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¡Autor, autor!

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Si uno va al cine estos días, se encontrará con dos peculiares biopics sobre sendas figuras icónicas en la historia de la literatura: el expansivo Pablo Neruda y la introspectiva Emily Dickinson. Sus directores, el prometedor Pablo Larraín y el maestro Terence Davies, quieren arrojar luz sobre la trastienda del mito: lo que consiguen, en cambio, es perpetuarlo. También acabamos de conocer uno de los secretos mejor guardados de la literatura contemporánea, a saber, la identidad de la escritora italiana Elena Ferrante, quien ha resultado ser la traductora Anita Raja. Esta pasa, así, del relativo anonimato a la fama absoluta; una fama literaria, además, enriquecida por su resistencia personal a disfrutarla. Sólo nos queda Thomas Pynchon, seudónimo tras el que se esconde una identidad personal celosamente protegida de la luz pública. Hace tan solo unos meses, de hecho, saltó una falsa liebre una novela firmada por un tal Adrian Jones Pearson le fue atribuida por un crítico: Pynchon la habría escrito para demostrar que una novela con los atributos de su obra no sería leída si no venía firmada por Pynchon himself. La hipótesis se vino abajo cuando el editor de este último negó tajantemente esa posibilidad. No obstante, el anónimo autor de la novela en cuestión dejó una frase para las antologías: «Como cualquier novelista contemporáneo, soy un constructo manufacturado». Pero podría haber dicho también: soy una percepción del público. Y estas revelaciones, igual que las películas dedicadas a autores de primera fila, así nos lo recuerdan.

Es tentador buscar una relación entre el florecimiento de la ambigua identidad individual en las redes sociales y la creciente obsesión por la figura del escritor; o, mejor dicho, por la figura que se supone escondida detrás del escritor. Esto último no deja de ser paradójico: buscamos a la persona detrás de la máscara que las personas –atendiendo a las raíces de la palabra– somos. En las redes, de hecho, somos y no somos: el espacio digital está superpoblado de identidades reales y anonimatos explícitos. En ese maremágnum, las figuras carismáticas cobran un valor especial: bien por poseer un genio particular o por haberse creado a su alrededor, con su colaboración o sin ella, una mitología. Si nos ceñimos a los casos referidos, Neruda fue creador de su propio mito y Dickinson fue indiferente a él: no en vano dirigió una carta a «al mundo que nunca me escribió». Es conveniente anotar al margen que Larraín, en su película, está atento al efecto que esa mitologización produce en el público, un problema que había abordado ya con tintes más siniestros en Tony Manero, retrato de un sociópata obsesionado, en el Chile pinochetista, con el personaje interpretado por John Travolta. En todo caso, no conviene exagerar la conexión entre las redes y el interés del público por los autores: este, igual que los anonimatos y las mitologías, ha existido siempre.

Pus bien, a raíz de la revelación del nombre oculto tras Elena Ferrante se ha abierto un debate sobre el derecho del autor al anonimato, en contraposición al derecho del público a conocer su identidad; presunto derecho, habría que matizar, pues no parece fácil vincularlo a ninguno de los derechos constitucionalmente reconocidos. Salvo que lo tengamos por una cláusula asociada a aquel «derecho narrativo» de que hablaba Sánchez Ferlosio: el derecho del lector a que un texto no defraude sus expectativas y vaya usando una convención tras otra. Desde este punto de vista, el folletín de la identidad secreta sólo puede tener un desenlace: su descubrimiento. Aunque, como dijo alguien en Twitter, ese descubrimiento sea tan trivial como que detrás de la escritora italiana se esconde una mujer italiana. ¡Aunque había llegado a decirse que era un hombre!

No es un asunto sencillo. Aunque la ecuación inicial sí lo sea: si el autor escribe para el público, el público desea conocer al autor. Su derecho a conocerlo puede verse, así, como una derivación del acto de consumo; quien quiera permanecer anónimo, que no escriba o lo haga para la posteridad. Naturalmente, si el público fuera serio de verdad, tendría menos interés en los escritores que en sus libros; el texto valdría por sí solo y jamás se vería afectado por ese conjunto de atributos exógenos que tan a menudo enturbian su recepción: las expectativas, la comparación, la trastienda biográfica. Todas ellas, excrecencias autorales: porque las expectativas las crea su reputación, comparamos su trabajo con sus trabajos anteriores, buscamos al sujeto conocido detrás de sus ficciones. Algo que, por ejemplo, molestaba a David Foster Wallace: cuando leía a los demás y cuando pensaba en sí mismo. Sobre lo primero, tiene dicho que

No tengo mucha curiosidad por las vidas o las personalidades de otros escritores. Cuanto más me gusta el trabajo de alguien, menos quiero conocerlo, para no contaminar mi experiencia de leerlo.

The End of the Tour, la película de James Ponsoldt que relataba la relación entre Wallace y el periodista David Lipsky, se ocupaba de manera sensible de lo segundo: el temor del desaparecido novelista estadounidense a que su personaje condicionase irremediablemente su obra. Máxime si ese personaje adquiría unos tintes de malditismo que parecen alejados de las intenciones de Wallace. Pero es que el mito del autor maldito, del creador romántico, sobrevuela la ficción de los últimos dos siglos y, por ende, la relación de los lectores con los libros. Félix Ovejero ha señalado que este proceso implica un desplazamiento del protagonismo de las obras al de los autores, más preocupados por la visibilidad que por la verdad con mayúsculas. Surge así la poderosa figura del Escritor, ligada a la idea romántica de la creación artística y a la emergencia de una sociedad burguesa en cuya esfera pública ese creador desempeña un papel destacado: bien integrándose en ella, bien rebelándose contra sus convenciones. Para la escuela foucaultiana, puede deducirse de aquí que el autor es una invención moderna, una más de esas convenciones burguesas; pero quizá sea llevar las cosas demasiado lejos. ¿Acaso no es Virgilio protagonista de la Commedia de Dante, no cita Montaigne con profusión a los clásicos grecolatinos, no acudían los jóvenes pintores a aprender de los maestros?

Acaso la diferencia venga marcada por los medios de comunicación y una competencia que exige estrategias de marketing donde la personalidad y biografía del autor, más o menos manufacturadas o embellecidas, son herramientas valiosas. ¡No digamos si el autor es un «escritor comprometido»! Desde este punto de vista, pues, la condición de escritor es a la vez una bendición y una condena: la mitologización crea fuerzas centrípetas que atraen la atención del público, a la vez que entorpecen la libre recepción de la obra. Por eso decía Richard Rorty que no existe el escritor, sino muchos escritores distintos que poseen diferentes objetivos y no deben ser juzgados con arreglo a los mismos estándares. Y precisamente para liberarse de esa servidumbre, liberando a su obra de ella, algunos autores recurren al anonimato; sin descartar que influya en ello también el deseo de librarse de los inconvenientes de la fama, que convierten a la persona en personaje en el curso de su vida privada: un auténtico pacto fáustico, firmado involuntariamente, que concede el éxito, pero arrebata la normalidad.

Nos encontramos aquí con una inesperada ironía. Quienes eligen el anonimato, renunciando a las pompas y ventajas del éxito público para salvar su obra de la contaminación de la autoría, terminan condenándola sin querer a otro tipo de contaminación: la que produce la mitología negativa del autor desconocido. De manera que es imposible leer a Pynchon, como era imposible leer a Elena Ferrante, sin recordar que no sabemos nada de ellos: que desconocemos por completo la identidad del autor. Jan Dalley ha sugerido, de hecho, que el seudónimo de Ferrante era un aspecto más de la creación literaria de la autora, un sofisticado comentario sobre las relaciones entre identidad, verdad y ficción. Su popularidad, en cambio, produjo una curiosidad tal entre el público que la recepción de su literatura terminó por estar condicionada por el misterio autoral.

Saber que Elena Ferrante es Anita Raja no resuelve ese misterio, sino que más bien demuestra que el misterio –como sabe cualquier buen cineasta– siempre tiene más fuerza que su resolución. Sobre todo, en una época en la que la profesionalización del escritor disminuye el número de los creadores de vida romántica: un Rimbaud, un Kerouac, un Koestler. En sus respectivos biopics, Larraín y Davies rehúyen la desmitologización: uno, por el camino de la metaficción que opone las figuras del poeta Neruda y el policía político que lo persigue; otro, mediante un ejercicio de estilización que nos aproxima a una Dickinson probable sin resolver del todo su enigma íntimo. En ambos casos, el glamour se mantiene intacto. A diferencia de lo que sucede en la arriesgada operación estética que llevara a cabo Maurice Pialat con su Van Gogh, tan despojado de atributos románticos como lleno de ellos estaba el creado por Vincente Minelli de la mano de un desatado Kirk Douglas. Kirk Douglas como Van Gogh: he ahí otro problema que surge de las relaciones entre la realidad (el actor) y la ficción (los personajes). Por eso Robert Bresson empleaba actores no profesionales: para privar al personaje del aura suministrada por la estrella.

Ya nos ocupamos aquí, en conexión con los diarios de Andrés Trapiello, de Hambre de realidad, el manifiesto contra la novela debido a David Shields. A su juicio, la ficción ha perdido fuerza en beneficio de lo real y eso marca el declive de la novela. Ahora bien, en las ficciones sobre creadores que estamos refiriendo aquí no encontramos realidad, sino una forma distinta de mitologización; más que hambre de realidad, como aquella que nos presenta Pialat en su Van Gogh, tenemos hambre de una ficción que se legitima invocando el nombre de la realidad en vano. Porque, naturalmente, el escritor contemporáneo es, en primer lugar, una creación de los medios de comunicación que dan publicidad a su obra. Y no es así raro que el sistema de medios produzca por sí solo obras adecuadas a sus estrategias publicitarias: ahí tenemos la novela de Elvira Navarro sobre Adelaida García Morales, que, según su propia autora, no trata sobre Adelaida García Morales, a pesar de llevarla en el título; de donde hemos de deducir que el título sólo persigue cobrarse las «plusvalías mediáticas y comerciales» denunciadas por Víctor Erice en su artículo sobre el asunto. Es claro que los medios despliegan estas estrategias porque funcionan: el público se siente naturalmente atraído hacia el tipo de desvelamientos que una novela así presentada promete. Es algo que Tom Waits plasmaba impecablemente en What’s He Building In There?, un tema en el que un narrador desconocido denuncia las sospechosas acciones de un vecino suyo, reclamando el «derecho a saber» lo que este trama con tal grado de detalle que queda claro que el único sospechoso de neurosis es el propio narrador. Es decir, el público.

Pero quizá pueda disculpársenos. Nuestra curiosidad posee una larga tradición, que conecta con la reverencia popular hacia los santos y los profetas, reforzada después por un romanticismo que convierte al poeta y al filósofo en sujetos excepcionales que concitan una atención también excepcional. Si antes leíamos con devoción las Vidas de Santos, ahora nos afanamos por disponer de Vidas de Escritores. Y es que somos animales mitologizantes: por eso ha de haber algo en lugar de nada. Seguramente, Walter Benjamin se precipitó al proclamar el fin del aura en la era de la reproductibilidad técnica: la entera cultura de masas se fundamenta en el aura de sus protagonistas. Necesitamos al autor tanto como él –caníbal invertido– nos necesita a nosotros.

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