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Autor perdurable

LOS ASESINOS LENTOS

Rafael Balanzá

Siruela, Madrid

156 pp. 15,90 €

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Ganadora del premio Café Gijón, la novela Los asesinos lentos, de Rafael Balanzá (Alicante, 1969), confirma la unanimidad del jurado que alabó su «audacia narrativa». Sin ningún otro antecedente promocional que la buena acogida de Crímenes triviales, cinco relatos con el homicidio de común denominador, y el activismo cultural en El Kraken (2002-2009) –veintisiete números de una revista de culto considerada por Arrabal la mejor de Europa–, Balanzá supone una grata sorpresa en una sociedad literaria demasiado afectada por el síndrome Nocilla dream.

El autor alicantino no pretende epatar a nadie y su mayor mérito reside en destilar ingredientes de la novelística clásica y ofrecerlos al lector del siglo XXI con una prosa de economía expresiva y un argumento donde la idea no lastra la trama. Se detecta la influencia de Kafka y Dostoievski (horror del realismo cotidiano, remordimiento, sacrificio, crimen y castigo) y de Camus y Beckett (extrañamiento del personaje, absurdo existencial, suicidio, tragedia y ridiculez), pero tampoco cabe descartar las atmósferas del mejor Ian McEwan: el de Amor perdurable y El placer del viajero. Planteemos la pregunta de partida: ¿cómo reaccionaríamos si un extraño se convirtiera en la persona más allegada? O, lo que es peor: ¿qué podemos hacer si el mejor amigo o alguien con quien hemos compartido largos años de intimidades pasa del amor al odio, persigue nuestra destrucción moral o pretende darnos muerte?

En esos veneros crecen Los asesinos lentos de Balanzá. Valle y Cáceres son dos amigos que en los años noventa formaron un grupo de pop-rock. Tras una larga temporada sin verse, el reencuentro convoca los recuerdos en un café. Los gustos musicales, las anécdotas de los conciertos, los rollos con la gruppies y las borracheras compartidas en aquellos años insomnes y roqueros dan paso a que Valle anuncie a su amigo su inquietante propósito: ha decidido matarlo y quiere hacerlo muy pronto. Cáceres le pide explicaciones e intenta quitarle esa descabellada idea de la cabeza, pero sus argumentaciones resbalan sobre la férrea determinación de su interlocutor. Como en Amor perdurable, la única razón de Valle es la sinrazón. A partir de esa revelación, la hasta entonces apacible vida cotidiana de Cáceres va transformándose en pesadilla. La tienda de animales que regenta en un centro comercial empieza a recibir denuncias por la supuesta falta de higiene del local y el cuidado de las mascotas; la paranoia va trastornando al protagonista y le lleva a escudriñar en el ordenador de su hija para descubrir las imágenes de una farra sexual donde la adolescente demuestra sus habilidades masturbatorias. Y, para acabar de empedrar el infierno, su mujer le engaña con uno de sus amigos. El entorno social sólo invita al aislamiento, la huida o a someterse a la inmolación anunciada.

Hemos mentado Amor perdurable, y alguien pudiera pensar en El cabo del miedo. Pero no. Las pesquisas de ese hombre perseguido sin razón en busca de una explicación racional de esa persecución que culminaría con su muerte trocan el tremendismo por el anticlímax. Valle, el viejo amigo que quiso asesinarlo, cambiará de opinión: en lugar de la venganza predica ahora la fraternidad, enrolado en una iglesia evangélica. Pero ya es demasiado tarde. Enajenado del mundo familiar que otrora le proporcionó seguridad y cobijo, Cáceres se siente burlado por la repentina conversión de Valle, antes ex roquero y ahora, al parecer, ex verdugo: «Revitalizado por el odio pude iniciar con cierta entereza el camino de regreso a ninguna parte». Paradójicamente, el hombre que quería matarlo constituye el último agarradero antes de despeñarse por los abismos de la locura. Pero, como El extranjero de Camus, Cáceres-Meursault matará a Valle de forma absurda. Un asesinato que culmina con la confesión ante el capellán del centro donde Cáceres es un preso preventivo cuyo abogado lucha para que el juez cambie la sentencia de asesinato por homicidio negligente.

Llegados a este punto, ya nada importa. Lo que nos importa son las estaciones que han ido guiando el tránsito del protagonista hacia la locura. Balanzá dosifica magistralmente los diversos períodos de la angustia. Barema la manía persecutoria que ha desencadenado la amenaza de Valle y las extrañas denuncias que se ciernen sobre su Pet Shop. Son ciento cincuenta páginas narrativamente justificadas. La prosa despojada de hipérboles y el tono de dietario consiguen implicar el lector en la pesadilla del protagonista. Le hacen partícipe de la desolación ante la demolición de los valores morales que parecían garantizar el futuro de su familia.

Balanzá brinda puro suspense, pero se desmarca de los recursos de la serie negra. Una retahíla de interrogantes aleja toda posibilidad de pensamiento sereno. La «lógica malsana de la propia vida» impulsa la historia con ritmo taquicárdico. Entremedias, lecturas del libro de Job y un relato kafkiano que sirve de espejo al protagonista: un cúmulo de circunstancias absurdas desequilibran su visión del mundo hasta convertirlo en el asesino del amigo que había de matarlo a él. Y una moraleja: «La verdad más secreta del hombre es que lo más inmortal de él es el ridículo que hace». Los asesinos lentos revela a Rafael Balanzá como autor perdurable.

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Ficha técnica

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