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Los últimos días de Primo Levi

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Primo Levi, quizás el superviviente más cercano y humano de la Shoah, murió el 11 de abril de 1987. Aparentemente, se suicidó en su domicilio de Turín, arrojándose por el hueco de la escalera. No dejó ninguna nota, pero sabemos que llevaba un tiempo medicándose contra la depresión. No era el primer episodio de estas características. Ya había superado otra crisis con la ayuda de psicofármacos. Se ha barajado la posibilidad de un accidente. Algunos sostienen que se asomó a la barandilla y perdió el equilibrio. Minutos antes, había hablado cordialmente con la portera, que le entregó la correspondencia como cada mañana. Su muerte provocó una enorme conmoción y la necesidad de explicar un final tan trágico. Parecía inaceptable que uno de los principales cronistas de las políticas de exterminio de la Alemania nazi sucumbiera al pesimismo y la tristeza. Se comentó que no pudo superar los recuerdos de sus diez meses de cautiverio en Monowitz, campo subalterno de Auschwitz, que su muerte no era un suicidio, sino un homicidio aplazado, que la desesperación había vencido a la esperanza, que el propósito deshumanizador del Lager había obtenido un triunfo póstumo. Algunos supervivientes se sintieron defraudados, traicionados, definitivamente derrotados.

No suele mencionarse que la tristeza acompañaba a Primo Levi desde su adolescencia. Bajito, delgado y poco agraciado, no conseguía despertar el interés de las mujeres. Cuando llegó a Auschwitz, había cumplido veinticuatro años y nunca había tenido una novia o una aventura. Si hubieran acabado sus días entre las alambradas, se habría despedido del mundo sin haber conocido el amor ni el sexo. En Primo Levi o la tragedia de un optimista, Myriam Anissimov ha contado que la idea del suicidio apareció muy pronto en la conciencia de un joven introvertido y torpe en sus relaciones con el otro sexo: «Su timidez con las chicas y su incapacidad para comunicarse con ellas lo atormentaban y lo desesperaban». Durante sus caminatas con Alberto Salmoni, un chico judío de su edad, se sinceró, reconociendo que se había planteado quitarse la vida. Salmoni era alto, atractivo y extrovertido. Su éxito con las mujeres era el polo opuesto al retraimiento de Primo, que ni siquiera se atrevía a insinuarse por miedo al rechazo. Antes de ser deportado, sólo había experimentado la calidez de un cuerpo femenino, cuando una amiga se abrazó a él, asustada por un bombardeo.

Primo Levi sobrevivió al terrible viaje en tren hasta Auschwitz. Se adaptó al Lager, explotando su ingenio para realizar extenuantes trabajos físicos que ponían a prueba su débil resistencia. Más adelante, sus conocimientos de química lo salvaron de la cámara de gas, destino que parecía inevitable en un joven débil, tímido y reservado. La milicia fascista lo había entregado al ejército alemán por su condición de judío, ignorando que pertenecía a un grupo de partisanos, la mayoría estudiantes universitarios cuya voluntad de luchar contrastaba con su inexistente instrucción militar y su abrumador desconocimiento de todo lo relacionado con las armas y la munición. Primo Levi se libró de una ejecución inmediata gracias a que no se descubrió su efímera peripecia como guerrillero. Nunca llegó a combatir y tampoco disfrutó de la oportunidad de amar. Hasta ese momento, sus únicos placeres habían consistido en leer compulsivamente y doctorarse en Química, movido por su deseo de comprender el comportamiento de la materia. A su regreso de Auschwitz, conoció a Lucia Morpurgo y no tardó en enamorarse. Se casaron en 1947, de acuerdo con el rito judío. Primo no creía en Dios, pero quiso complacer a su prometida: «Estaba sumamente agradecido a Lucia por haber aceptado amarlo a él, un exdeportado, un joven tímido e inhibido –escribe Myriam Anissimov–. Su incapacidad para establecer una relación con las chicas que le atraían le resultaba dolorosa, pues sin duda su deseo era tan grande como su inhibición. Era un apasionado de apariencia fría». Apasionado por las mujeres, por los libros, por la química, por su casa de Turín, un edificio del siglo XIX donde pasó toda su existencia. Entre sus pasiones, despunta su amor a la montaña. Sus tempranas experiencias como alpinista le ayudaron a soportar sus fracasos juveniles, la experiencia de la deportación y el áspero ejercicio de la memoria, que percibió como un deber y no como una elección personal: «Cuando se está en una cordada –escribe Levi– se obtienen victorias que duran toda la vida. […] Me parece que sin esta preparación inconsciente para la montaña, mi generación habría vivido la guerra y la Resistencia mucho peor. Y muy posiblemente no habría sobrevivido. Aprendimos de verdad algunas de las virtudes fundamentales: resistir, soportar, no perder la fe, prepararse para el peligro y para lo imprevisto».

Se ha dicho que las tendencias depresivas de la adolescencia afloraron de nuevo cuando una madre nonagenaria y gravemente enferma empezó a exigir su presencia a todas horas. Nunca habían dejado de convivir juntos, salvo el tiempo que Primo pasó desde su deportación hasta su accidentado regreso a Turín. Se ha comentado que la negativa de sus hijos a hablar sobre sus penalidades en Auschwitz le causó un profundo malestar, apenas exteriorizado por su invariable discreción. Sin embargo, un mes antes de morir mostró abiertamente sus sentimientos a David Mendel, un cardiólogo inglés: «He caído en un estado de depresión bastante grave. He perdido todo interés por la escritura e incluso por la lectura. Estoy tremendamente abatido y no deseo ver a nadie. Te pregunto como médico qué debo hacer». Mendel le sugirió buscar un psicoterapeuta, pero Levi rechazó la idea, pues no confiaba en la psicología. Una operación de próstata empeoró su estado de ánimo. Cada vez le resultaba más penoso enfrentarse al papel en blanco. En una entrevista con Roberto Di Caro que se publicó póstumamente en L’Espresso confesó que su actividad como escritor quizás había llegado a su fin: «Tengo la impresión de haber agotado mi reserva de cosas que decir, de historias que contar». Admitió que su salud mental se había deteriorado: «La verdad es que vivo una vida neurótica, con vacíos aplastantes entre cada libro». Negó ser una persona estable: «He atravesado largos períodos de desequilibrio, por supuesto ligados a mi experiencia en el campo de exterminio. Además, no sé hacer frente a las dificultades. Y eso, no lo he escrito nunca… En realidad no soy un hombre fuerte». Cuando el periodista elogió su coraje, alegando que había sido capaz de escribir un elocuente y esclarecedor testimonio sobre su estancia en Auschwitz, contestó que se había limitado a poner orden en «un mundo caótico». Durante un paseo por el parque del Valentino, a orillas del Po, su mujer –cada vez más preocupada– le preguntó por qué se encontraba tan desanimado. Primo contestó de una forma misteriosa: «¿Piensas que estoy deprimido por Auschwitz? Creo que no. He sobrevivido, he contado. He testimoniado». Poco antes de su muerte, llamó por teléfono al gran rabino de Roma, Elio Toaff, relatándole su angustia: «No sé cómo seguir. Ya no soporto esta vida. Mi madre sufre cáncer y cada vez que miro su rostro veo el de aquellos hombres que yacían sobre las tablas de los jergones de Auschwitz».

El sábado 11 de abril, Lucia salió a hacer la compra. Al regresar, se topó con el cadáver de su marido, aplastado contra el suelo. «¡No! –gimió–. ¡Ha hecho lo que siempre dijo que haría!» Angelo Pezzana, librero de Turín, hizo un comentario que corrobora la exclamación de Lucia: «Primo no se mató a causa de su madre o de Auschwitz: se trataba de algo muy profundo dentro de él». Es imposible determinar si se trató de un suicidio o un accidente, pero alguien ha señalado que Auschwitz ayudó a vivir a Primo Levi, pues le obligó a luchar, recordar, testimoniar. La aparición de las tesis revisionistas que negaban la existencia de cámaras de gas le afectó mucho, pues sintió que no se había equivocado, afirmando que la Shoah no era un fenómeno irrepetible, sino algo que podía reproducirse en determinadas situaciones. El genocidio de Ruanda y la limpieza étnica en los Balcanes demostraron que su advertencia no era simple catastrofismo. No me atrevo a aventurar ninguna hipótesis sobre la muerte de Primo Levi, pero sí creo que el mejor estímulo para el ser humano es mantenerse despierto, denunciando cualquier signo de barbarie. El prisionero 174517 quizá perdió la esperanza cuando advirtió que no es suficiente regresar a casa, que la vida no concede treguas y que vivir exige estar en tensión permanente, escalando una montaña tras otra.

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Ficha técnica

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