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Los libros de La Habana en ruinas

Los palacios distantes

ABILIO ESTÉVEZ

Tusquets, Barcelona, 272 págs.

El insaciable hombre araña

PEDRO JUAN GUTIÉRREZ

Anagrama, Barcelona, 216 págs.

Adiós a las almas

JORGE ALBERTO AGUIAR DÍAZ (JAAD)

Letras Cubanas, La Habana

Espero la noche para soñarte, Revolución

NIVARIA TEJERA

Universal, Miami

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Lo que queda de La Habana es un amasijo de ruinas y un recuerdo magnificado. Los libros que nos llegan de la isla describen, de una manera u otra, esa Habana irreconocible incluso para los que en ella viven, teniendo que soportar los derrumbes cotidianos de edificios coloniales que albergaron sin duda anacrónicos palacios.

El primero, Los palacios distantes, es casi una obra maestra. Abilio Estévez arrasa con todas las visiones anteriores de La Habana, las de Alejo Carpentier o las de Guillerno Cabrera Infante, como para significar que todo eso no es más que un vago recuerdo y que lo que queda es poca cosa, casi nada, algún diamante perdido en medio del fango y de los escombros. En esta caricatura de ciudad, la de ahora, nada de columnas para protegerse del sol, nada de cabarets nocturnos, nada de paseantes despreocupados. La única alternativa es huir o sobrevivir como se pueda, escondiéndose en algún recinto al resguardo de las intemperies o del control del poder político. Su principal protagonista es un vagabundo moderno, un beautiful loser de lo que fuera otrora el paraíso socialista. Una versión actual del Caballero de París, clochard legendario de La Habana, encerrado en su vejez en Mazorra, el hospital psiquiátrico de La Habana, y condenado a muerte por tristeza, por falta de libertad.

La novela de Abilio Estévez es el retrato más espeluznante de la muerte, bajo los ojos indiferentes de sus habitantes y de sus responsables, de una ciudad. La Habana es la heroína involuntaria de este libro. Se va derrumbando a cada palabra, y el lector no puede hacer absolutamente nada para salvarla.

La anécdota es lo de menos en esta novela. Abilio Estévez hubiera podido contentarse con describir las ruinas, con poetizar la miseria material, moral y sexual. Ya esas pinceladas, que a veces se transforman en brochazos de furia, eran suficientes para producir la sensación de una pérdida irreparable. Hundirse en la realidad es para el escritor, sin duda, un medio para no idealizar demasiado un universo en que no queda nada más que la esperanza de una supervivencia cotidiana.

Con Tuyo es el reino, una alegoría sobre la revolución y el fin de un mundo anacrónico, Abilio Estévez efectuaba hace poco su entrada en las letras cubanas. En aquella novela demostraba una cultura descomunal, extrañamente adquirida en una isla en que encontrar un libro extranjero no censurado puede ser una verdadera hazaña. Pero su alegoría resultaba demasiado límpida, simplificadora en fin de cuentas. Esta vez, con Los palacios distantes, incursionando en la realidad, trascendiéndola, Abilio consigue elaborar una escritura, casi una poética de la soledad y de la demencia, de una belleza estremecedora, construyendo, a partir de un montón de ruinas que parecen surgidas del fondo de alguna Atlántida desaparecida, un porvenir perfectamente utópico, fuera del alcance de sus personajes reducidos a simples sombras nocturnas, como ratas surgidas de algún basurero abandonado allí por las intemperies.

Pedro Juan Gutiérrez, por su parte, no cree en la poesía de lo cotidiano. Nada más alejado de sus preocupaciones. Él escribe en situación de urgencia, como si no tuviera tiempo de pensar en otra cosa, antes de que todos los edificios de La Habana acaben de caerse. Trilogía sucia de La Habana, El rey de La Habana y Animal tropical eran manifiestos de lo que se ha dado en llamar «realismo sucio», una especie de literatura a lo Charles Bukowsky, en que el sexo, el ron y el desplome físico y moral serían los ingredientes de base. Por eso hay sexo, ron y desplome a cada página. Sin embargo, en El insaciable hombre araña, hay algo más: tal vez la conciencia de que las recetas del éxito editorial se agotan y que hay que mirar hacia atrás con una visión crítica sobre sí mismo y sobre su obra. En otros términos, Pedro Juan Gutiérrez ajusta cuentas consigo mismo.

El novelista se pone en escena como escritor de éxito particularmente desilusionado, contando las visitas que le hacen algunas de sus admiradoras en busca de aventuras intelecto-sexuales. Pero su realidad no corresponde a la imagen que brinda en sus libros. Y, en verdad, se puede hacer una doble lectura de esos relatos: tomárselos al pie de la letra, como una repetición hasta el hastío de sus peripecias sexuales en una Habana de los bajos fondos, y entonces salir de esa lectura con un asco indisimulable, o bien aceptar la mirada irónica, a veces incluso cínica del autor sobre su propia obra, y pensar por lo tanto que en él lo inmediatamente visible es lo de menos y que, en una escena sexual con Gustav Mahler (o Sibelius, o Brahms, o Haendel) como música de fondo, lo fundamental no son las piruetas acrobáticas de la jinetera o de la amante de turno sino, tal vez, Mahler, la música de fondo, el decorado y no la acción. En suma, su escritura es un engaño. Pedro Juan nos dice, nos grita casi, que no hay que dejarse llevar por la inmediatez, por las apariencias de las historias que él narra, sino que hay que ir a buscar detrás del telón, en las pequeñas pinceladas que produce como de pasada, dejando entrever un profundo pesimismo, una desgana inmemorial.

Porque él conoce esa Habana y esa Cuba como nadie. Antes de narrar esa ciudad en ruinas, había sido periodista. Ser periodista en Cuba, según su propia confesión, significa sobre todo callar, eludir lo que no conviene mostrar, tragarse la realidad. Significa seguramente (pero eso Pedro Juan Gutiérrez prefiere no contarlo) mentir, embellecer la crudez de los hechos, de los paisajes, para dar a ver sólo lo que le conviene al régimen, las metas económicas que se sobrecumplen, la salud que funciona mejor que en los países altamente desarrollados, la educación brindada a todos sin excepción aunque, a veces, más que de educación, se trate de un simple adoctrinamiento. Y todo eso, ¿gracias a quién? A los héroes, al héroe invencible, eterno, omnipresente, cuyo nombre es preferible no mencionar. Pedro Juan saca ahora en sus libros esos aspectos que durante años tuvo que callar, con una precisión clínica, pero sin juzgar, dando a ver el espectáculo voluntariamente ocultado por tanta autocensura.

«¿Aquí también matan periodistas?», le pregunta al protagonista y narrador una turista peruana, bastante ingenua, como todos los turistas. «No, aquí los anestesian», contesta él, olvidando precisar que los que se niegan a ser anestesiados son irremediablemente condenados al ostracismo, a la cárcel o al exilio, como en el caso de los llamados «periodistas independientes».

El insaciable hombre araña puede producir repulsión, pero también una curiosidad no del todo sana. ¿Qué hay detrás de esa voluntad de describir un universo tan negro? ¿Una voluntad de exorcizar la realidad cotidiana? ¿Una provocación literaria? Pero ¿a eso se le puede llamar literatura? A veces, por retazos, brota alguna luz en medio del estiércol, como una sinfonía de Mahler que hermanaría a Eros con Tánatos, lejos de cualquier fulguración poética, como si la poesía fuera sólo un don de la belleza, desaparecida para siempre de esa Habana arrasada por la destrucción.

¿Y si Madrid se pareciera a La Habana? ¿Y si Chueca, Montera o Callao acabaran por ser, para los cubanos exiliados, meros reflejos del Malecón?

Yo no sé si Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD) estuvo alguna vez en Madrid o si lo imaginó todo desde su isla natal. Después de todo, Kafka no estuvo nunca en Estados Unidos. Eso no le impidió escribir su América. JAAD no se refiere a Kafka sino a Hemingway. Su colección de relatos Adiós a las almas es evidentemente un guiño irónico al aventurero americano, quien conoció tan bien España como Cuba. Su primer cuento se sitúa, pues, en los bajos fondos de Madrid, que podrían ser también los de La Habana. Aquí, los exiliados también son chulos y sus chicas antiguas jineteras, lo que demuestra que ya esos personajes se han convertido en meros arquetipos. En resumen, que no hay literatura cubana si no aparecen en ella unas cuantas jineteras.

Sin embargo, aquí también habría que hacer abstracción de las meras apariencias. Detrás de los tópicos está la violencia verbal de este joven escritor, que usa las palabras como gritos de odio hacia el mundo que le toca vivir. Lo sexual en sus relatos no es más que un pretexto para existir o para afirmar que existe. Al publicar sus relatos, JAAD ha dado el paso que lo condenaba al silencio en la isla. Ha vencido el miedo. Hoy día, curiosamente, no hay una gran diferencia entre lo poco que se puede publicar dentro y lo que se edita fuera. Se elude la política más inmediata, sobre todo la figura del Líder, pero se deja ver el hastío, la imposibilidad de seguir así por mucho tiempo más, una eternidad, si se quiere evitar que La Habana y la isla entera acaben por hundirse de verdad. Los libros de las ruinas, que no son ruinas circulares, cumplen una función de exorcismo.

Jorge Alberto Aguiar Díaz no hace sino establecer las primicias de una rebeldía. Por decir lo que dice, sabe que arriesga el destierro, tal vez en ese Madrid imaginado en el relato que abre su libro, tal vez en otra ciudad de exilio, ahí donde le toque, poco importa. Lo esencial es que ya ha conquistado su libertad de palabra, a golpes, describiendo una realidad que no es la de una isla paradisíaca sino más bien la de un infierno en la tierra. El descenso a los bajos fondos de Madrid o de La Habana es una suerte de iniciación de donde, como por encanto, brotan el amor y la poesía. Poca cosa, en verdad, para soportar lo cotidiano. Un mero respiro en una escritura que se ahoga, como si quisiera decirlo todo antes de que la condenen a un irremediable silencio.

«Verso o nos condenan juntos / o nos salvamos los dos», escribía José Martí en sus Versos sencillos. La poesía, para JAAD, es el único antídoto a la ciudad que se hunde, a cada paso que va dando. En el último relato, «Paloma», coloca en el mismo plano sus dos visiones, la de la realidad y del sueño, las que provoca La Habana, desde cualquier lugar que se mire, desde dentro o desde fuera: «Y te escribí un poema. Bajé las escaleras. Pensé que se iba a desplomar el edificio. Esquina de Cuba y Desamparados. Una esquina más. Una esquina cualquiera del mundo».

Nivaria Tejera lleva casi cuarenta años sin ver La Habana. No le hace falta. Desde el día en que tomó la decisión de abandonar Cuba para refugiarse en Europa, ella sabía que la isla sólo le iba a aparecer en sueños o en pesadillas. No vio su evolución material. No vio la destrucción, tan sólo el desastre moral que precedió, mucho tiempo antes, el derrumbe físico de un espacio que no era Sodoma ni Gomorra, más bien un laboratorio experimental de un nuevo orden moral regido por consignas cada día más incomprensibles. Nivaria dejó de entenderlas, de estar de acuerdo con lo absurdo de esas palabras colocadas sin ningún orden natural o racional.

El título de su libro es un monumento al absurdo: Espero la noche para soñarte, Revolución. ¿Qué sueño es ése sino el de las palabras pronunciadas entonces, cuando la palabra « revolución» estaba en todos los labios, como una esperanza de redención para algunos, la certidumbre de un Leviatán para otros? A veces, la esperanza y la amenaza iban juntas, hasta el punto de que era imposible distinguir entre el Bien y el Mal, entre un porvenir mejor y un presente de espanto. Lo que recuerda la escritora exiliada no son los edificios ni las calles de la isla, sino las sentencias revolucionarias, lo más inasible, lo que no se puede materializar sino con la escritura. Su libro es, pues, un monumento a lo que se ha perdido, no la vida, no la creación, sólo las dudas, el miedo, que se abren paso en la cabeza durante las noches interminables.

El libro es una gigantesca interrogación. Se organiza en círculos concéntricos que no logran nunca alcanzar el centro, el momento exacto en que se empezó a determinar el destino. Su isla no es una isla concreta sino su traducción en palabras. El libro de la escritora exiliada cumple esa función: no recrear un universo desaparecido sino su interpretación, gracias a una mirada a la vez de dentro y de fuera. Nivaria Tejera ha sido doblemente exiliada.

Nacida en Cienfuegos, Cuba, ella salió muy pequeña para Canarias con sus padres. Allí les sorprendió la guerra civil. Su padre, republicano, estuvo preso largos años, con la amenaza permanente de ser ejecutado. La primera novela de Nivaria, El barranco, cuenta con ojos de niña y una escritura doble, a la vez de niña y de mujer, las fantasmagorías que ella construye alrededor de las amenazas que se ciernen sobre el padre. Al regresar a Cuba, la escritora sabía que el exilio no es un estado pasajero sino un modo de vida, que un exiliado puede tener que salir en cualquier momento para cualquier lugar. Huele la amenaza antes que los demás. Ella supo muy pronto que la Cuba revolucionaria, castrista, iba a ser su segunda España franquista, que ella tendría que seguir, inexorablemente, las huellas familiares, como si estuviera condenada a un destierro inscrito en sus genes desde su nacimiento.

Su experiencia le permite saltar de lo particular a una reflexión general sobre el exilio, la culpa y el poder. Nivaria Tejera entiende en seguida que esa revolución no es más que un baño de sangre, una venganza incomprensible, patológica. Escribe: «Inaceptable esa justicia arbitraria, ya que fusilar es ostentar el poder, prolongarlo por su único instrumento psicológico: el terror, terror que deviene poder a la primera muerte. Sí, la muerte como consigna del SUPREMO PODER que ella establece».

Espero la noche para soñarte, Revolución es el recuento de una experiencia poética en el infierno de las ilusiones, siempre seguidas por el miedo, el terror, el sacrificio consentido de los demás. Es un libro en que la isla física está ausente. Mucho antes de las descripciones actuales, ella sabía que las huellas arquitectónicas estaban condenadas a desaparecer por obra y gracia del tiempo o de la Historia. No se trata de una novela sino de una escritura a mitad de camino entre el susurro y el grito, entre la pesadilla y el análisis de esa pesadilla, entre la reflexión y el llanto. Tiene un carácter salmódico, como una liturgia para uso exclusivo de las generaciones venideras, un ejercicio esencial de la memoria. Como una advertencia al futuro o la certidumbre de que, desde el principio, todo podía ser peor. Y lo fue. Y el exilio se hizo interminable. Y La Habana se volvió cada vez más lejana. De todas formas, para todos (menos los turistas), para sus habitantes actuales como para sus exiliados, es sólo ruinas. Reales o mentales: ¿qué más da?

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