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Lo que pasa cuando no pasa nada

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No falta el tipo de purista que cree que leer una pieza de teatro es, cuando menos, un error estético. La esencia de lo teatral, por supuesto, es la presencia escénica, las reverberaciones de la voz humana, la irreversibilidad del tiempo real que pasa y no vuelve, como la vida. Claro que las largas, apasionadas, repetidas lecturas silenciosas de nuestros dramaturgos favoritos revelan que tan rigurosa afirmación es falaz. Pero como todo dogma la aserción contiene una dosis de verdad: un texto es teatral en la medida en que adquiere una dimensión nueva e intransferiblemente diferente en el eco vivo de la voz de los actores, en la simple aparición humana a la luz de las candilejas. Las obras de Harold Pinter –que recibió el Premio Nobel de Literatura de este año– tiene un limitado interés como lectura, pero su resonancia en las tablas es memorable.Tal su gloria, pero también su limitación: Pinter no es el más grande dramaturgo contemporáneo, ni siquiera de las letras inglesas (honra atribuible a Tom Stoppard), sino el más refinado artesano del teatro moderno.

Buena parte del llamado teatro moderno consiste en hacer del texto una especie de partitura, de lectura árida y difícil, que sólo se justifica con la puesta en escena. Lo que, por lo demás, no es tan moderno. De la commedia dell'arte a la comedia de boulevard los profesionales de las tablas siempre supieron apuntalar y hasta sustituir un texto malo –vale decir: la virtual falta de texto– por la teatralidad básica del gesto elocuente, de la sabia inflexión, del simple movimiento de frenéticas entradas y salidas. La callada lectura de Georges Feydeau nada tiene que ver con el regocijado vértigo de un buen montaje; lo que pasa no es tan importante como la manera en que pasa. El impacto revolucionario del modernismo teatral de Samuel Beckett –premio Nobel de 1969 e influencia decisiva de Pinter– consistió, famosamente, en escribir piezas en que no pasa nada. En ese contexto, la obra de Pinter es derivativa. Otro virtuoso del artesanato teatral, Noël Coward, registra con admiración en su diario después de ver The Caretaker (1959): «No pasa nada, sólo que de alguna manera pasa». Lo que «pasaba» era teatro puro, de la misma manera que una pintura abstracta «representa» la pintura en estado puro.

Pinter, sin embargo, va más allá de Beckett, que se limitó a dar forma teatral a una obra que ya había cristalizado en poemas y novelas.Y va más allá porque Pinter es exclusivamente hombre de teatro (el resto de sus escritos estaría condenado, con toda justicia, al más denso ineditismo si no fuera por su fama de dramaturgo). Ante su virtuosismo profesional las piezas de Beckett, que le abrieron camino, quedan reducidas a una avasalladora fuerza elemental. Lo que se explica porque antes de escribir piezas Pinter fue actor de repertorio, que supo aprovechar las largas preparaciones que requiere una representación, especialmente las de una compañía shakespereana en gira por provincias, para adsorber la mecánica primordial de las tablas. De ahí la casi milagrosa rapidez y facilidad con que encontró su voz, ya en su segunda pieza (The Birthday Party, 1957), una de las mejores y más emblemáticas de su obra.

En ella el héroe, si vale la palabra, es asediado amenazadoramente por tres extraños que terminan por llevárselo a lo que sólo puede ser un destino tenebroso. En términos de coherencia narrativa, no pasa nada realmente a lo largo de los tres actos: diálogos de sordos, unos lentes destrozados, una agresión, una fingida fiesta de cumpleaños, son meras acciones –business en la jerga teatral inglesa– que no cuentan una historia, ilustran un argumento o profundizan en un personaje. Lo que se dice, poco o nada tiene que ver con las acciones. No nos enteramos de quién es Stanley ni por qué es acosado, ni quiénes son sus enemigos (aunque sepamos sus nombres), ni dónde ni para qué se lo llevan al terminar la pieza. El autor, con gran y natural desparpajo, nos niega toda la información esencial. La comparación con El proceso de Kafka, hecha por varios críticos, es correcta. Pero la pieza es un artefacto teatral puro, pero no lo son las diversas adaptaciones escénicas de la novela. Se comprende entonces la importancia de las famosas pausas pinterianas: son los momentos en que la presencia teatral roza una pureza y densidad casi insoportables. El «teatro de la amenaza» de Pinter, como ya ha sido llamado, se ocupa de la angustia que provoca la presencia de los desconocidos, y hasta de los conocidos, en un mundo hostil. Las pausas expresan todo lo que no sabemos y todo lo que tememos.

Hay quien atribuye esta visión paranoica del mundo a raíces biográficas. Hijo de inmigrantes judíos, evacuado de Londres en su niñez, durante los bombardeos nazis, Pinter supuestamente nos presenta los traumas de la violencia y del antisemitismo. Puede ser, pero creo que adivinar los secretos de la psique de un autor es una explicación algo fácil.Vale más atenerse a sus textos y pronunciamientos. La obra, como vimos, tiene una estirpe estética visible y comprobable. Lo que no tiene es un desarrollo. Pinter amplía y enriquece, aunque sin cambiarlo, su territorio escénico en lo que se llama su período realista, ampliamente considerado el mejor, que se cierra con The Homecoming (1964). En varias ocasiones, en Landscape (1967), No Man's Land (1974) y Betrayal (1978), obtiene nuevas síntesis, en las que la imposibilidad de la comunicación humana, la contaminación de la memoria, la solitaria ilusión del amor, cristalizan en momentos escénicos magistrales. Pero es justamente esa breve cronología y el carácter estrechamente teatral, sin dimensiones humanas o sociales, lo que hace de Pinter un sinfonista de sólo un instrumento limitado a tocar variaciones.A partir de cierto punto puede sospecharse que la desolada pobreza espiritual de los personajes y situaciones de su obra teatral, una vez admirado el virtuosismo técnico, es pobreza espiritual a secas.

Y hay más. Olvidemos caritativamente la notoria incapacidad de Pinter para escandir un verso. Pero es válido y hasta obligatorio –ya que la Academia Sueca le concedió el premio tanto por sus vociferaciones políticas como por sus silencios escénicos– tener en cuenta sus posiciones públicas, más allá del tono brutal y soez que usa en ellas: basta recordar que Pinter defiende a ultranza a genocidas certificados como Slobodan Milosevic y Sadam Hussein.Y su antiamericanismo comparte el lenguaje, el rencor y la textura del antisemitismo más torpe, que ya ha sido llamado de socialismo para tontos. El Comité Nobel ha premiado a Pinter por malas razones y, sin querer, ha dejado desnudas sus llagas. La desesperanza e impotencia moral que comunica su obra reflejan sus tiempos, pero reflejan de manera más implacable sus propias limitaciones. Primo Levi, que realmente entendía de violencia política, decía que equiparar asesinos y víctimas es «una enfermedad moral, una afectación estética o una siniestra señal de complicidad». La frase no sólo describe nuestra época sino también, en la medida en que se refleja en sus piezas, la obra de Harold Pinter.

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