo. Tampoco Frankie, que acepta su presencia en el gimnasio, pese a que no puede pagar la cuota y no logra aprender ni los golpes básicos. Sus mallas ajustadas, que acentúan su silueta de alfeñique, despiertan las burlas de Shawrelle Berry (Anthony Mackie), un afroamericano con una izquierda demoledora y un corazón mezquino. Maggie Fitzgerald (Hillary Swank) sueña con ser campeona del mundo de peso wélter. Aparentemente, no tiene más posibilidades que «Peligro», pero es más dura, inteligente y tenaz. Procedente de la «White Trash», trabaja de camarera desde los catorce años y está a punto de cumplir treinta y dos. Su padre falleció hace tiempo. Es su única referencia afectiva sólida, pues su madre Earline (Margo Martindale) nunca ha disimulado su desdén y desapego. Obesa, vulgar y egoísta, vive de las ayudas sociales, con su hija Mardell (Riki Lindhome), madre de una niña. J. D. (Marcus Chait), su tercer hijo, es un ratero de poca monta que cumple condena en prisión. Maggie se sumará al grupo de inadaptados que giran alrededor de Frankie, buscando seguridad y cariño. El boxeo será el elemento de cohesión que mantendrá unida a esta insólita familia alternativa, alumbrando unas vidas que parecían sumidas en una irremediable oscuridad.

El cine ha mostrado muchas veces la corrupción del boxeo, pero también ha destacado su capacidad de revertir una existencia desdichada, educando el carácter mediante el esfuerzo, la humildad y el sacrificio. En The Wire, la excelente serie de David Simon y Ed Burns, un exconvicto que había trabajado como matón de una poderosa banda de traficantes de drogas, decide cambiar de vida al salir de la cárcel. Interpretado por Chad L. Coleman, Dennis «Cutty» Wise abre un modesto gimnasio de boxeo para atraer a los jóvenes que bordean la delincuencia y experimentan la tentación de integrarse en una banda para ganar dinero rápido y fácil. Al principio, los chavales no le toman en serio y creen que subir a un cuadrilátero consiste en atizar hostias hasta machacar al adversario. Pronto descubren que el boxeo exige técnica, disciplina, autocontrol, coraje, resistencia y respeto por el contrincante. Los chicos incapaces de asimilar esa lección vuelven a las calles, a veces convirtiéndose en yonquis o en soldados de los narcotraficantes. Los que se quedan, mejoran su autoestima y se mantienen dentro de la ley, incorporando a sus vidas la lección básica del boxeo: no odiar al rival, asimilar que la victoria no es tan importante como saber encajar los golpes. El pintor Eduardo Arroyo afirma que «el boxeador acepta el castigo, sabe cómo hacerlo. Y nadie acepta un castigo desde que dejamos la infancia. El boxeador que pierde, abraza al rival. Nunca he visto un mundo tan desprovisto de violencia como el boxeo». Para Arroyo, el boxeo es «épica, poesía», un «deporte antiguo», «un cuadro iluminado donde ocurre todo».

La escena en que Maggie logra convencer a Frankie para que la entrene es un auténtico «cuadro iluminado», donde la sombra del saco y el púgil se recortan contra una pared, evocando los contrastes del cine negro. Maggie se mueve con torpeza, evidenciando su inexperiencia, pero en sus golpes hay épica y tensión poética. Está luchando por mantener su vida a flote y no hundirse en la desesperación. Frankie acaba de perder a Willie Little (Mike Colter), un boxeador con talento y posibilidades de convertirse en campeón del mundo, pero al que no quiere exponer a una derrota. El recuerdo del trágico final de Eddie actúa como un freno, persuadiéndole para posponer los combates de mayor riesgo. Willie espera más allá de lo razonable, mostrando una sincera lealtad, pero al final acepta la oferta del mánager Mickey Mack (Burce MacVittie), que le consigue el combate anhelado. Frankie descarga su rabia en Maggie, cuando la descubre entrenando de noche en su gimnasio. Acaba de cumplir años. No tiene hogar, ni familia. Nadie la espera. Nadie se preocupa por ella. Frankie se muestra brutalmente sincero, comentándole que es demasiado mayor para empezar a boxear. Maggie le responde que no tiene nada, salvo un sueño. El sueño de subir al cuadrilátero y ganar. Como diría «Scrap-Iron», nadie cree en ese sueño, salvo ella. Conmovido,

Frankie accede a entrenarla, pero le advierte que no será su mánager.
Durante meses, Maggie trabajará sin descanso, interiorizando las lecciones de Frankie, según el cual la primera regla del boxeo es aprender a protegerse, no bajar nunca la guardia, pues –al igual que en la vida real–, los golpes a veces suelen proceder del lugar menos esperado. Cuando considera que está lista, Frankie habla con Sally Mendoza (Ned Eisenberg) para que se convierta en su mánager. Maggie no oculta su desilusión, pero acepta ser una de las boxeadoras de Sally. Frankie cambiará de opinión al presenciar un combate y descubrir que Sally utiliza a Maggie para acordar peleas más importantes. Indignado, se acerca al cuadrilátero y le indica a Maggie cómo atacar y vencer a su rival. Comienza de este modo una fugaz carrera llena de éxitos. La relación profesional no tardará en transformarse en un intenso vínculo afectivo. Tras sus primeras victorias, Frankie le regala una bata verde de boxeo, con la expresión gaélica «Mo cuishle» cosida en letras doradas junto a la típica arpa irlandesa. Como dice «Scrap-Iron», el mundo está lleno de irlandeses o de personas que desean serlo. Así que la expresión no pasa inadvertida y los aficionados comienzan a corearla en los combates. Frankie se niega a traducir el significado de la frase a Maggie, pero promete que se lo dirá cuando gane el cinturón de campeona. Tras una frustrante visita a su familia, Maggie le cuenta a Frankie que su padre tenía un pastor alemán llamado Axel. El perro le seguía a todas partes, arrastrando las patas traseras, pues sufría displasia. Un día, el padre arrojó una pala a una camioneta y se marchó cantando con el perro, que aullaba de alegría. Parecían dos viejos camaradas, intercambiando carcajadas. El padre regresó solo. Nadie hizo preguntas. Todo el mundo entendió lo que había sucedido. «Sólo te tengo a ti, Frankie», confiesa Maggie. «Pero me tienes», contesta él. Ambos se sienten reconfortados. De alguna manera, Frankie ha encontrado a la hija perdida y Maggie ha recuperado el afecto del padre que murió prematuramente.

Ninguno sospecha lo que les espera. No sin muchas dudas y después de una victoriosa gira por Europa, Frankie acepta que Maggie dispute en Las Vegas el título de campeona del mundo del peso wélter con Billie «La osa azul» (Lucia Rijker), una boxeadora sucia y extremadamente violenta. Durante el primer asalto, «La osa azul» vapulea a Maggie, empleando toda clase de tretas. Sin embargo, Maggie se recupera y le propina una combinación de golpes que ponen de manifiesto su superioridad técnica. Satisfecha, le da la espalda al finalizar el asalto. «La Osa Azul» aprovecha la ocasión para golpearla a traición. Maggie cae y se golpea en el cuello contra el banco de su esquina, rompiéndose varias vértebras. Los médicos no pueden hacer nada. Tetrapléjica y enganchada a un respirador, Maggie librará el combate más difícil de su vida. Frankie llama a un hospital tras otro, negándose a aceptar que la situación es irreversible. Pasa las horas a su lado, con la poesía de Yeats entre las manos. En una ocasión, le lee unos versos de «La isla del lago de Innisfree»: «Me levantaré ahora e iré, iré a Innisfree, / y haré allí una humilde cabaña de arcilla y zarzas; / […] Y allí tendré algo de paz, pues la paz viene gota a gota / y cae desde los velos matinales donde canta el grillo». Aunque ha superado los setenta, Frankie aún sueña con el paraíso, es decir, con una existencia plácida y libre de sentimientos de culpa. En cambio, Maggie no se hace ilusiones sobre el porvenir. Sabe que ha conocido el único paraíso asequible para ella: centenares de voces aplaudiendo y coreando «Mo cuishle». Ahora ya sólo queda partir con dignidad y sin lamentar nada.

Frankie consigue trasladarla a un hospital especializado en cuidados paliativos, pero el deterioro es imparable. Maggie pierde una pierna, amputada para hacer frente a un cuadro de gangrena. Después de la intervención, le pide a Frankie que haga lo mismo que hizo su padre con Axel, el pastor alemán que se quedó inválido. En un principio, Frankie se niega, pero cuando ella intenta suicidarse en dos ocasiones mordiéndose la lengua, habla con el padre Horvak, que intenta disuadirle, advirtiéndole que si accede, no sólo cometerá un pecado, sino que –además– no volverá a conocer ninguna forma de paz o bienestar: «Si lo haces, te perderás en un sitio tan profundo que nunca te encontrarás». Frankie sabe que es cierto, pero decide ayudar a Maggie a morir, inyectándole adrenalina. Se despide de ella revelándole que «Mo cuishle» significa «mi amor, mi sangre». Frankie no volverá al gimnasio, pero sí lo hará «Peligro», que había desaparecido tras recibir una paliza de Shawrelle. Eddie lo acogerá con una sonrisa llena de esperanza y pondrá el punto final, escribiendo una larga carta a la hija de Frankie, donde le cuenta cómo era su padre. Un último plano borroso nos mostrará a Frankie de espaldas, sentado en la misma cafetería donde hizo un alto con Maggie, cuando se sentían felices de contar el uno con el otro. El pesimismo de Mystic River (2003) se acentúa en Million Dollar Baby. Frankie expía su culpa, pero no consigue apaciguar su conciencia. De hecho, se queda vacío por dentro, extraviado en una desoladora penumbra moral.

Se ha dicho que Million Dollar Baby no es una película de boxeo, sino una fábula sobre los vínculos afectivos establecidos entre un grupo de perdedores. No cuestiono que sea una historia sobre la soledad, el desamparo y la amistad, pero discrepo en que el boxeo sólo constituya el telón de fondo. El boxeo aparece bajo una perspectiva alejada del sensacionalismo y los estereotipos. Shawrelle y Billie «La osa azul» son mezquinos y traicioneros, pero Willie Little y Maggie combaten noblemente. Pueden ser demoledores al golpear a su rival, pero no experimentan odio. Quieren ganar, no aniquilar a su adversario. Inspirado por las virtudes de los clásicos (Ford, Hawks, Siegel) y el nihilismo existencial de «film noir», Eastwood rodó Million Dollar Baby a un ritmo vertiginoso. Sólo necesitó treinta y siete días, dos menos de los planificados. Con un excelente guion de Paul Haggis, un brillante director de fotografía (Tom Stern) y un notable montador (Joel Cox), Eastwood logra transmitir que el boxeo no es simplemente un negocio, sino un viejo rito que conjuga belleza, elegancia y afán de superación. Julio Cortázar, apasionado del boxeo desde su juventud, acudía al Luna Park, el famoso estadio cubierto de Buenos Aires, con un libro bajo el brazo, pues entendía que la pelea entre los púgiles era «un fenómeno estético». Nunca advirtió crueldad o violencia, sino honestidad y nobleza: «Son dos destinos que juegan el uno contra el otro». Roberto Bolaño escribe: «Hay momentos para recitar poesías y momentos para boxear», reconciliando dos actividades presuntamente opuestas. Su frase no es intempestiva, ni irracional. Los que se han subido a un cuadrilátero y han bailado entre sus dieciséis cuerdas, saben que el boxeo está a medio camino entre lo lírico y lo épico, como sucede en Million Dollar Baby, donde unos supuestos perdedores se miden con el dolor, el miedo y la fatalidad, emulando la grandeza de los héroes clásicos.

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Ficha técnica

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