Buscar

María Cristina Inogés Sanz: Thomas Merton ante el eterno femenino

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Escribir sobre Thomas Merton es un acto de fe en una época marcada por el escepticismo y el desarraigo. María Cristina Inogés Sanz, teóloga y periodista, ha compuesto un breve ensayo para abordar un aspecto poco conocido en la biografía del monje trapense: su relación con las mujeres. La sinfonía femenina (incompleta) de Thomas Merton narra el itinerario desde la confusión y la desesperanza hasta la plenitud del encuentro con Dios. En su juventud, Merton se entregó a todos los excesos, huyendo de sus fantasmas interiores. En la turbulencia del deseo, lo femenino sólo representaba una oportunidad de placer, un espasmo donde la conciencia se disipaba temporalmente, olvidando cualquier forma de responsabilidad hacia el otro. Sólo cuando se retiró a la abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, comprendió que las mujeres no eran simplemente uno de los polos de la experiencia erótica, sino uno de los pilares de la vida contemplativa. Lo femenino está impregnado del misterio de María Theotokos, como señala Julio García Caparrós en su intenso y lírico prólogo. En María, madre de Dios, lo femenino es una luz que «se vuelve espejo obediente, sin pecado», tal como escribe Merton en Nuevas semillas de contemplación. María Theotokos es el perfecto vacío, el silencio, la obediencia. El encuentro con María se produjo poco a poco, revelando que el significado último de la vida se manifiesta en el amor. El otro no es el territorio del que se apropia nuestra voluntad de poder, sino el lugar donde se produce la comunión que culmina nuestro itinerario espiritual.

Poeta, ensayista, teólogo, activista social, monje cisterciense y espíritu abierto al diálogo con otras tradiciones religiosas, Thomas Merton nació el último día de enero de 1915, en Prades, cerca de la frontera española, mientras Europa se desangraba en las riberas del río Marne, con miles de cadáveres atrapados en el barro y toneladas de chatarra salpicando el paisaje. En su célebre autobiografía, La montaña de los siete círculos (1948), Merton habla de sus padres, que dejaron una profunda huella en su interior: «Heredé de mi padre su manera de mirar las cosas y algo de su integridad; y de mi madre algo de su insatisfacción con la confusión en que vive el mundo y un poco de su creatividad». Su padre, Owen Merton, era un pintor neozelandés que «pintaba como Cézanne y comprendía el paisaje meridional francés como Cézanne lo comprendió». Su madre, Ruth Jenkins, murió muy temprano, cuando Thomas sólo tenía seis años. Pelirroja, diminuta, alegre, «con un rostro serio, algo ansioso y muy sensitivo», Ruth albergaba «sueños insaciables y grandes anhelos de perfección». Solía pintar en las colinas, protegiéndose del sol con una gran sombrilla de lona. Su marido prefería dejar que la claridad se posara en su piel. El pequeño Tom aprendió el padrenuestro de su abuela neozelandesa. Pasó años sin rezarlo, pero nunca lo olvidó. Owen bautizó a su hijo en la Iglesia de Inglaterra. Su fe era profunda y bien fundamentada, pero no asistía al culto. Ruth era cuáquera y cumplía con sus obligaciones religiosas. El matrimonio nunca dio muestras de fanatismo. Deseaban inspirar a sus hijos, pero aceptaban su libertad: «Mi madre –escribe Merton? quería que yo fuese independiente y que no corriera con el rebaño. Tenía que ser original, individual, poseer carácter e ideales propios».

Cuando Ruth enfermó de cáncer de estómago y fue ingresada en un hospital, decidió mantener a Tom alejado, pues quería que su hijo creciera con «una visión amable, clara, optimista y bien equilibrada de la vida». Nunca permitió que acudiera al hospital, ocultándole los estragos de la enfermedad. Se despidió de él mediante una carta, explicándole que no volverían a verse porque iba a morir en las próximas semanas. Dada su corta edad, Tom no comprendió algunas frases, pero se llevó la carta al patio de atrás y se sentó bajo un arce, leyendo las palabras de su madre una y otra vez hasta descifrar enteramente su sentido. Sintió que la tristeza y el desconsuelo se apoderaban de él, hundiéndolo en una profunda postración: «No era la pena de un niño, con angustias de dolor y muchas lágrimas. Tenía algo de la opresiva perplejidad y melancolía del dolor adulto y, por lo tanto, tenía más peso porque no era natural». No rezó, pues la oración no formaba parte de sus hábitos y, probablemente, nadie le habló del sacramento de la unción de enfermos. La muerte no aconteció como un misterio, sino como simple fealdad.

Thomas, que se quedaría totalmente huérfano a los dieciséis años, cuando Owen falleció a causa de un tumor cerebral, crecería con una terrible sensación de vacío. Oscuramente, intuía que lo femenino no era un mero aspecto de la naturaleza humana, sino la forma que introducía la imagen de Dios en el mundo. Se habla de Dios como Padre, omitiendo que también es Madre, como señaló el efímero Juan Pablo I. Se tiende a olvidar que «el eterno femenino nos atrae hacia lo alto», como apunta el último verso del Fausto de Goethe. Nietzsche señala que la mujer representaba la continuidad de la vida en la Antigüedad grecolatina, pues se ocupaba de los recién nacidos y de los difuntos. Simone de Beauvoir cargó contra la noción de «eterno femenino», afirmando que se trataba de un mito patriarcal que reducía a la mujer a la condición de ser pasivo. No comparto esa interpretación. En el «eterno femenino», la mujer no es un ser pasivo, sino el centro de la vida familiar, encarnando el don de la acogida y tutelando la ceremonia del adiós. Proporciona una sensación de arraigo, sin la cual la vida se convierte en un penoso peregrinaje. Si aceptamos la visión cristiana de Goethe, que remite al arquetipo espiritual de la Virgen María para explicar el papel de la mujer en la historia, el «eterno femenino» es la clave de la salvación del género humano, pues nos rescata de la caída y nos lleva hasta lo sobrenatural, librándonos de la perspectiva estéril de la finitud. Si el pecado es lo que divide, la mujer es lo que une y reconcilia.

Merton redescubrió a la mujer desde la castidad. Gracias al celibato pudo apreciar los frutos de lo femenino, que siempre apuntan hacia la vida. La disciplina monástica le ayudó a liberarse de la ceguera hacia «lo que es más puro en todas las mujeres del mundo», mostrándole «la belleza secreta de sus corazones de muchachas caminando a la luz del sol». Como señala atinadamente María Cristina Inogés Sanz, Merton «es un monje-escritor de aire joánico con contrastes propios: silencio y palabra, soledad y comunidad […], atípico testigo de un cristianismo que él quería más abierto e innovador. Es un buscador-trovador de Dios». Merton se definía como «un jardinero del paraíso» que «pasa cada mañana el rastrillo de tinta sobre el estrecho terreno del papel en blanco». En la abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, donde vivió casi tres décadas, halló la verdadera libertad. Su paso por el hedonismo, el existencialismo y el comunismo lo prepararon para comprender la experiencia del perdón, que no es simple contrición, sino tránsito hacia una nueva existencia. María Cristina Inogés Sanz se pregunta si «acaso la abadía no fue para él lo más parecido a ese arquetipo materno que perdió en su niñez», y cita una clarificadora reflexión de Joaquín Campos Herrero: «La vida clama por lo materno y revive el recuerdo de cuanto suponía ser cuidado por la madre; ser protegido y amado» («María y la teoría de los arquetipos»). La abadía fue «el punto de anclaje más fuerte en la vida de Tom», afligido por las pérdidas de su niñez y las tendencias autodestructivas de su juventud. Allí pudo elegir racionalmente, trazar el camino hacia la libertad, ser fiel a sí mismo. Inogés Sanz nos recuerda que «Ruth, el nombre de su madre, significa “compañera fiel”; Getsemaní, el nombre de su abadía, significa “lagar de aceite”. Son dos nombres que evocan acogida, compañía buscada, bienestar, espacio de sanación».

Merton pidió vivir en una ermita dentro de la abadía. Escribió a Pablo VI, que autorizó su ruego de profundizar su retiro. Su repliegue hacia lo esencial, hacia el silencio y la soledad, acarreó paradójicamente una apertura mayor hacia el mundo. El desierto no es un lugar de aislamiento, sino de encuentro. La soledad es dolorosa cuando implica separación, pero resulta fructífera si nace de la vocación de conocimiento. Nos abre el camino hacia la fraternidad universal, donde el hombre celebra la vida, no cierra el corazón a nada, ama sin medida. Cuando se logra esta experiencia, una ermita se transforma en un absoluto de dicha y un signo de esperanza. O, por utilizar una metáfora de Unamuno citada por Inogés Sanz, en «el útero primordial de la vida». Merton sintió que al fin «moraba en la luz», poseyendo la enseñanza primordial de la contemplación: la escucha. No es posible escuchar el silencio de Dios, advertir su callado y denso mensaje, sin «amar mucho», como recomendaba Teresa de Jesús en el Libro de las fundaciones. En esa época, Merton descubre a Juliana de Norwich, la mística medieval inglesa que describe a Jesús como una madre sabia, amante y misericordiosa. Identificar lo divino con la maternidad permite formular una teología de la totalidad que santifica la naturaleza. El orden natural no es fruto de la caída, sino una fuente de vida donde el hombre puede avanzar hacia la perfección espiritual.

Después de su madre, su abuela y su tía Maud, su referente femenino durante sus años juveniles, Merton se arrojó a los brazos de una promiscuidad que devastó su alma. Detrás de esa compulsión latía la incapacidad de confiar en los otros, el miedo a ser herido y un egoísmo feroz. Entre los muros de la abadía aprendió a relacionarse de una manera diferente con el otro sexo. Su amistad con su agente literaria Naomi Burton Stone, su profunda admiración por la pacifista y editora Dorothy Day, su aprecio por la labor social de Catherine Doherty, su cercanía con la hermana Mary Luke Tobin, su compenetración con la feminista y teóloga Rosemary Radford, le enseñaron a respetar y amar a las mujeres. Su relación sentimental con M., escandalosa para su tiempo, le mostró con claridad que la mujer es el complemento natural del hombre, no un simple objeto de goce. En una dimensión teológica, Merton no escatimaba elogios a María, madre de Dios: «Su santidad es la más escondida de todas. […] Es el silencio el único estado en el que Cristo puede ser oído». María no fue pasiva. Permaneció al lado de Jesús, mientras sus discípulos se escondían. Acompañada por otra mujer, María de Magdala, y el adolescente Juan, testimonió la grandeza de lo pequeño y humilde frente a los poderes terrenales.

La sinfonía femenina (incompleta) de Thomas Merton sabe a poco. No es un defecto, sino una virtud, pues los buenos libros siempre son una invitación a continuar pensando. Nos dan el pie para un diálogo que prosigue en nuestro interior. María Cristina Inogés Sanz ha sabido plantar una semilla y a nosotros nos corresponde hacer que fructifique, escuchando la sinfonía inacabada de una vida nada ejemplar en sus inicios, pero admirable en su madurez. No habría sido posible sin la aportación de las mujeres, que enseñaron a Thomas Merton a amar con desinterés y a esperar con confianza.

image_pdfCrear PDF de este artículo.

Ficha técnica

7 '
0

Compartir

También de interés.

Aprendiendo a ser mortal

Roberto Rossellini: Francisco, juglar de Dios

«¿Sólo hay olvido, ni niebla de memoria / bajo las hierbas rústicas?», se pregunta…