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Un gran comienzo

MODERNIDAD Y NACIONALISMO, 1900-1939

José-Carlos Mainer

Crítica, Barcelona

828 pp. 35 €

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Diez siglos de literatura española! Entre las jarchas mozarábicas y la Generación Nocilla median aproximadamente mil años en el marco de una historia, la de España, que supuestamente se extiende a lo largo de tres mil. Pero esa empresa literaria milenaria únicamente ha sido objeto de conocimiento histórico con pretensiones narrativas y nacionalizantes en fechas relativamente recientes, los primeros momentos en que comenzó a formarse el canon. El primer intento corresponde a un filósofo alemán, Friedrich Bouterwek, profesor en Tubinga, cuya Geschichte der spanischen Poesie und Beredsamkeit data de 1804. El título es ciertamente dieciochesco, porque en principio se trata de historiar la poesía y la elocuencia, pero la Historia de Bouterwek, la primera que pretendía narrar desde el principio hasta aquel momento presente el desenvolvimiento de la literatura de una nación denominada española y las obras canónicas que la componían, tiene un carácter neta e inconfundiblemente decimonónico. Bouterwek queda a gran distancia de nosotros pero, por lo que respecta a su objetivo, es contemporáneo nuestro.

De aquellos primeros pasos a la obra en nueve tomos que edita Crítica y coordina José-Carlos Mainer han transcurrido algo más de dos siglos en que, debido al surgimiento y la consolidación del estado nacional, la universalización de la enseñanza primaria y secundaria y la extensión de la superior, las historias de la literatura española han ido espectacularmente en aumento. ¿Es urgente, necesaria o simplemente conveniente la publicación de otra más? Si hemos de juzgar por el primero de los tomos publicados, el sexto volumen de esta Historia de la literatura española, y cuyo autor es el propio Mainer, la respuesta es un sí contundente.

Tras un «Prólogo general» de Mainer en calidad de coordinador general, y una «Introducción», de unas once páginas los dos, la obra se divide en tres partes: I. Letras e ideas; II. La construcción de los escritores; y III. Los autores y las obras. A continuación, hay unas ciento veinticinco páginas de «Textos de apoyo» en que los protagonistas, de Azorín a Zambrano, reflexionan en torno a su yo y las circunstancias que configuraron su actividad literaria. Hay además una bibliografía compuesta íntegramente de trabajos recientes porque, como puntualiza el autor en el «Prólogo general», «la bibliografía secundaria acerca de la historia literaria española es hoy inabarcable; nuestro trabajo la ha tenido muy presente pero, con las excepciones necesarias, recogerá en las secciones bibliográficas de cada volumen sólo lo producido en los últimos años y en esos ítems los lectores encontrarán la referencia obligada a los antecedentes» (pp. xvi-xvii). Por último, hay un índice de nombres de autores y obras y otro de las ilustraciones en papel cuché –retratos de autores, cubiertas de libros–, ubicadas entre las páginas 398 y 399 del volumen.

Abundan en esta obra aciertos de orden metodológico, de tematización, de juicio y de estilo. Veamos con brevedad algunos de los más destacables:

– Para un libro de algo más de ochocientas páginas, de las que algo más de seiscientas se deben a la pluma del autor, se lee con amenidad. Mainer siempre ha escrito una prosa clara, grácil y bastante libre de retoricismos, por lo que no hay mazacote, sino todo lo contrario.

– Quedan descartadas dos formas de periodización altamente rechazables. La primera y de mayor peso es el corsé generacional que ha cortado el aliento a los historiadores de la literatura y la cultura de la España contemporánea. El rechazo de aquel dislate metodológico permite al autor prescindir de los microperíodos y abordar como una unidad histórico-literaria las décadas prebélicas. En segundo lugar, es de agradecer que tampoco haga acto de presencia la Edad de Plata, por lo que en lo sucesivo la Residencia de Estudiantes podrá usufructuar en solitario la franquicia.

– Mainer no se limita, ni mucho menos, a los autores y las obras más conocidos, por no decir trillados, del canon. Hay sorprendentes apariciones de obras y autores apenas conocidos o íntegramente desconocidos no ya para el lector de tipo medio, sino para algunos especialistas, entre los cuales se encuentra quien esto suscribe.

– El libro rezuma un internacionalismo sanísimo, gracias al cual las letras españolas de comienzos del siglo XX se desenvuelven en su marco real, el de la literatura europea sobre todo, pero con presencias significativas de ambas Américas.

– El autor presta una atención preferente a uno de los aspectos fundamentales del marco en que evolucionan las letras de las primeras décadas del siglo XX: la consolidación en España de una intelligentsia moderna.

– Una de las consecuencias más positivas de dicha atención es la que se presta al trasiego de gentes e ideas y prácticas literarias en un terreno, el del reportaje-novela-ensayo, que en las letras españolas se ha distinguido por su enorme porosidad, un hecho que Mainer transmite con gran pericia.

– Hay un sinfín de juicios de valor con un elevadísimo porcentaje de aciertos debidos, creo yo, a un equilibrio autorial compuesto de conocimientos exhaustivos y sensatez. A lo largo de tantas y tantas páginas he dado con una sola excepción destacable. En las dedicadas a Joaquín Costa (pp. 122-125) se hace hincapié en el retoricismo gesticulador del polígrafo aragonés y en su más que visible fracaso político, sin reparar suficientemente en el influjo altamente positivo de Costa en el terreno de las ideas. Piénsese en el hecho de que un texto orteguiano de la importancia de «Vieja y nueva política» sería impensable sin Costa. ¿Ajuste de cuentas con un aragonés sacralizado? Quizá.

– Lo más destacable es que, a diferencia de la mayor parte de las historias literarias con pretensiones globalizantes, las tendencias, los autores y sus obras no están ahí simplemente, como si de estratos geológicos se tratara. En la arquitectura de este libro hay una cierta voluntad de ruptura con el sistema que hace cosa de sesenta años Roland Barthes tildó de lansonismo, es decir, la comparecencia burocráticamente administrada de géneros, autores y obras en forma de canon del infinitamente longevo embudo pedagógico de Gustave Lanson, el Manuel d’histoire de la litterature française.

Veamos con algo más de detalle algunos de estos aciertos, amén de un desacierto que, en realidad, es una ausencia llamativa. La primera parte, «Letras e ideas», es un tour d’horizon de la modernidad literaria desde las eclosiones finiseculares hasta su culminación vanguardista en los años de entreguerras. Como acompañante, y a veces contrapeso, están las manifestaciones del nacionalismo estético: el cuarto centenario del Quijote y la transformación del mismo en «libro nacional» y lectura escolar obligatoria; el papel fundamental de la filología pidaliana; la presencia ambigua de los toros «entre el repudio moral y la oscura connivencia», y la síntesis genial de Pérez de Ayala, que en Política y toros «desplazó la esquizofrenia estimativa al territorio de la reflexión intelectual» (p. 72); el flamenquismo de Manuel Machado y de Lorca pero, curiosamente, no el de Antonio Machado, tan hijo de Demófilo como lo fue su hermano y folclorista de sí mismo que cantó por soleares –o por antisoleares– con más gracia y mayor hondura que Manuel: «El ojo que ves no es ojo / porque tú lo veas. / Es ojo porque te ve».

En la segunda parte, la más innovadora del libro, Mainer dedica unas 115 páginas a «La construcción de los escritores». Normalmente, en las obras de esta naturaleza, los escritores tienen una presencia convencional compuesta de hechos biográficos –Dámaso Alonso observó hace años que las historias de la literatura se componen de una sarta de artículos necrológicos–, anécdotas y encomio. Se supone que no es preciso hurgar en el estatuto de los escritores, porque están ahí simplemente. Mainer rechaza la no muy esclarecedora facticidad de aquel convencionalismo y traza el terreno histórico y el campo semántico en los que surge y se desenvuelve la figura del escritor de la modernidad. Tarea imprescindible, y más todavía en esta clase de obra, porque el oficio de aquella figura, el del escritor público, como se le empezaba a llamar hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX, es un poco peculiar. Los mecanismos de una economía de mercado aplicados a la creación literaria obligan a los protagonistas a ensayar identidades, máscaras que pueden ser simultáneamente refugio y reclamo y cuyo quita y pon escenifica la diversidad y la complejidad de los estatutos autoriales. La puntual reseña de tan accidentado proceso es lo mejor del libro. Son especialmente destacables las páginas dedicadas a la profesionalización del escritor. El estudio imprescindible de Jesús Martínez Martín, Vivir de la pluma. La profesionalización del escritor, 1836-1936 (Madrid, Marcial Pons, 2009) llegó un poco tarde para que la voracidad lectora de José-Carlos Mainer pudiera incorporarlo a su tarea, pero la visión que tiene éste del escritor, de sus relaciones, sus espacios, sus revistas y editoriales, la totalidad de su existencia de escritor, es impecable. Y detrás están los imprescindibles «Textos de apoyo».

Pero surge una pregunta que parece inevitable. ¿Quiénes eran los destinatarios de tantas obras escritas por tantos escritores y publicadas por tantas editoriales en tan diversos formatos? Porque lo que no hace apenas acto de presencia en esta segunda parte son esos lectores, y es muy sensible su ausencia. Eran muchos, desde luego no tantos como en otros países europeos más evolucionados económica, educativa y culturalmente, pero eran de condición diversa y de varia lección, e iban a más. Por desgracia, en el contexto de este libro poco sabemos de ellos, y deberíamos saber. A la hora de plantear el tema de las colecciones semanales de cuentos, novelas cortas y obras teatrales (pp. 187-190), se menciona la capa media social y lectora, que eran los consumidores privilegiados de las mismas, pero a continuación se abandona el tema, que es de capital importancia. Porque, en las casi cuatro décadas que abarca esta obra, entraron en la palestra cultural lectores nuevos de las capas medias y populares de la sociedad española, y se renovaron las lecturas de otras que tenían ya en el país un asentamiento importante, entre ellas las clases medias católicas. Las querencias literarias de esta masa lectora de implantación nacional hicieron que Ricardo León fuera un best seller de la época, solamente eclipsado, si es que fue eclipsado, por la irresistible mezcla de regeneración y sicalipsis que servía en bandeja Felipe Trigo, cuya lectura ciertamente era pecado, y muy nefando. Por otra parte, entre una capa social más modesta, las novelas más pedidas de la biblioteca de la madrileña Casa del Pueblo eran las de Galdós y Baroja. De este asunto habría que hablar con algún detalle.

La tercera parte, seis capítulos sobre «Los autores y las obras», la más larga –son unas 390 páginas–, es a la vez la más convencional, la que más se ajusta a los modos y maneras de las historias literarias al uso. Mas no por eso es rechazable, sino todo lo contrario. Proporciona dos cosas imprescindibles en esta clase de obras: una información puntual y completa sin caer en la enciclopedia, y una estimativa envidiablemente acertada. En este último terreno cabe destacar las páginas del tercer capítulo, «Después de 1910: años de cambios» (pp. 341-421) y el quinto, «La nueva literatura: bajo el siglo de la lírica» (pp. 469-533). Al mismo tiempo, en un libro que abarca los treinta y nueve primeros años del siglo, las páginas dedicadas a la Guerra Civil son pocas. Observa Mainer, con razón, que «las urgencias del “compromiso”» produjeron «tensiones sobre las que no es fácil pronunciarse» (p. 594) y da la sensación de que, en el mejor de los mundos posibles, preferiría rehuir el tema, pero como es preciso cumplir, cumple hasta incidir en la primera posguerra.

Como punto de cierre, observa Mainer que «la historia sigue» (p. 603). Dada su limpia trayectoria y su compromiso con los saberes histórico-literarios, es muy de desear que haga lo propio.

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Ficha técnica

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