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Let it be

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Durante las navidades de 1972, mi madre y mi hermana Rosa me regalaron Let it be, el último elepé de los Beatles. Yo tenía nueve años y acababa de perder a mi padre. Nos habíamos marchado a Cádiz a pasar el fin de año, huyendo de la tristeza. Nos alojamos en un hotel levantado a escasos metros del mar. Se trataba de un moderno edificio, con amplias terrazas y con un cementerio pegado a su costado. El océano me produjo una mezcla de temor y fascinación. Ya conocía el Mediterráneo, con sus aguas tranquilas y sus playas apacibles. Era un espacio acogedor, que invitaba a dormitar en la arena o a flotar en su superficie, con una reconfortante sensación de ligereza. El Atlántico era completamente diferente. La playa de Cádiz abarcaba kilómetros y cuando se retiraba la marea, se convertía en un hipódromo, donde los caballos volaban como las monturas de los héroes de Troya, desafiando al viento y a la gravedad. Los jinetes cabalgaban sobre una arena pastosa, que no se parecía a la arena del Levante, a veces negra como hollín y, en otras ocasiones, dorada como las hojas de un girasol. La arena de Cádiz parecía arcilla o el limo de un delta. Tal vez no es así y mi memoria le atribuye unas características ficticias, pero han transcurrido cuarenta años y me parece innecesario contrastar mis recuerdos con la realidad. La verdad no es algo desnudo y objetivo, sino una vivencia alimentada por nuestro anhelo de felicidad.

Let it be constituyó una verdadera revelación. En Cádiz pasaba las tardes enteras escuchando sus canciones en un pequeño tocadiscos portátil. La tapa se convertía en altavoz y el sonido era mediocre, pero no me importaba demasiado. En esas fechas, la alta fidelidad era un privilegio inaccesible. Solía arrojar los cojines de un sofá al suelo de la terraza y me tumbaba con los brazos cruzados detrás de la cabeza. La aguja del tocadiscos avanzaba por los surcos, encadenando temas en un inglés incomprensible para mis nueve años, pero que me resultaba mucho más cercano y atractivo que las insufribles letras de Manolo Escobar, Camilo Sesto o Julio Iglesias. Aunque me avergüence admitirlo, Raphael no me producía el mismo rechazo, pues apreciaba intensidad en su forma histriónica de actuar y en su voz melodramática. Sólo fue un breve idilio fomentado por la pasión de mi madre, que lo adoraba con fervor adolescente. Las voces de John Lennon y Paul McCartney disiparon ese ensueño, mostrándome que Raphael se había quedado anclado en el pasado. Años más tarde, la movida madrileña reivindicó a Raphael, convirtiéndolo en icono gay, una especie de precursor de Fabio McNamara. Desde mi perspectiva actual, Nino Bravo o Cecilia son infinitamente más interesantes que Raphael, si bien es cierto que raramente escucho ese tipo de música. Sólo pincho sus canciones durante mis ataques de nostalgia, cuando miro mis cincuenta y cuatro años en el espejo y noto la necesidad de revivir por unos instantes mi adolescencia.

Con los años, descubrí que Let it be no era el último álbum de los Beatles. Aunque fue su último lanzamiento, se grabó antes que Abbey Road. Ignoraba que las grabaciones de Let it be discurrieron en un ambiente hostil y conflictivo, con abundantes discusiones y desencuentros. Al parecer, Paul, John, George y Ringo, lejos de interpretar conjuntamente los temas, realizaron sus aportaciones en solitario y luego se fundieron en el laboratorio de mezclas. John Lennon encargó la producción al extravagante e imprevisible Phil Spector, que introdujo su célebre «muro de sonido», compuesto por coros femeninos y una aparatosa orquestación de carácter melódico. Algunos consideraron que el resultado final era aberrante y malograba la intención original de la banda, deseosa de recuperar el estilo roquero de sus inicios. De hecho, Paul McCartney pensó en un principio que el elepé debería titularse Get back, reflejando el propósito del grupo de volver a sus raíces. El álbum inspiró una mediocre película, que intentaba rescatar la mezcla de cine y música de A hard day’s night y Magical Mystery Tour. Se especuló con los escenarios más insólitos para realizar el rodaje (un barco, un hospital infantil, las pirámides de Egipto), pero finalmente se eligió el tejado de los estudios de grabación. La policía interrumpió varias veces el rodaje, pues los vecinos se quejaron del ruido. Se ha dicho que fue el primer concierto desde la gira norteamericana de 1966 y el último de su carrera. La película se lanzó con el mismo título que el álbum y la crítica afirmó unánimemente que era una calamidad. No obstante, reconoció que era entrañable y enternecedora, pues mostraba el fin de un conjunto mítico e irrepetible. Se le concedió el Oscar a la mejor banda sonora. Ningún miembro del grupo acudió a recogerlo. Quincy Jones lo hizo en su nombre, confirmando que los chicos de Liverpool ya no se soportaban entre sí. El disco se lanzó el 8 de mayo de 1970 y, el 31 de diciembre, Paul presentó una demanda para la disolución de The Beatles, que no se consumó a efectos legales hasta 1975.

Tardé muchos años en conocer la trastienda de un álbum que me abrió la puerta del pop-rock. En la terraza del hotel de Cádiz, con el rumor del Atlántico acallado por el volumen de mi rudimentario tocadiscos, yo escuchaba los temas una y otra vez, sin entender las letras y sin imaginar que escuchaba el canto del cisne de una banda rota por el cansancio, los desacuerdos estéticos y las diferencias personales. No había oído hablar de Yoko Ono ni de su presunta responsabilidad en la ruptura. He de reconocer que «Let it be» era el tema preferido de mi hermana. Yo prefería «Get back», pues me parecía más fresco y divertido, o «I’ve got a feeling», lleno de fuerza y con cierto desgarro. En ambos casos, las guitarras eléctricas dominaban al resto de la instrumentación, con auténtica garra roquera, y la voz de Lennon se acercaba a los registros del soul. «Two of us» era una canción emotiva y con sentido de la armonía. Las voces de McCartney y Lennon se fundían hasta ser indistinguibles, logrando un sonido arrollador. «Dig a pony» utilizaba una fórmula parecida, anticipándose a las grandes bandas de la década de los setenta. Por último, «I me mine», una composición de George Harrison, incorporaba un toque psicodélico, sin renunciar a la fibra roquera. Por supuesto, no pensaba estas cosas a los nueve años, pero sí las sentía y ahora puedo racionalizarlas.

Aún conservo el elepé y no he olvidado el azul del océano, que en el invierno de 1972 desprendía quietud y serenidad. Gabriel Miró no se equivocaba al afirmar que el pasado es un humo dormido, una nebulosa que se abre y estremece con las palabras. Al escribir estas líneas, he visto a ese niño con un flequillo hasta las cejas que aliviaba su pesar, pinchando sin descanso las dos caras del disco, con ese placer atávico por la repetición que produce el espejismo de una eternidad suave, nada solemne. Durante esas navidades, la música de los Beatles no pudo borrar mi tristeza, pero me hizo sentir menos desdichado y me proporcionó momentos de dicha. El mundo no era tan solo un escenario de pérdidas, sino un lugar donde el horizonte se convertía en un resplandor naranja, rojo, lila y violeta, mientras unas notas incitaban a fantasear con la simple inmediatez de vivir. No era necesario mirar al pasado, ni pensar en el porvenir. La felicidad consistía en sentir la brisa en las mejillas y oír unos acordes, mezclándose con el sonido del mar. El resto quedaba en suspenso hasta que la aguja finalizaba su recorrido. Décadas después, el disco sigue produciéndome sensaciones alegres y luminosas, pero también despierta mi nostalgia. Nostalgia de la infancia, del mar y del padre que murió prematuramente.

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Ficha técnica

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