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Marionetas

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Las colonias holandesas llevan fama de haber sido las más devastadas por la rapacidad de sus ocupantes extranjeros. Al menos así lo cuentan en Indonesia. Tal vez sea cierto, aunque también recuerdan allí la rapiña y la brutalidad de la ocupación japonesa, por más que fuera mucho más corta. El 8 de diciembre de 1941, tras el ataque a Pearl Harbour, junto con Estados Unidos y Gran Bretaña, la reina Guillermina de Holanda y su Gobierno, en el exilio de Londres desde la invasión alemana del mayo anterior, declararon la guerra a Japón. En los primeros meses de 1942, las tropas japonesas ocuparon lo que los holandeses llamaban sus Indias Orientales (Oost-Indië) y permanecieron en ellas hasta la rendición del Mikado en agosto de 1945. Un informe posterior de Naciones Unidas cifraba en cuatro millones las bajas entre la población local de resultas de la ocupación.

Pero la colonia holandesa duraba desde 1602 y proyectaba una sombra más alargada, así que la generación que vio la independencia del país (1949) tenía muchas cuentas con ella, algunas propias y otras, las más, ajenas, que siempre son más fáciles de saldar. Ahí está el Cuarteto de Buru, de Pramoedya Ananta Toer, su más reconocido representante intelectual. Pramoedya (habitualmente citado así, por su nombre personal, de acuerdo con la costumbre del lugar), pasó dos años en prisión (1947-1949) durante la guerra que puso fin a la ocupación holandesa y, aunque Suharto lo encarceló luego durante muchos más (1969-1979), y en mucho peores condiciones, su perdurable llaga moral se la infligió la cárcel de los holandeses. El Cuarteto es una historia de toma de conciencia, muy al estilo de la literatura anticolonialista de posguerra, ésa que tanto han jaleado Said y sus seguidores. En el ápice de la colonia, a comienzos del siglo XX, Pramoedya rastrea el viaje intelectual y moral de Minke, un miembro menor de la realeza javanesa, desde sus ingenuos y baldíos intentos juveniles para ser cooptado por la elite holandesa hasta su conversión en un escritor crítico y entregado a la causa de su pueblo. El más siniestro de los personajes turbios que aparecen en la novela resulta ser un holandés, Maurits Mellema. Maurits, que es hermanastro de Annelies, la hija del fallecido Herman Mellema y de Nyai Ontosoroh, su concubina local, se convierte en la némesis de Minke. No sólo le arrebata a Annelies para llevarla a vivir civilizadamente, según él dice, en Holanda, aduciendo que su matrimonio con Minke es inválido porque ella es menor de edad, sino que, cuando Annelies muere de melancolía entre la niebla y el frío de los Países Bajos, Maurits tiene el cuajo de volver a Java para reclamar la parte de la herencia de su padre que había correspondido a la muchacha. La novela, ya se ha dicho, es muy edificante.

Tal vez por la rapacidad colonial, que se lo llevaba todo y no dejó nada; tal vez por el deseo de borrar toda huella de la colonia; tal vez por mera desidia del Gobierno local, en la Yakarta de hoy, de Batavia, la antigua capital holandesa, queda menos y nada. Cuatro edificios, la mayoría en ruinas, por los alrededores de la plaza Fatahillah, lejos del centro administrativo y de los esplendorosos rascacielos y centros comerciales de Yakarta Selatan. Como si la ciudad independiente hubiese decidido darle su merecido al pasado colonial dejándolo pudrirse. Sigue aún en pie, sí, el edificio del antiguo ayuntamiento (Stadhuis) de 1707, una réplica en miniatura del sobrio barroco palladiano de la metrópolis. Hoy alberga el Museo de Historia de Yakarta, que no merecería mención salvo por la parte izquierda del zaguán de entrada. Unos muñecos que representan a los soldados coloniales se disponen a ahorcar a un grupo de otros muñecos, supuestos patriotas avant la page, en los tiempos en los que se iniciaba el Cuarteto de Pramoedya. Los muñecos están muy mal hechos, como al desgaire, y muy desgastados, así que la escena mueve antes a la guasa que al estremecimiento. Los grupos de escolares que visitaban aquel día el museo para contribuir a su educación para la ciudadanía no paraban de sacarse fotos con ellos de fondo, entre risas y bromas. Un turista con aspecto de profesor multikulti les conminaba a mostrar más respeto por la suerte de los luchadores independentistas. Sin gran éxito.

A los adolescentes, aquella tosca representación de la historia de su país no dejaba de parecerles otro cómic, bastante más pobre que los que están acostumbrados a ver en televisión o en YouTube. Si sus profesores querían familiarizarles con las tradiciones de su pueblo, deberían haberles llevado, a dos pasos del municipal, al museo de marionetas (Wayang Museum), mucho más interesante y bastante menos frecuentado.

El teatro de marionetas (wayang kulit) de Java es un teatro de sombras. Los protagonistas de sus historias son unas figuras que mueve con unas varillas el marionetista (dahlang) desde detrás de una cortina iluminada por su parte posterior. El dahlang no sólo se ocupa de sus movimientos; también narra la historia, cambiando el tono de voz para representar a los distintos personajes. Aldy Sanjaya, un dahlang que nos acompañaba en la visita, decía poder hablar con veintitrés voces diferentes. No hizo una demostración completa pero, de no haberlo tenido delante, yo hubiese jurado que las del gigante, la princesa, el mendigo y la matrona por los que se hacía pasar salían de otras tantas gargantas. Los diálogos del dahlang los subraya una orquesta de xilófonos y percusión (gamelan).

Durante siglos, el wayang kulit ha servido para ilustrar a sus audiencias sobre los mitos básicos de la vida social, representar virtudes y vicios, y asegurarse del triunfo del bien sobre el mal. Su idea del bien, como en todas partes, coincide con los valores mayoritarios de la comunidad que se ve reflejada en la acción. No se sabe con certeza si este teatro de sombras procede de China o de India, pero sus historias básicas se nutren de las dos grandes epopeyas indias, el Ramayana y el Mahabharata, a las que, con la llegada y difusión del islam desde el siglo XIII, se les han añadido otras protagonizadas por el emir Hamza, un valiente y virtuoso pariente del profeta. Como el recitado de la Ilíada o la Odisea o del Cantar del Mío Cid, el wayang kulit también unificaba a las diferentes comunidades de un territorio, dotándolas de una ideología común y reforzando la cohesión del poder. Tradicionalmente, las representaciones de wayang kulit se celebraban en ocasiones señaladas y constituían un acontecimiento principal. Solían durar horas y horas, hasta noches enteras, y ofrecían al público ocasiones para participar en la acción y demostrar sus emociones con comentarios, aplausos y abucheos.

Hoy las cosas han cambiado. A pesar de su adopción por la burocracia de la UNESCO como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, ahí es nada, el wayang kulit ha entrado en decadencia. Nuestro dahlang se quejaba con amargura del desinterés de los jóvenes, que prefieren seguir los culebrones de la televisión coreana en vez de las hazañas de los cinco Pandavas que les huelen a rancio, o reunirse con sus amigos a cantar en un karaoke. No es una novedad. Ha pasado con la ópera europea y con la china. Los nuevos medios globales van orillando a la cultura popular tradicional de los intereses de la mayoría y no se gana mucho con lamentarse de ello. Sus viejas formas de expresión están convirtiéndose hoy en vehículos de ocio que sólo interesan a nuevas audiencias minoritarias. Hoy, las marionetas javanesas no sobrevivirían sin los intelectuales locales ni sin los turistas extranjeros. Muchos de ellos holandeses.

Porca miseria!

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Ficha técnica

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