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No sólo argumento

Los dos Luises

LUIS MARGINYÁ

Premio Herralde de Novela, Anagrama, Barcelona, 342 págs.

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La madurez de los cuentos y novelas cortas recogidos en Losaéreos (1993) y Belinda y el monstruo (1995) pronosticaban ya el futuro de Luis Magrinyà como novelista. Y así ha sido. Los dos Luises, su primera novela, una obra plurisignificativa y compleja en sugerencias que han de ser desveladas más allá de las evidencias expresas, confirma una vez más que la lectura sigue siendo una actividad apasionante, liberadora y catártica, sobre todo porque el misterio y la fascinación emanan de la trama interior de la escritura y no dependen únicamente del pulso, la intriga y la suspensión de las anécdotas o del argumento.

Mediante una aparente sencillez en el transcurso de la acción y un tratamiento clásico de la linealidad narrativa, Magrinyà ha escrito una historia que comparte los caracteres de las grandes obras, ya que desarrolla una trama sin dobleces ni sorpresas argumentales, pero abre como contrapartida una rica bifurcación del sentido. El lector no se siente obligado en ningún momento a descubrir pistas recónditas, ni ve forzada su atención en la transcripción de claves inesperadas, ni está pendiente de lo que pasará después; antes al contrario, se deja llevar sin prisas por el ritmo equilibrado de una prosa densa cuya sintaxis envolvente le va proporcionando unas perspectivas diferentes a las que expresan los hechos narrados. Lo que importa no es, por tanto, lo que se cuenta ni las soluciones que se ofrecen, sino el trasfondo simbólico del relato.

Así, la voz narrativa del protagonista, que transmite en forma de confesión su tendencia a la inutilidad social y su primera experiencia laboral obligada por las presiones familiares y encauzada dentro de unos esquemas mercantiles que aborrece, acaba contando en síntesis una historia de suplantaciones y manejos turbios en el mundo del teatro que bien podría ser calificada de intrascendente e irrelevante. Ahora bien, esta historia de dirigentes, autores, críticos y público mediocres, en unos tiempos en que el teatro no pasa por sus mejores momentos de proyección pública, es un mero pretexto para establecer el sentido de la obra. Cualquier otra actividad cultural sería igualmente eficaz para los propósitos del novelista.

En consecuencia, la acción novelesca que ha creado Magrinyà, como habrá adivinado ya el lector, no tiene como objeto urdir un simple enredo argumental, digestivo y fácil, ni contribuir con otro título prescindible a la tendencia costumbrista de nuestros días. Y no por falta de material y de ingredientes folletinescos, que los hay de sobra en los personajes y las intrigas de la novela, sino porque Magrinyà ha pretendido y logrado otra cosa muy distinta, a saber, ha transformado el folletín costumbrista en una fábula intemporal sobre el poder y la arbitrariedad de la cultura, tanto desde el punto de vista individual como colectivo, perfectamente aplicable a nuestros días, al liberar su sentido de la concreción de los hechos y de los límites taxativos y estrechos de lo real. Como siempre, y esta es la gran labor de la literatura, la verosimilitud y la coherencia narrativas no están determinadas por los materiales empleados, sino por el uso y la configuración que se haga de ellos.

Con un gran dominio del discurso narrativo y dialoguístico, que encuentra en todo momento la palabra precisa y el remanso sintáctico propicio para la reflexión y el análisis, la novela rehúye las visiones unívocas y las soluciones explícitas, y en lugar de completar círculos temáticos, abre numerosas puertas a la interpretación y a la implicación del lector. Todo en ella –personajes y anécdotas– está dispuesto en función de las sugerencias y las indagaciones sucesivas en el entramado de las mediocres relaciones humanas que se establecen. De modo y manera que el teatro no es sólo ese motor ciego y ese espectáculo que dirige la vida de los personajes, sino el gran escenario que retrata a la sociedad y sus mezquindades, y el pequeño recinto de la Gaceta del Teatro, esa cocina –como gusta de llamarla el autor– donde se cuecen las decisiones y los intereses de la minoría dominante, no es sólo una publicación periódica sobre la vida teatral, sino el reducto del poder absoluto y arbitrario.

Por encima de Los dos Luises planea, sin duda, el mito del gran teatro del mundo. Sin embargo, no existe en la actitud de Magrinyà el propósito de convertir el mito en alegoría moral a la manera clásica, aunque sí la intención moral que conlleva toda visión crítica de la realidad. Su crítica entra a saco en varias caras del poliedro social de nuestros días y logra desenmascarar la imagen pública del equilibrio de fuerzas fundamentado en las apariencias, pero sobre todo arremete contra los principios de la corrección política que defiende entre otras patrañas, para mantenerse, el valor supremo de las pertenencias, la rentabilidad de la cultura o la legalidad de los empleos inútiles.

Nunca pasa nada, se puede concluir de la novela, mientras las personas y las cosas estén a la vista y en el sitio que se les ha asignado; todo vale mientras sea aclamado por el voto o el aplauso; el orden y la jerarquía garantizan las parcelas de la convivencia tras su máscara dorada de crueldad y estupidez; la moral informativa lleva aparejada una inevitable contradicción, ya que legitima la necesidad de informar a la gente y denunciar los problemas, los fraudes y las corruptelas, pero solamente con el fin de que esté informada y autoconsuele su conciencia, porque una vez conocidos, los problemas dejan de existir, ya han cristalizado y ocupado su nicho correspondiente.

Todo este material discurre, en fin, por el interior del protagonista, el cual, sin cuestionar nada, como un observador desafecto de los acontecimientos, los observa y presenta desde la óptica de la distancia. Su caracterización recuerda a otros personajes inolvidables de la literatura contemporánea que cuentan los hechos en que participan sin implicarse en ellos y ven la vida pasar como si no fueran suyos ni el existir ni el actuar. Ven el mundo como algo ajeno y su papel en la narración, por tanto, es el del mirón enajenado que se deja suplantar por el lector en la interpretación de la realidad, sencillamente porque el novelista actúa con tal habilidad que suscita en el lector la ilusión de que su percepción es mayor que la del propio narrador protagonista y sus conclusiones más acertadas.

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Ficha técnica

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