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Treinta y tantos

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Uno de los personajes más recurrentes de la ficción contemporánea es el individuo relativamente joven que se resiste a encauzar su vida, y cuya inadaptación general crea todo tipo de momentos disparatados. El hábitat originario de ese antihéroe fue la sitcom, pero desde hace una larga década ha colonizado la pantalla grande, las páginas de novelas y los escenarios. En cualquiera de los géneros, tiene unos problemáticos treinta y tantos, consume sustancias a granel, es amablemente prejuicioso (que las mujeres esto, que los hombres aquello, pero respetando a todo el mundo), se lía con congéneres tan inestables como él y se expresa en un chispeante argot cínico-sentimental, el oxímoron medular de la vida moderna. Soltero por defecto, si no por definición, esquiva siempre los compromisos. Y, un poco como Groucho Marx, que rechazaba cualquier club que lo aceptase como miembro, hace todo lo posible por no entrar en el único en que sería aceptable: la edad adulta.

En Los miércoles no existen, una simpática «dramedia romántica de corte urbano» –en palabras de sus creadores–, esos rasgos se reparten entre seis personajes, tres de cada sexo. Aunque no estén en busca de un autor, como el sexteto de Pirandello, desde un principio se ve que, por sí solos, tampoco son muy buenos artífices de sus vidas. La obra procede en sketches sueltos, orquestando interacciones que involucran a dos o tres personajes cada vez y moviéndose a saltos a lo largo de un espacio de tiempo de unos tres años, desde 2010 a 2013. Todas las escenas suceden un miércoles, el día de la semana que uno de ellos, por razones que cuenta en escena, declara inexistente y, al cabo, libre de consecuencias. Pero aquí hay consecuencias. Y, si al principio muchos de los personajes ni siquiera se conocen, sus trayectorias acaban enredadas como hilos en el juego de la cuna. A grandes rasgos, eso quiere decir que la novia de A se lía con B, que resulta ser amigo de C, con quien una vez A, etc., y que los encuentros casuales a menudo producen efectos de largo alcance. Por lo demás, las permutaciones románticas-sexuales (hay de las dos) son bastante vertiginosas, hasta el punto de que uno anhela un cuadro sinóptico, como los que a veces se incluyen en las novelas rusas, para seguirles mejor la pista.

En escena se ve, mientras tanto, una gran pizarra que lleva escritos los títulos de los sketches con su fecha (frases o palabras intrigantes como «Trío», «Igualados», «Ni sí ni no», etc.), que los actores destacan con tiza al principio de cada uno. Y eso ayuda un poco a situarse. La situación espacial, entretanto, es sólo figurada; el escenario se completa con apenas una barra y, según lo requiera la acción, un sofá, una mesa y unas sillas móviles. Al igual que la pizarra y la barra indican lo que parecería ser un bar, la idea general no es la verosimilitud, sino la sugerencia. Cabe señalar que la ambientación se ha hecho expresamente a contrapelo de los medios materiales que ofrece la sala. La vieja tarima del Lara, que se eleva más de un metro sobre el suelo, está pensada para un teatro clásico, de parlamentos estáticos. Para ganar dinamismo, los actores utilizan también los pasillos, y esto se alía con una búsqueda de inmediatez: «los personajes –dicen las notas de producción– se integran y comparten espacio con el público, que les rodea, asistiendo como voyeurs a todo lo que ocurre». Bueno, en el teatro siempre se es voyeur de lo que ocurre; pero aquí se ha hecho un esfuerzo adicional por acercarse al público, incluso mediante la música, interpretada en vivo por Ester Rodríguez y Alberto Matesanz, a fin de que el espectador tenga «la sensación de estar en un concierto acústico y exclusivo». Si con «acústico» quieren decir «eléctrico», lo han logrado.

Nunca conviene juzgar una obra por sus intenciones, pero en Los miércoles no existen las intenciones quedan tan explícitas en la obra misma que no hacerlo es imposible: uno se detiene una y otra vez en la presunta representatividad generacional por la que se aboga. Por citar las notas: «los personajes, hombres y mujeres de entre treinta y cuarenta años, componen un retrato generacional […] instantes íntimos y personales por los que todos hemos pasado, estamos pasando o pasaremos en algún momento». Agreguemos «habríamos podido pasar», y así cubrimos no sólo posibilidades futuras, sino además mundos posibles. En cualquier caso, nos acercamos aquí a una cuestión espinosa. Por un lado, es innegable que la obra, en su tercera temporada madrileña, ha llegado precisamente al público deseado, y uno celebra su poder de convocatoria en un momento en el que muchos teatros dan función medio vacíos (el día en que vi la obra, la sala estaba llena de jóvenes). Pero, por otro, la propuesta teatral en sí deja bastante que desear, no sólo en su formato, sino, además, en su retrato de la vida moderna.

Las dos cuestiones están vinculadas. Como en las películas de los hermanos Apatow o algunas novelas de Ray Loriga, el problema es que el material repercute en la forma. Dicho lisa y llanamente, al retratar personajes infantiloides, se cae en una sucesión de escenas infantilistas, donde la vida se limita a las historias de amores de chicos y chicas que, dramáticamente hablando, están libres de presiones externas. Es cierto que se habla de despidos, mudanzas, alquileres, hijos y unas cuantas cuestiones más que constituyen la entrada a la vida adulta; aun así, los momentos centrales de la trama giran en torno a las conquistas de Hugo (Daniel Guzmán), el apocamiento sexual de César (Gorka Otxoa), las infidelidades de Irene (Irene Anula), la afición a las prostitutas de Pablo (Luis Callejo), o su falta de compromiso con Mara (Diana Lázaro), cuya hermana Paula (Eva Ugarte) ha tenido por cliente a Pablo. Pido perdón si hay que leer la frase dos veces para triangular las posiciones de los personajes. Podría agregarse que Pablo, un compañero de trabajo de César, se lía también con su ex (la de Pablo), Irene, amante pasajera de Hugo, que es amigo de César, etc. Ya se dan una idea.

Hay que decir que, con esos entresijos, los actores hacen un trabajo sólido, sobre todo en el plano de la comedia. Nombré a los seis que me tocó ver (el «Elenco A»), pero el reparto tiene la particularidad de ser rotativo, con catorce actores. Es un concepto interesante, que implícitamente hace del intérprete un vehículo del personaje. A pesar de ello, las personalidades escénicas de cada cual afloran de manera más o menos indefectible. Gorka Otxoa retoma aquí su inmortal rol de «pagafantas», pero, lamentablemente, nadie lo lleva al estado de desesperación que le provocaba Sabrina Garciarena en la película homónima. De las tres actrices, ninguna es menos que correcta, pero tampoco mucho más; la mejor, quizás, es Eva Ugarte, que, pese al texto chato, lleva de manera muy convincente su doble rol de comehombres y hermana culposa (por el asuntillo de Pablo). En su papel de Pablo, Luis Callejo se queda por debajo del texto, representando a un hombre hastiado sin una gota del carisma que sin duda necesitaría para conquistar a Paula. Y Daniel Guzmán pone todas las fichas en el humor, para el que tiene un indudable talento físico, además del grado perfecto de labia. Como en muchas comedias, noté que las réplicas más graciosas se dan a los hombres. La obra hace un esfuerzo sensible por invertir roles de género tradicionales (los personajes femeninos son decididos y liberados, el enamoradizo es un hombre, etc.); pero la lengua es traicionera, y el texto más soso se lo cargan las actrices.

Hablando del tema, dado que estamos ante un supuesto retrato generacional y ante la generación de mujeres más independientes de la historia, me hubiera gustado que la obra saliera mejor parada en el test de Bechdel, aquel que propuso medio en broma Alice Bechdel, en uno de sus cómics, para medir el desequilibro de géneros en las películas de Hollywood, con resultados infalibles. A una película se le piden tres cosas: que haya al menos dos personajes femeninos; que en algún momento hablen una con otra; y que en esa conversación no hablen de hombres. (Pruébenlo en casa y verán que muy pocas sacan buena nota.) Los miércoles no existen pasa el primer punto sin problemas, el segundo raspando, y en el tercero fracasa sin remedio. Pero lo mismo sucede con los hombres, que hacen poco más que hablar de mujeres. Hasta los hijos, cuando llegan o se anuncian, parecen ser una breve interrupción en su régimen continuo de ligues. No voy a decir que la vida no es así. Pero intenten contarle ese cuento a la actriz Marta Solaz (del elenco B), que acaba de tomarse un permiso por maternidad.

*      *      *

La maternidad se trata con mayor realismo en La vida resuelta, otra comedia sobre treintañeros que, tengo la sospecha, no gozará del mismo grado de aprobación entre los hipsters que acuden al Lara. Bebés, náuseas, vómitos, diarrea estival… ¡A quién se le ocurre hablar de eso! Obviamente, a Marta Sánchez y David S. Olivas, los espabilados autores, que no pierden oportunidad de recordarnos la hecatombe vital, el ingente movimiento de materia, que implica tener niños. El director, Juan Pedro Campoy, tampoco se queda atrás. No soy un experto en el género, pero me atrevería a decir que esta es la única pieza contemporánea en la que vemos a una mujer embarazada de ocho meses –interpretada por la genial Cristina Alcázar– recular a cuatro patas para sentarse a hacer pis en un váter bajito, vedado por su gravidez. El váter es bajito, dicho sea de paso, porque se encuentra en un jardín de infancia. Y en ese lugar lleno de asociaciones se encuentran también los otros cuatro personajes, convocados por una posible vacante para sus vástagos. Cuatro da para dos parejas más un electrón libre, que aquí es la mujer embarazada, Raquel, no por casualidad una vieja conocida de Laura (Laura Domínguez) y Luis (Carlos Santos), un matrimonio que enrarece el aire por dondequiera que pase. ¿No será que el padre…?

Pero no les adelanto la trama: es preferible que, llegado el caso, descubran solos su absoluta falta de plausibilidad. Y aunque es indudable que, se mire por donde se mire, la historia tiene más agujeros que un colador, personalmente acepto las licencias que se ha tomado el autor para reunir a estos personajes, porque lo importante es la comedia caracterológica. Cada uno tiene un conflicto verosímil: Jaime (el siempre fiable Javier Mora), por ejemplo, sigue enamorado de su exmujer sin darse cuenta; y su novia veinteañera, Lluvia (una graciosísima Adriana Torrebejano), no tiene fuerzas para separarse de Jaime. Obviamente, con conflictos así no se llega a Hamlet, y nadie llamaría a esta obra de «alta comedia» una comedia de alto vuelo intelectual, como acaso pretende ser Los miércoles no existen. Tampoco es difícil achacarle un exceso de sentimentalismo, intolerable en los monólogos en que cada personaje se remonta a su infancia. No obstante, el material de base, que son las inseguridades cotidianas de la vida adulta, acaba por conferirle una sorprendente resonancia. Campoy y sus actores no sólo demuestran que la comedia funciona mejor cuando comporta un dejo de tristeza, sino que, de mano de la resignación, puede llegar el equilibrio. Ya lo dijo el príncipe danés: la madurez lo es todo.

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Ficha técnica

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