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Lo cómico: una perspectiva francesa

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Confieso que el epígrafe que antecede responde de un modo no muy preciso a lo que quiero desarrollar en los párrafos siguientes y me he decidido por él más como resultado de la exclusión de otros que por su propia virtualidad. El título que me salía de manera más directa y espontánea era el de «humor francés», que tampoco era del todo exacto, pero que parece más sencillo y natural. Lo que pasa es que eso de ponerle calificativos nacionales al humor me suena a ensayismo esencialista, dar nuevamente la matraca del ser nacional, los caracteres de los pueblos y toda esa literatura que, por cierto, es tan refractaria a la risa como Drácula a los ajos. Y de paso, ya que estamos en ello, ¿existe o tiene algún sentido hablar de un humor específico de algunas naciones? A mí, la verdad, eso de hablar de humor francés me genera serias dudas, pero no es menos cierto que hablamos con naturalidad de humor británico y todos creemos entender perfectamente qué queremos decir con ello.

Ya sé que esto no es muy científico, pero el caso es que convencionalmente admitimos que los británicos tienen una vena de humor característica, presente en su literatura, en su teatro, en el cine y en su cultura en general. Nadie osa discutirlo. No sé si es una cuestión de proximidad cultural, pero desde nuestra perspectiva otro tanto podríamos decir de los italianos. Yo digo ahora humor italiano y todo el mundo sabe de qué estoy hablando, y hasta probablemente, si usted peina canas, le vendrán de inmediato a la mente los rostros de Alberto Sordi, Dario Fo o Roberto Benigni. Más aún, todos tenemos una idea del sentido italiano de comicidad, un poco en la onda de ese chiste que habrán oído alguna vez: «¿Por qué en los autobuses italianos prohíben al conductor contar chistes? ¡Porque es peligroso soltar el volante!»

Del mismo modo que puedo referirme con naturalidad al humor británico o italiano, por poner dos casos indiscutibles, no se me ocurriría hablar de humor ucraniano, paquistaní o sudanés, y no exactamente porque esos países carezcan de él –cuestión sobre la que no tengo ni puñetera idea?, sino simplemente porque no aportan, que yo sepa, especificidad humorística alguna. Eso me remite nuevamente al caso francés, pero, sobre todo, me obliga a entrar en una dimensión subjetiva tan molesta como, en el fondo, inevitable. Cogeré el toro por los cuernos: si me obligan a pronunciarme sobre si, en mi opinión, existe el humor francés, les tendría inevitablemente que contestar en tono afirmativo, con rotundidad. No podría ser de otra manera. La cultura francesa es tan rica y variopinta que sería impensable que careciera de dimensión cómica. Ahora bien, que haya humor, incluso mucho humor, en la cultura francesa, no es exactamente lo mismo que el hecho de que exista un estilo francés (o varios, que para el caso es igual) de hacer humor. De esto no estoy tan seguro.

Cuando digo que no estoy tan seguro, no traten de entenderme entre líneas. Lo digo así porque en verdad albergo planteamientos contrapuestos. Como rendido admirador de la cultura francesa, en la que me he formado, no tengo empacho en decir que una de las peores cosas que puede pasarte un sábado por la tarde es tener que ver –sin el alivio de echar una cabezadita? una de esas comedias francesas tipo Amélie, La cena de los idiotas, Bienvenidos al Norte o C’est la vie! Mucho antes, cuando era adolescente, me recuerdo viendo las películas de Louis de Funès o Jacques Tati y preguntándome perplejo dónde estaba la gracia. Me apresuro a reconocer, como dije antes, que es cuestión de gustos, naturalmente. También me recuerdo queriendo terminar Gargantúa y Pantagruel y dándome finalmente por vencido. Sí terminé, porque era más digerible, Bouvard y Pécuchet, pero a lo mejor mis expectativas eran demasiado elevadas. Desde luego, no me entusiasmó. Y así podría seguir, pero creo que es suficiente para reflejar mi muy moderada afición hacia la sátira francesa.

Y bien, digo todo esto porque, por pura casualidad, me he visto de pronto con un par de libros de humor sobre mi mesa de trabajo. No sé si humor francés, en el sentido que antes señalaba, pero sí, desde luego, humor de dos grandes autores franceses, nada menos que Stendhal y Henri Bergson. Los dos, además, se titulan, otra curiosa coincidencia, exactamente de la misma manera: La risa. El de Stendhal lo publica Interzona, una editorial bonaerense (aunque consigno como dato significativo que está impreso en Hong Kong). Es una antología de diversos textos –reflexiones? sobre el humor del novelista francés. La compilación la ha realizado Matías Battistón (la traducción y el prólogo también son de él). Se trata de un volumen de pequeño formato y escaso número de páginas (unas ciento cuarenta), y aun así resulta bastante reiterativo, porque Stendhal no escribió estas consideraciones sobre la comicidad con una inspiración pareja a la que derrochó en sus obras memorables.

Stendhal se apoya en Hobbes para señalar tres características fundamentales de la risa: «Ver, de un modo imprevisto y con total claridad, nuestra superioridad sobre otro hombre». Son necesarios, en su opinión, esos tres elementos ?lo imprevisto, la claridad y la superioridad?, que examina por separado. Los únicos límites de la risa vienen determinados por la compasión y la indignación. Stendhal se interesa por el sentido del ridículo, por la burla y por el arte de hacer comedias, entre otras cosas. Pero no hay una continuidad propiamente dicha en las páginas que integran el volumen, porque los textos compilados son de procedencia muy heterogénea y el conjunto da la impresión de chispazos y ocurrencias, nada más, y casi siempre en un tono más bien plano. Además, las continuas alusiones al contexto cultural del momento provocan un distanciamiento inevitable al lector de hoy, que encontrará, en definitiva, poca cosa rescatable en la reflexión del novelista francés.

Todo lo contrario sucede –o me sucede, si lo prefieren? con La risa de Henri Bergson, que lo único que tiene en común con el libro de Stendhal es su brevedad, hasta el punto de que cabría hablar de opúsculo, si nos limitamos a dar cuenta de la extensión en páginas. Pero, ¡qué concentración de contenido en ese librito, sólo menor en apariencia! Adelanto –y he querido dejar clara constancia de ello desde el primer momento? que hablo en términos que pueden ser tildados de subjetivos. No pretendo hacer un análisis completo de la concepción de la risa en Bergson ni, mucho menos, estudiar el papel que otorga al humor en el conjunto de su filosofía. Por tanto, aunque para muchos sea casi una herejía, desgajaré sus reflexiones sobre la comicidad del resto de su obra. Entresacaré algunas ideas que me han parecido brillantes, quizá simplemente porque coincido con ellas o me identifico con el punto de vista del filósofo francés. Lo siento: en los párrafos que siguen, no voy a tratar de intuición, duración, conciencia o el resto de los tópicos bergsonianos. Sólo de humor, de una manera caprichosa y diletante.

Por lo pronto, me gusta mucho el punto de partida, aunque supongo que a muchos puede parecerles demasiado elemental. Bergson establece cuatro aseveraciones como plataforma básica de una reflexión que pronto alcanzará más altos vuelos. Son constataciones elementales, al alcance de la experiencia de cualquiera, pero yo creo que constituyen un magnífico despegue. La primera, la diversidad de lo cómico: «¿Qué puede haber de común entre la mueca de un payaso, el retruécano de un vodevil y la primorosa escena de una comedia? ¿Cómo destilaríamos esa esencia única que comunica a tan diversos productos su olor indiscreto unas veces y otras su delicado perfume?» Es verdad, y así lo hemos sentido o pensado todos alguna vez, que el humor se resiste a la aceptación de un mínimo común denominador, hasta el punto de que sólo una tautología inútil carecería de reparos: cómico es todo aquello que contiene comicidad.

La segunda premisa no es menos obvia: sólo el hombre ríe, lo que nos permite dar la vuelta y decir que en vez de «animal racional» o «bípedo implume», podríamos definir al hombre como el ser que ríe. Pero se pueden dar algunos pasos más en esa línea: la risa nos humaniza. O, dicho otra vez de forma complementaria, fuera del ámbito humano es imposible encontrar nada cómico. Ante una porción del planeta, contemplada como paisaje, el hombre dará rienda suelta a sus emociones. Hablará de un paisaje «bello, sublime, insignificante o feo, pero nunca ridículo». Nuestros primos irracionales pueden tener muchas cosas en común con nosotros, pero no, desde luego, la risa. Sólo cuando los humanizamos podremos encontrar algo de comicidad: «Si reímos a la vista de un animal, será por haber sorprendido en él una actitud o una expresión humana».

La tercera me parece fundamental o, mejor dicho, considero que es la clave sobre la que se asienta la filosofía bergsoniana del humor. Es fácil de plantear: risa versus emoción. La risa requiere una cierta insensibilidad. Cuando nos dejamos llevar por la emoción y los sentimientos, cuando se acentúa la empatía con lo que les pasa a otros seres humanos, difícilmente puede tener cabida o acomodo la perspectiva cómica. Por el contrario, cuando nos distanciamos de manera natural o forzada, cuando asistimos al espectáculo de la vida como espectadores indiferentes, casi todo drama se convierte en comedia. Como dice Bergson con perspicacia, «basta que cerremos nuestros oídos a los acordes de la música en un salón de baile, para que al punto nos parezcan ridículos los danzarines». Lo cómico, sigue argumentando nuestro filósofo, exige «como una anestesia momentánea del corazón». Pero de aquí se deriva una consecuencia de largo alcance. Si los sentimientos repelen la comicidad, ¿a quién se dirige, a quien apela ésta? La respuesta es obvia: a la inteligencia. Bergson matiza: «A la inteligencia pura».

Pero –y este es el cuarto postulado? ninguna inteligencia puede vivir sola, aislada o al margen de las demás. No podríamos degustar lo cómico si estuviéramos en soledad. Es como si la risa necesitara siempre un eco, un eco social. Uno no se ríe solo. Mejor dicho, cuando alguna vez sorprendemos a alguien solitario con una sonrisa en la boca, a menos que esté hablando por el móvil o poniendo un WhatsApp, pensamos inevitablemente en un idiota. Calificamos de sonrisa bobalicona las muecas de aquellos que se ríen solos. No hay nada más triste que contarse un chiste uno mismo, sin nadie al lado. No hay nada que exija tanta complicidad como la risa. Una comedia en un teatro vacío casi produce melancolía. Con el teatro lleno, las risas de los demás desatan las propias.

Bergson toca como de pasada algunos elementos coadyuvantes de la comicidad, como la distracción y el ridículo. Ambos, como todos sabemos, están profundamente relacionados, sobre todo en un determinado sentido: la distracción frecuentemente desemboca en el ridículo, aunque no todo ridículo, ni mucho menos, sea imputable a la distracción. Quizás el matiz más relevante, por lo que tiene de fondo común a una y a otro, sea la falta de voluntariedad. Lo verdaderamente cómico, dice Bergson, es inconsciente. Aquí señala el filósofo con perspicacia una notable diferencia en el comportamiento entre el hombre trágico y el bufón: «Un personaje de tragedia no cambiará en nada su conducta porque llegue a tener noticia del juicio que nos merece. Podrá ocurrir que persevere en ella, aun con plena conciencia de lo que es, aun con el sentimiento clarísimo de horror que nos inspira. Pero un hombre ridículo, desde el instante en que advierte su ridiculez, trata de modificarse, al menos en lo externo».

Siendo todas esas apreciaciones interesantes, lo esencial en el análisis de la comicidad de Bergson gira en torno al concepto de lo mecánico. El comportamiento mecánico, como de autómata, caracterizado por su regularidad y rigidez, es, en su opinión, el hontanar del que surge cualquier tipo de comicidad. Así, toda deformidad susceptible de imitación se convierte en cómica, como muy bien saben hasta los niños cuando se burlan de alguien con dificultades en el andar o en el habla. El propio arte del caricaturista («que tiene algo de diabólico») se basa, en el fondo, en el mismo principio: convierten la expresión natural de un rostro en mohín o mueca. La genialidad del caricaturista consiste, sin embargo, en mostrar que esa deformación retrata al personaje mejor que su estado normal: de este modo, hasta un tic nervioso, bien captado, puede convertirse en espejo del alma. El espectador se ríe porque el caricaturizado queda de pronto completamente desnudo, mucho más desnudo que si se hubiera volatilizado su ropa.

Es verdad que la propia naturaleza colabora a veces en ese proceso: hay caras que parecen contener su propia caricatura, casi deseosas de que algún observador genial sepa captarla. Pero en todo ello se comprueba que lo cómico se basa no tanto en la fealdad como en la rigidez: «Las actitudes, gestos y movimientos del cuerpo humano son risibles en la exacta medida en que este cuerpo nos hace pensar en un simple mecanismo». La imitación que nos hace gracia no hace más que provocar que aflore lo mecánico del comportamiento humano. Casi cualquier gesto de una persona, cuando es otro quien lo imita, se convierte en ridículo –o convierte en ridículo al imitado? y por eso, inevitablemente, nos hace reír. Lo más interesante, empero, es el matiz que añade Bergson a continuación: somos imitables en la medida en que dejamos de ser nosotros mismos. Se imitan nuestros gestos cuando dejan de ser genuinos y se convierten en impostados, es decir, mecánicos o estereotipados. Esto se ve claro en la típica imitación de los dictadores o personajes de gran empaque: la imitación les convierte en lo que realmente son, fantoches, seres grotescos, figurones ridículos. En definitiva, encontrar lo mecánico en la vida produce risa.

Llegados a este punto, viene al pelo recordar lo que antes se dijo sobre el carácter social de lo cómico. Un sujeto caracterizado como autómata produce hilaridad. Pero si, en vez de uno, son varios los caricaturizados de ese modo, todos idénticos entre sí, todos moviéndose de modo acompasado, tomando las mismas actitudes, haciendo los mismos gestos, el efecto cómico será mucho mayor. Pues si ya es chocante el individuo mecanizado, diez o más mecanismos humanos producen una poderosa impresión de falsedad o mistificación que termina desembocando en la carcajada. Debido a ello, la vertiente ceremoniosa de la vida social –muchos individuos haciendo lo mismo: desfilando, actuando o simplemente permaneciendo firmes, como estatuas? tiene una soterrada vis cómica a disposición de quien sea capaz de sacarla a la luz. La propia Naturaleza arreglada mecánicamente constituye un motivo cómico.

Demos un paso más, siempre en el mismo sentido. El automatismo de un funcionario que actúe como una máquina aplicando ciegamente un reglamento es un motivo clásico en la comedia. La aplicación de la ley a espaldas de las circunstancias concretas, también. Bergson cita dos casos concretos: «Hace unos años naufragó en los alrededores de Dieppe un gran paquebote. Algunos pasajeros lograron salvarse en una embarcación después de muchos trabajos. Unos aduaneros que habían acudido valerosamente a socorrerles empezaron por preguntarles “si no tenían algo que declarar”. Algo análogo se encuentra, aunque la idea sea más sutil, en aquella frase de un diputado que interpelaba a un ministro al día siguiente de un resonante crimen cometido en un tren: “El asesino, después de haber rematado a su víctima, debió de apearse a contravía, violando los reglamentos administrativos”».

Es cómico, sigue argumentando Bergson, todo cambio brusco de perspectiva. Así, imaginemos que estamos escuchando atentamente y con admiración un discurso de alto contenido moral. En el momento más patético de su discurso, el orador no puede contenerse y estornuda aparatosamente. ¡No podemos contener la risa! Lo mismo podría decirse, por ejemplo, de una ventosidad o una necesidad urgente en el momento menos oportuno. Recuerdo que Milan Kundera describía en La insoportable levedad del ser (trad. de Fernando de Valenzuela, Barcelona, RBA, 1992) un encuentro entre los amantes marcado por un detalle imprevisto: a ella «empezaron a sonarle las tripas» (p. 43). En las Memorias de Josep Maria de Sagarra (trad. de Fernando Gutiérrez, Barcelona, Anagrama, 1998) hay una descripción antológica de un banquete que empieza «con la debida compostura» y termina en una monumental algarabía, con un mozalbete al que «se le escapó un pedo descomunal de una sonoridad perfecta» (pp. 875-877). Basta a veces una leve metedura de pata o una simple incongruencia en el momento culminante, como una despedida fúnebre: «El finado era virtuoso y rollizo». En el fondo, esta es la razón por la que no vemos a los héroes trágicos haciendo las necesidades cotidianas. Los personajes de un drama no pueden confesarnos que tienen frío, que les duelen los pies o que no pueden aguantarse las ganas de orinar: «Y hasta rehúyen sentarse ?sigue diciendo Bergson?. Sentarse a la mitad de una tirada de versos equivaldría a recordar que se tiene cuerpo». Es exactamente lo opuesto a lo que sucede con un personaje cómico.

En fin, no voy a seguir, porque ya me he extendido demasiado y, sobre todo, porque el pequeño tratado sobre la risa de Bergson sigue desgranando situaciones, elementos y matices que darían para unas acotaciones tan extensas o más que el propio librito de marras. Y ahora, a estas alturas, me pongo a pensar acerca del punto al que hemos arribado. Empezamos hablando de si había una especificidad francesa respecto al humor y hemos terminado glosando algunas ideas de una pequeña obra maestra sobre el humor escrita por un gran filósofo francés. Pero nada hay en las reflexiones de Bergson sobre la comicidad que pueda tildarse de localista. Me atrevo a afirmar incluso que nada o muy poco hay de genuinamente francés, salvo los ejemplos concretos que aduce para ilustrar sus tesis. Todo lo que dice podría aplicarse sin apenas rectificación a otras coordenadas culturales, hasta conformar eso que normalmente entendemos por universalidad. Ahora que lo pienso, puede ser por eso precisamente por lo que me siento tan identificado con su análisis: no se trata de una perspectiva francesa de lo cómico, sino de un enfoque de carácter universal.

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