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El pulidor de palabras. Diálogo con Fernando Aramburu

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A veces las obras más conocidas de un autor, lejos de revelar lo que hay en su interior, solo nos muestran ángulos y esquinas, nunca esas estancias íntimas donde se encuentran las claves y secretos de su orbe literario. El éxito de Patria ha eclipsado el resto de los libros de Aramburu. Se trata de una gran novela que marca un hito en nuestras letras, pero que solo nos ofrece una perspectiva tangencial de su creador. En Patria descubrimos una voz con un fuerte sentido ético y una aguda comprensión de los afectos humanos. Frente a los que quieren convertir una historia de violencia y crueldad en una gesta épica, Aramburu les pone un rostro a las víctimas, destacando su sufrimiento. Con el correr de los años se olvidarán nombres como Fernando Buesa, José Luis López de Lacalle o Miguel Zamarreño. Sin embargo, Txato, el pequeño empresario asesinado por ETA en Patria, seguirá ahí, mostrando la ignominia del terrorismo. Aramburu no es amigo de patrias ni banderas. Cree en las personas, no en los dogmas. Desconfía de cualquier ideología que agite consignas o certezas. ¿Qué hay más allá de esa actitud existencial? Aramburu ha escrito dos obras autobiográficas que —sin caer en el exhibicionismo— nos revelan su cartografía íntima, esas vivencias sin las cuales no se entiende su trayectoria humana y literaria, su necesidad de buscar nuevos caminos, rehuyendo cualquier forma de estancamiento. Hablo de Las letras entornadas y Autorretrato sin mí, dos libros que me han proporcionado una grata sensación de cercanía, pues en ambos casos la materia con la que trabajaba el autor no es una ficción, sino su propia vida.

Las letras entornadas es una larga conversación con un Viejo que se define como un disfrutador. Sus principales deleites son una copiosa biblioteca y una bodega con ciento cincuenta botellas de vino. Aramburu le narra su infancia, complacido por un escenario que reúne la serenidad del saber y la saludable euforia de una bebida que ha acompañado a muchos artistas y creadores, ejerciendo de musa benévola. Según su madre, el escritor vasco nació «en un sitio para monjas donde no había que pagar». Fue un 4 de enero de 1959 en la maternidad de la villa de San José, en el barrio de Ategorrieta de San Sebastián. Aramburu reconoce que de niño le «rozó el orgullo localista», pero sin mucho convencimiento. Lo que siempre le gustó —y en eso no ha cambiado— fue «haber nacido cerca del mar», como Pío Baroja. Sin embargo, no entiende que el autor de La busca y El árbol de la ciencia hable de cambios en el paisaje marino. «El mar —escribe Aramburu—, por mucha ola que vaya y venga y por mucho barco que lo surque, siempre es el mar». Yo -que no he nacido cerca del mar, pero que he pasado muchos veranos en la costa mediterránea- no tengo esa impresión. Siempre he pensado que el mar cambiaba sin cesar. Desde el balcón de mi casa, a veces parecía verde y otras, azul; o se teñía de castaño a causa de un banco de algas. En algunos momentos transitaba hacia el negro y se hinchaba, levantando olas que rompían violentamente contra un espigón. Podía avanzar o retroceder, lamer suavemente la orilla o devorarla, abriendo surcos en la arena. Parecía un ser vivo, con cambios de ánimo y no simple e imperturbable materia. Me pregunto si Aramburu y yo solo proyectamos en el mar nuestros anhelos e impresiones, ignorando lo que realmente es. A fin de cuentas, la comprensión humana siempre es una perspectiva, no un hecho objetivo. Yo crecí entre horizontes estrechos. Algo inevitable en una gran urbe. Tal vez por eso el mar incendiaba mi imaginación. Aramburu creció en una ciudad marítima y siempre pudo contemplar un vasto horizonte. Quizás las diferencias entre dos vidas vienen marcadas por lo que la mirada puede escrutar. Los ojos son ventanas que forjan nuestra manera de ser, sin que apenas lo apreciemos.  

Fernando Aramburu, por Gabriele Pape.

Aramburu sostiene que el mar le servía de orientación. Más adelante, pasó tres años en Zaragoza y a veces se perdía. Necesitaba planos para llegar a ciertos lugares. Le sucede lo mismo en Hannover, donde reside ahora. En cambio, nunca le ocurrió eso en San Sebastián, pues el mar siempre actuaba como una referencia inequívoca. Para Aramburu, el mar era pesca, baños, fútbol playero, paseos en bote. Dicho de otro modo: libertad. La posibilidad de romper ataduras y viajar hasta tierras lejanas. Yo sentí algo parecido durante mis veranos. Frente a las distancias acotadas de las ciudades, el mar encerraba una promesa de infinitud, misterio, aventura. El mar era Stevenson, Salgari, Verne. Siempre me preguntaba qué había más allá del horizonte, fantaseando con islas llenas de tesoros, buques con la bandera corsaria, cañones escupiendo fuego y capitanes como Long John Silver, con un guacamayo en el hombro. También imaginaba sus profundidades, preguntándome si se celebraban exequias como las narradas en Veinte mil leguas de viaje submarino. Ahora vivo en Castilla, con una casa que mira a la estepa y siento que esas llanuras amarillas, ocres o verdes son un mar que tiembla, gime o se sume en un silencio profundo. No hay barcos, pero sí movimiento y vida, misterio y quietud, apertura y ensimismamiento.

Aramburu creció en un barrio humilde de las afueras, «de esos que nunca salen en las postales». Las ventanas de su casa se abrían sobre un campo donde un casero segaba la hierba con su guadaña. Los niños formaban enjambres que se disputaban un balón. Por entonces, pocas familias tenían un televisor. Proliferaban las familias numerosas, pese a la escasez de medios. Aramburu visitó muchas casas y en ninguna encontró una biblioteca. Su padre era operario en Artes Gráficas Valverde. «Operario —escribe Aramburu con humor— suena menos crudo que obrero, pero es lo mismo». Durante una visita a la fábrica donde trabajaba, el futuro escritor vio a su padre sumido en la penumbra de un sótano oscuro, con un mono de trabajo y agua hasta los tobillos por culpa de la rotura de una tubería. Nunca olvidó esa imagen: «Mi padre, que era un hombre bondadoso, dotado de un gran sentido del humor y de una generosidad sin límites, me aportó el mejor ejemplo posible de lo que a toda costa convenía evitar en la vida». Aramburu eludió ese destino, que parecía el suyo, aferrándose a los libros y estudiando el idioma. Enseguida aprendió dos cosas: «una, a no fiarme de los señoritos revolucionarios que viven como reyes y lavan su mala conciencia disfrazándose, cuando lo pide la ocasión, con monos de trabajo; y dos, que en cualquier modelo de sociedad el hombre sin cultura se lleva siempre la peor parte, si es que se lleva algo».

Como el resto de los niños de su barrio, Aramburu se pasó la mayor parte de su infancia en la calle. No importaba la lluvia, el frío o el calor. A menudo se adentraba con otros chavales en el monte para robar fruta de los cerezos, los castaños y los manzanos. Allí fumaban a escondidas y construían cabañas. Vivían como hordas prehistóricas. No enfermaban ni engordaban, pero eran «muy salvajes». Organizaban peleas a pedrada limpia y fabricaban tiragomas, lanzas y arcos con palos de avellano. Abundaban las pistolas de plástico y los más afortunados disponían de cartuchera, cinturón y sombrero. «Me recuerdo raras veces enfermo. Magullado, sí, cada dos por tres, siempre delgado, siempre en movimiento». Mi infancia fue muy diferente. En mi casa sí había libros, pues mi padre era escritor. Empecé a leer pronto. Primero los clásicos juveniles y, algo más tarde, las novelas de Dickens y Galdós, especialmente los Episodios Nacionales. Vivía en el barrio de Argüelles. En el centro de Madrid, los niños no se reunían en pandillas. Se jugaba en las casas. La prematura muerte de mi padre acentuó mi tendencia a la soledad y quizás provocó una depresión infantil, nunca diagnosticada. Me daba miedo salir de mi cuarto, apenas tenía amigos, me refugié en un mundo de fantasías y ensueños. El Capitán Trueno y el Jabato me parecían más reales que el mundo exterior, un lugar hostil y que apenas me interesaba. Estudiaba y leía en la cama, pues solo me sentía seguro bajo las sábanas. Cuando llegué a los doce años, sentí la necesidad de abandonar mi aislamiento. Empecé a relacionarme con otros niños y no tardé en descubrir que me había convertido en un chaval tímido y asustadizo. Como se burlaban de mí, resolví ganarme el respeto de mis compañeros cometiendo toda clase de temeridades. Entre mis hazañas, destacaría una bajada suicida en bicicleta por unas escaleras que desembocaban en un camino de tierra. Calculé mal y choqué contra un seto, saliendo despedido con tanta violencia que me partí una ceja. Puse en riesgo mi integridad física, pero me gané el respeto de mis compañeros y pude presumir de una bonita cicatriz que acreditaba mi valor.

Aramburu nos cuenta que el primer libro que leyó fue el Lazarillo de Tormes. No fue una elección libre, sino una tarea escolar. Dado que no le apetecía esforzarse, fingió que lo había leído, lo cual le costó una bofetada propinada por un agustino. Eso le hizo detestar la literatura durante un tiempo. La lectura le educó en la serenidad y el recogimiento, aplacando su ardor bélico. En mi caso, el primer libro fue Crimen y castigo, de Dostoievski. Ya había leído otros libros, pero esta fue la primera obra que abordé con la conciencia de internarme en un territorio nuevo: la literatura. Ya no se trataba de pasar el tiempo, sino de averiguar por qué pasaba y qué podíamos esperar. La literatura me reveló que la vida es una experiencia problemática, un enigma que soporta todos los asedios. Crimen y castigo fue una lectura impuesta por mi profesor de Literatura y Lengua Castellana. Paradójicamente, Aramburu y yo descubrimos la literatura mediante lecturas obligatorias. A veces, los hallazgos más felices se producen por los cauces menos poéticos. Aramburu se había iniciado en la lectura de tebeos gracias a Juana Goicoechea, su abuela. Juana era «una mujer grande» y de temperamento adusto. «Una casera iletrada de Asteasu», viuda desde la guerra civil y con un castellano defectuoso. Juana le entregaba un duro a su nieto cada vez que la visitaba. Aramburu se gastaba el dinero en la librería Angeli, adquiriendo tebeos de Roy Rogers, Hopalong Cassidy o El Llanero solitario, su preferido. Después, en un colegio de agustinos –yo estudié con los jesuitas- se encontraría con inesperados y formidables gigantes: el Lazarillo, el Quijote, Los sueños de Quevedo, Larra, Bécquer y las novelas de Pío Baroja en la colección Austral. Lecturas forzosas para un niño con una comprensión limitada de las cosas, pero con una curiosidad creciente. Años más tarde, sería profesor de niños y adolescentes en dos colegios públicos de Alemania.

Aramburu defiende una pedagogía basada en la cultura compartida. Evoca a un maestro que les leía fragmentos de Juan Salvador Gaviota en clase, desplegando dotes de comediante. Yo viví algo parecido con Historias de cronopios y famas, de Julio Cortázar, e intenté llevarlo a la práctica con un éxito desigual, pues fui profesor de filosofía en institutos de la Comunidad de Madrid.  Algunos se sorprenderán de que un autor serio cite a Richard Bach. A mí no me sorprende. Aramburu tiene un gran sentido del humor, quizás fortalecido por su implicación en la agitación surrealista ejercida desde CLOC, grupo de Arte y Desarte, donde también militaba su entrañable amigo Francisco Javier Irazoki. No me cuesta trabajo imaginar a los dos confabulados en las ceremonias más absurdas, movidos por las feroces irreverencias de la juventud. Aramburu celebra que los adolescentes lean Harry Potter o cualquier otro best-seller capaz de introducirles en el universo de las letras. Al pensar en los que critican estas lecturas desde una posición elitista, escribe: «Asombra comprobar lo tontos que pueden llegar a ser a veces los inteligentes».

Con la perspectiva de la edad, el escritor vasco se describe a sí mismo con saludable ironía en Autorretrato sin mí: «Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu. No voy a quejarme. Hay desiertos peores». El encuentro con Camus fue fundamental en su evolución personal: «Vivo desde entonces en un paisaje ético». «Succionado» por Alemania, donde le esperaba el amor y la paternidad, mantiene una rutina estricta que explica su obra prolífica: «Este hombre me hace madrugar para cumplir a diario el sueño de un lejano adolescente que quería ser escritor. Llevamos tanto tiempo juntos que ya no sé si él es yo o yo soy él. Hemos acumulado otoños, libros y una muchedumbre de hojas caídas que forma un suelo de serenidad. Compartimos lo bueno y lo triste. Aún respiramos con los pulmones también compartidos».

Me resulta particularmente conmovedora la forma en que Aramburu habla de sus padres. Hace unos años, cuando el escritor ya habría obtenido premios y reconocimientos, se reunió con ellos para comer. Aún no había llegado el éxito colosal de Patria, pero su nombre y su fotografía aparecían habitualmente en los periódicos. El padre se disculpó ante su hijo, lamentando que ni él ni su madre hubieran podido enseñarle nada. Aramburu discrepó, alegando que le habían enseñado muchas cosas. Ambos le habían prodigado afectos y cuidados, y le habían transmitido valores como la laboriosidad, el desprendimiento, la modestia. Un lejano día de Reyes le regalaron un escritorio con una fila de cajones en un costado. Fue su forma de manifestar su apoyo a su vocación literaria. Además, le compraron una enciclopedia a plazos y le pagaron los estudios universitarios. Los padres de Aramburu le inculcaron esa ética del trabajador que intenta estar siempre a la altura de los retos, no escatimando esfuerzos, y le infundieron esa indulgencia hacia sus semejantes, sin la cual la literatura solo es un formalismo muerto.

Aramburu no ignora que otros escritores, con circunstancias quizás más propicias, quizás lo tuvieron más difícil. En mi casa, como ya he dicho, sí había una notable biblioteca familiar. Más de cinco mil volúmenes, algunos del siglo XVIII y XIX, pero la temprana muerte de mi padre lo desbarató todo. El paisaje de mi niñez apenas incluye briznas de felicidad: mi madre a oscuras en el despacho de mi padre, sin mover nada durante diez años, ni siquiera las gafas que dejó encima de la mesa; mi hermano Juan Luis transitando de la euforia a la tristeza, sin que comprendiéramos que sus cambios eran síntomas del trastorno bipolar, señales de socorro de un futuro suicida; mi hermana Rosa luchando encerrada en su cuarto con los libros y los apuntes de la carrera como si fueran el último salvavidas de un buque que se va a pique, pues los azares de la genética no habían sido benévolos y habían determinado que naciera con múltiples patologías físicas. Recuerdo esos años como una larga travesía por una ciudad en ruinas. Allí solo había luto, desesperación y una eterna penumbra. Aramburu creció en un hogar donde había algo que yo no conocí: equilibrio, amor a la vida, confianza en el porvenir. No hay un destino escrito. La vida nos esculpe con golpes de cincel, pero no es imposible arrebatarle esa herramienta y labrar un camino alternativo. Aramburu lo hizo y yo lo estoy haciendo ahora. Tardíamente, pero con esperanza.

II

Aramburu contesta a mis preguntas desde Alemania. Las nuevas tecnologías no han borrado las fronteras, pero sí han facilitado la comunicación. Hemos sido compañeros en El Cultural, compartiendo página en más de una ocasión. Desde hace años sigo su trayectoria con mucho interés. Me recuerda a Pío Baroja en algunas cosas —los dos son escritores periféricos y sin artificios retóricos—, pero con una importante diferencia: Aramburu no es pesimista y no transige con los exabruptos.

—Cuatro años después de la publicación de Patria, ¿consideras que la obra ha marcado una inflexión en tu vida y en tu obra? No hablo del éxito, sino de tu relación con la literatura. ¿Ha cambiado algo? ¿Se puede hablar de un antes y un después?

Tendría que agotar mis provisiones de falsa modestia para afirmar que la repercusión descomunal que tuvo Patria pasó como un viento imperceptible por mi biografía. El libro sigue reclamando mi atención, aunque ya no tanto como en los primeros años. Esto, lo reconozco, impide que desaparezca por completo del área de mis reflexiones. Ahora bien, no he tenido piedad a la hora de apartar esta novela, a la que tanto debo y a la que tan agradecido estoy, de mis actividades de escritorio. Pronto le vi los colmillos al éxito. A fin de que no me despedazara, adopté un plan de resistencia que al mismo tiempo era un plan de trabajo asentado en una triple decisión. Me prohibí comentar comentarios. Concedería, sí, entrevistas, pero en ningún caso invertiría tiempo ni energía opinando sobre las opiniones de mis críticos, fueran estos hostiles o lisonjeros. Me prohibí asimismo publicar novela en los siguientes cinco años, no así dedicarme al género, cosa que he hecho con la intensidad de costumbre. De paso, le pedí ayuda a la poesía, a la que regresé luego de establecer un acuerdo con ella que básicamente consistió en tomármela en serio y en no limitar la tentativa a mi propia creación. Yo diría que Patria no me impuso una cesura en mi relación con la actividad literaria; pero, por otro lado, si lo hubiera hecho, ¿qué más da?

—Hace tiempo que pasó la moda del escritor comprometido, pero Patria puede interpretarse como un ejercicio de ciudadanía que afronta el terrorismo de ETA desde la perspectiva de las víctimas. ¿Crees que al escritor le corresponde ser la conciencia crítica de la sociedad?

Este debate ya me parecía insustancial en la adolescencia, cuando advertí que admirables autores perpetraron mamarrachadas literarias cuando se metieron a promocionar ciertas teorías políticas y vi que en no pocos casos eso que llamamos compromiso era un albergue de talentos limitados y de ambiciones desvinculadas del arte. Hay dos factores sin cuya consideración el asunto este del compromiso social del escritor no tiene ningún sentido. El primero, a pesar de que constituye una evidencia, se suele obviar con llamativa facilidad. Para que una obra literaria deje poso en el pensamiento de una época ha de ser consumida masivamente. Pongo en duda que un texto conocido por ocho personas pueda desencadenar cambios colectivos. Un libro leído de forma multitudinaria entra en unos canales comerciales que suscitan no poca suspicacia y aversión, incluso en opinantes que uno tenía por perspicaces. Las posibilidades de que tal libro sea instrumentalizado por este o el otro actor social son enormes. El segundo factor es, a mi juicio, aún más determinante. Toda obra propicia una conversación a solas entre un texto y una conciencia. Sin dicho pacto de lectura (en el que confluyen un objeto suscitador de significado y un descifrador que conoce y admite el código) no existe la menor posibilidad de intervención en las conciencias. Habría, pues, que ir a miles de casas para poner en pie la ilusión de un público unitario. Es verdad que en el plano de la publicidad y del adoctrinamiento se consigue, ya desde la escuela, la difusión eficaz de ideas y convicciones, a veces con cierto apoyo de poetas, novelistas, cantautores y demás. No faltan escritores que incurren en la simplicidad de afirmar que todo texto es político, lo quiera o no su autor, asimilando así la política a las ideas y poniendo las bases para coartar la libertad de los creadores. No soy indiferente a los problemas de mi tiempo; pero, incluso cuando los abordo como materia de escritura, sigo pensando que el compromiso mayor del escritor consiste en el trabajo bien hecho.

—En un artículo sobre Patria, Mario Vargas Llosa cuestionaba el abrazo final entre Miren y Bittori. He de decir que ese gesto a mí también me pareció una concesión a la esperanza. ¿Fue así? Yo no percibo en la izquierda abertzale un propósito de reconciliación. De hecho, siguen celebrándose ongi etorri y hace poco pintarrajearon la tumba de Fernando Buesa. Tú comentaste el suceso con unos versos de Luis Cernuda: “¿No les basta / a tus  compatriotas  haberte  asesinado? / Ahora  la  estupidez  sucede  al  crimen”. ¿Está triunfando el odio en las nuevas generaciones? ¿ETA podría ganar la batalla por el relato histórico?

El desenlace de Patria describe un abrazo breve y silencioso. Digamos que ese acto es idéntico para todos los lectores. Las interpretaciones de la escena han sido, por el contrario, múltiples y, en muchos casos, contrapuestas, lo que prueba una vez más con cuánta fuerza modelan nuestras convicciones, gustos, preferencias, conocimientos y experiencia vital aquello que leemos. Barrunto que Vargas Llosa habría preferido un final con castigo. No estaba en mi voluntad tal cosa. Yo me he criado entre gentes similares a los personajes de mi novela. Poco me cuesta ver en estas figuras de ficción trasuntos de amigos, parientes, vecinos, conocidos: seres que constan de innumerables facetas y no son reducibles a una sola, pongamos por caso la de su convicción política. Ganas de despedir el libro con un portazo o una bofetada no me faltaron; pero prevaleció en mí la compasión por el ser humano, a la manera admirable de César Vallejo. En cuanto a las otras preguntas, no se pueden responder sin tener en cuenta que el proyecto de creación de un Estado vasco por el que ETA cometió sus crímenes continúa vigente. ETA fue una sección no siempre ineficaz de dicho proyecto, cuya estructura propagandística, inseparable de la aversión a España y a todo lo que huela a español, continúa intacta. Y, por lo demás, un relato histórico o literario favorable a ETA arraigará allá donde abunden los simpatizantes del referido proyecto. Yo toqué llaga al postular la derrota literaria de ETA, que es la derrota dentro de la literatura de su relato ensalzador. Al instante salieron a rebatirme, no sin ostensibles indicios de alarma, los peones de la causa encargados de poner en pie su particular versión de la historia.

Fernando Aramburu en 1979.

—Te declaras partidario de la “ironía activa”. ¿Quizá eso te salvó de caer en las redes de la seducción totalitaria? Naciste en una época donde la izquierda veneraba al Che y no pocos concebían la lucha armada como una gesta romántica. En un mundo injusto parecía que la violencia era el camino inevitable para acabar con las desigualdades. ¿Cómo lograste permanecer al margen de esa retórica, que cautivó a tantos, entre los que –por desgracia- me incluyo?

Pues mira, yo creo que fui un niño terrorista hasta los nueve o diez años. Un niño belicoso, pegón, despiadado, que organizaba pedreas en su arrabal y tenía por ídolos a los futbolistas más brutos. Pero recibí lecciones que me descubrieron la empatía. Como se supone que era muy listo, me adelantaron un curso en el colegio, lo que me obligó a compartir aula con compañeros mayores y más fornidos. Como puedes imaginarte, esta circunstancia me situaba fácilmente en el terreno de las víctimas. Por otro lado, yo le debo a la educación cristiana que recibí de niño una moral simple, pero clara, de modo que a edad temprana sabía que agredir a otros constituía un acto reprobable. Esta conciencia del mal me causaba desazón. Un juez interno, que ya nunca me ha abandonado, se estaba formando en mí. Durante un partido de fútbol entre colegios, le rompí el brazo a un chaval del equipo contrario. Lo derribé por el simple hecho de que se puso a tiro. La mala conciencia me impedía seguir jugando y pedí el relevo. Muy importante fue para mí el ejemplo de mi padre, un obrero fabril bondadoso, incapaz de matar una mosca. Luego me hice lector asiduo. Aprendí a resolver conflictos con ayuda de las palabras y no con los puños. Por entonces, la convivencia con chicas me abrió los ojos a realidades humanas que me eran por completo desconocidas y que me fascinaron. Deploré a solas haber celebrado durante unas fiestas populares el asesinato de Carrero Blanco. No me gustó alegrarme de la muerte de un hombre, aun cuando no he dejado nunca de rechazar su fe política. El instinto me mandó un aviso: chaval, ojo con permitir que te deshumanicen. La literatura, la música, el cine y, en fin, el arte me transmitieron paz interior. Y un día llegaron Albert Camus y El hombre rebelde, y vi claramente expuesto en las páginas de aquel libro crucial en mi vida lo que yo había entrevisto muchas veces: que no hay excusa política ni de ningún otro tipo para hacer daño a un semejante y que todo acto de rebeldía debe culminar en una aportación positiva. Quedé vacunado para siempre contra cualquier forma de totalitarismo.

—¿Qué te ha parecido la novela gráfica de Toni Fejzula? ¿Consideras que adapta fielmente tu novela? ¿Destacarías algún aspecto? ¿Puedes adelantarme algo de la miniserie de HBO sobre Patria?

En ambos casos entendí que mi novela era un punto de partida para que otros creadores desarrollasen su talento. No interferí en su trabajo. Es normal que la gente le eche más ganas a un proyecto cuando lo considera propio y no se siente vigilada. El resultado, tanto el de la novela gráfica de Fejzula como el de la serie, es de una enorme calidad, muy por encima de lo que habría sido un mero trasvase entre formatos.

Cuando Aramburu hizo esta reflexión aún no había salido a la luz el cartel publicitario que HBO ha diseñado para la promoción de la miniserie. En él, aparece a un lado una fotografía de Txato, que acaba de ser asesinado por ETA, en brazos de su mujer, que grita bajo la lluvia con desesperación, sin recibir ayuda de nadie. Al otro lado, un terrorista desnudo y esposado, con aspecto de haber sido torturado, con tres policías al fondo, que hablan despreocupadamente. La composición le ha parecido un «desacierto» a Aramburu. Ciertamente, transmite equidistancia. Pone en el mismo plano a víctimas y verdugos, como si fueran las dos facetas de un conflicto donde unos y otros actúan con la misma inhumanidad. Patria es un homenaje a las víctimas de ETA. ¿Hubo torturas en la lucha contra el terrorismo? Probablemente. La ética se desploma cuando aparece la violencia. A veces, las autoridades toman atajos. Por impotencia, por rabia, por ofuscación, pero la responsabilidad última de esta tragedia corresponde a quienes pusieron en marcha esa rueda infernal. Las casi novecientas víctimas de ETA son la evidencia de una estrategia miserable, donde prevaleció un objetivo político sobre cualquier consideración moral. 

—Has dicho varias veces que no caerás en la tentación de escribir Patria 2, pero te aseguro que a muchos lectores les encantaría una continuación o quizás un relato sobre los orígenes de la banda terrorista. ¿Nada te hará cambiar de opinión?

Yo no necesito prolongar Patria para seguir ocupándome desde la literatura de asuntos relacionados con la historia sangrienta de mi tierra natal. Volveré a dichos asuntos, pero con otros títulos y otros formatos. De hecho, algo hay por ahí inédito que verá la luz en su día. Patria 2 desvirturaría el desenlace de Patria, por mí concebido como final de trayecto. No quiero que haya un más allá de la última escena. Patria 2 sería un añadido artificioso tan sólo útil para hacer caja y decepcionar a muchos lectores.

—Leyendo Patria, recordaba los Episodios Nacionales de Galdós. No sé si la etiqueta de “novela histórica” te molesta. Lo cierto es que tus libros posteriores han sido radicalmente distintos. Autorretrato sin mí, que reseñé en las páginas de El Cultural, es un libro autobiográfico de carácter intimista, y Vetas profundas, un homenaje a tus poemas preferidos. Comenzaste tu trayectoria literaria con la poesía, pero te sucedió lo mismo que a Irazoki. Sentiste que el verso era una cárcel. Has comentado varias veces que no te interesa la pirotecnia verbal, sino la sustancia y la comunicación. A partir de ahora, ¿qué rumbo seguirá tu obra? ¿Continuarás con los textos de carácter lírico?

Tengo sesenta y un años, he hecho cuentas y cobrado conciencia del margen limitado de tiempo de que dispongo para atender con el debido vigor cerebral a una serie de proyectos que me están pidiendo atención a gritos. Ninguno de ellos comporta la tentación lírica, aunque nunca se sabe. Daré prioridad a los que me seduzcan por su naturaleza propiamente literaria. En tal sentido, creo que tengo una deuda pendiente con el género del cuento, al que pienso dedicarme tan pronto como me saque de encima una extensa novela en la que llevo trabajando desde hace unos años.

—Te has ido distanciando del periodismo, alegando que no querías caer en la reiteración. Dentro de poco, publicarás una recopilación de artículos, “Utilidad de las desgracias”. ¿Volverás al periodismo? Hace años, compartimos página en El Cultural. He de decir que me gustaban mucho tus textos, incisivos, precisos y sombreados por el humor.

Voluntad de reanudar la actividad periodística cuando haya acabado mi actual novela no me falta. Depende, claro está, de la oferta económica y del tipo de tarea. Llevo un tiempo diseñando un proyecto destinado a la publicación en un periódico. Aún está sin concretar. Si más adelante le veo posibilidades, lo ofreceré a quien me parezca que le pueda hallar un hueco en algún suplemento cultural.

—Irazoki y tú reivindicáis con fervor la poesía de Félix Francisco Casanova. Sin embargo, sigue siendo un desconocido para muchos. Confieso que yo lo he leído poco. ¿Qué aportó a la literatura? Murió con diecinueve años. ¿Es una especie de Rimbaud? ¿Por qué leerlo?

Lo que a mí me complace celebrar en Félix Francisco Casanova es la irrupción del genio. No anda la literatura española sobrada de ellos, aunque abunde en excelentes escritores. De pronto llega sin porqué ni cómo esa fogarada juvenil de genialidad; esa mano provista de un encanto especial que convierte en poesía cuanto toca; ese joven prematuramente muerto que, sin esfuerzo aparente y como jugando con cosas serias, se saca de la manga una antinovela prodigiosa y un puñado de poemas que a mí, particularmente, siguen poniéndome la carne de gallina.

—He leído que eras un niño muy nervioso e incapaz de concentrarse en nada. Dices que pescar logró calmar tu inquietud, enseñándote la virtud de la paciencia. Creo que eres muy metódico escribiendo. ¿Cómo trabajas? Antes de escribir, ¿planificas meticulosamente lo que quieres decir o te dejas arrastrar por lo inesperado?

Soy el polo opuesto de aquel niño indómito y seguramente hiperactivo que sostuvo durante un tiempo mi nombre. He perdido toda confianza en la improvisación. Me refiero a la mía propia; que los demás escriban y disfruten como se les antoje. Jamás abordo una obra nueva sin decidir previamente el método de trabajo ni resolver las principales cuestiones formales. No me abandono a impulsos creativos. Soy como aquel escritor soñado por Kafka, encerrado día y noche en un sótano, que compone sus textos como el relojero que junta con paciencia benedictina las piezas diminutas. Y lo peor de todo, lo que ya no tiene remedio, es que la rutina laboriosa en soledad me causa mucho placer.

—Hay algo que envidio en tu vida. No es el éxito, sino tu entrañable amistad con Irazoki. La historia de la literatura está llena de amistades que desembocaron en profundos enconos. ¿Cuál es el secreto de una amistad tan profunda y duradera? Por lo que conozco de ambos, me atrevería a apuntar que los dos habéis doblegado el ego. ¿Puede ser esa la explicación? O, ¿es algo relacionado con el temperamento de los vascos? Se dice que en el País Vasco la amistad se toma muy en serio, lo cual me recuerda lo que decía Borges, según el cual los argentinos viven la amistad como una pasión.

Pocas personas han tenido o tienen acceso a lo más profundo de mi persona, a la cámara que se esconde detrás de la última puerta. Zoki es una de ellas. ¿Por qué este hombre vive en mi abrazo permanente? Pues no me había parado a pensarlo. Lo que constato en primera instancia es un grado formidable de identificación. Me duele lo que a él le duele, me llena de alegría su fortuna. Nuestra amistad no excluye la discrepancia. Quienquiera que espiase nuestras diarias conversaciones telefónicas podría pensar que a menudo nos despellejamos mutuamente. No hay tal cosa porque no existe la posibilidad de la ruptura. Zoki es para mí una fuente de afecto, pero también de aprendizaje. Se aprende mucho con este hombre que es a un tiempo un abrazador nato y un moralista implacable. Tengo una absoluta confianza literaria en él. No publico una línea que no haya obtenido su visto bueno. Incluyo esta entrevista. Lo mismo hace él conmigo. No nos untamos de miel aduladora el uno al otro. No hay compasión en nuestros juicios críticos emitidos en privado. Profeso grandísima admiración por su obra. No la veo ajena. Esto llega a tal extremo que me siento liberado de intentar la poesía, pues considero que Zoki me dispensa de la tarea cuando escribe la suya, como si fuéramos un mismo escritor repartido en dos personas. Nos une, además, una actitud vital semejante de clara raigambre estoica. Coincidimos en la afirmación de la vida y en la gratitud por todo lo bueno, bello, armónico, saludable que hay en ella, cosa que él acierta a expresar magistralmente en sus textos. A cada uno lo sacó de su tierra una mujer. Adoptamos su idioma y les hicimos dos hijos. Siento gran aprecio por la capacidad de disfrute de Zoki y admiro el núcleo central de su filosofía, que considera como fin primordial del ser humano el hacer felices a los demás. No me gusta todo lo que a él le gusta; pero eso también me aclara la mirada. Zoki significa para mí un hermano de madre distinta. Si yo hiciera una lista de las personas a las que más he amado en esta vida, sin la menor vacilación pondría a Zoki en uno de los primeros puestos.

—Por último, en el 2020 han coincidido dos centenarios: Galdós y Miguel Delibes. ¿Tu literatura tiene alguna deuda con ellos? Me atrevo a decir que tus novelas se inscriben en la tradición del realismo español, pese a tu fascinación juvenil por el surrealismo, cuando militabas en el movimiento Cloc de Arte y Desarte.

He leído tanto a estos dos autores que sería raro que no hubiera obtenido alguna enseñanza de ellos. De joven, estúpidamente, me sumé a la moda de denigrarlos. La circunstancia de que textos suyos figurasen en los manuales escolares los hacía fácilmente desdeñables para un chaval empeñado en descubrir autores extranjeros que se ocupasen de temas desvinculados de su espacio vital y con los que condecorarse delante de los compañeros de vocación. Con los años, aprendí a admirar y querer a estos autores entrañables que nos legaron unos títulos de hondo calado literario y humano, de los que no es difícil, a poco que uno se muestre receptivo, extraer provecho para la propia obra.

Aramburu detesta los dogmas, pero no carece de convicciones. Me atrevo a decir que es un escritor ético. No pretende adoctrinar, pero no se queda al margen de los hechos. Así lo demuestra Patria, un libro que –pese al éxito o tal vez por él- ha sufrido ataques desde distintos frentes. Se ha dicho que el estilo carece del aliento de los grandes prosistas. Esta objeción me parece tan absurda como restar mérito a la obra de Baroja, argumentando que no realiza los juegos malabares de Valle-Inclán. Indudablemente, Valle-Inclán construye frases más musicales y seductoras, pero sus personajes carecen de profundidad. El marqués de Bradomín es tan fascinante como irreal. En cambio, Andrés Hurtado rebosa humanidad. Algo semejante puede decirse de Aramburu, cuyo objetivo no es emular a Lezama Lima o a Severo Sarduy, sino armar historias para comprender lo más profundo del ser humano. La otra objeción que se ha alzado contra Patria es que ofrecía la versión oficial del «conflicto vasco». Quienes han utilizado ese argumento deploran que no haya adoptado el punto de vista de los que describían los asesinatos como la expresión de un «conflicto político». Creo que el tiempo hará su trabajo y pondrá en su sitio a Patria, una novela vigorosa y clarividente que ha cumplido una misión esencial: crear un espacio para hacer memoria y honrar a las víctimas, preservándolas del olvido.

III

En Vetas profundas, hasta ahora su último libro, Aramburu homenajea a sus poetas favoritos, evidenciando que el latido lírico nunca se ha extinguido en su escritura. En el pórtico de la obra, discrepa de Octavio Paz, según el cual el poema es «un objeto hecho de lenguaje». De joven compartió esa convicción, pero con el tiempo llegó a la conclusión de que la poesía es «una vivencia subjetiva a partir de un estímulo». En ocasiones, adopta la forma del verso, pero otras veces puede apreciarse en una página de buena prosa, una secuencia cinematográfica o un gesto moral. Pienso en las «personas poéticas» de las que habla Irazoki, señalando como ejemplo a su padre, un campesino estoico, íntegro y amable. Eso sí, la poesía siempre demanda sensibilidad. «Veo difícil que la poesía se encarne en un hombre bruto –observa Aramburu-. Juzgo imposible que se consume en la ruindad». La poesía no es sinónimo de melancolía y desesperación. Lo poético no es execrar la vida, sino celebrarla. En Vetas profundas, Aramburu desmenuza «Los justos», un poema de Jorge Luis Borges. Los «justos» son los hombres que hacen cosas dignas y hermosas. Se trata de personas irrelevantes que acometen actos sencillos y humildes, como cuidar un jardín, escuchar música, jugar al ajedrez, explorar una etimología, premeditar un color, acariciar a un animal dormido. Me parece inexcusable no copiar los últimos cuatro versos:

«El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.
El que agradece que en la tierra haya Stevenson.
El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo».

Para Aramburu, el poema de Borges es un acto de gratitud. El mundo no cesa de regalarnos dones: «ciertas puestas de sol, los cerezos floridos, un monte nevado». Aramburu se rebela contra los heraldos del pesimismo: «Creo, como Borges, que es ingrato negar la felicidad. Aún peor, es injusto». Borges habla de felicidades, señala el escritor vasco. Cada uno tiene las suyas. Para Aramburu, la felicidad es Mozart, Caravaggio, el mismo Borges o —para salir del ámbito de lo intelectual— una jarra de cerveza en compañía de un buen amigo. La vida puede convertirse en una cuesta empinada. Todos arrastramos desgracias y tragedias, pero rendirse, abominar de la existencia, flirtear con la muerte, nunca es una opción razonable. Aramburu y yo admiramos a Reinhold Messner, el famoso alpinista. Creo que su lucha contra las montañas es un buen estímulo para sortear avalanchas y sobrevivir a las caídas. Ser feliz puede ser una elección.

En «A un visitante de mi tumba», un precioso y breve texto de Autorretrato sin mí, aborda el tema de la muerte, escribiendo: «No hay misterio, ni castigo, ni recompensa, en nuestro retorno a la materia eterna». Admito que no puedo aceptar esa perspectiva. El hombre ha utilizado la razón para afirmar que el universo es irracional. Frente a esa paradoja, avalada por las evidencias empíricas, prefiero la aventura de apostar por lo incierto e improbable. Creer en Dios parece una niñería, pero prefiero ser ingenuo que ferozmente clarividente.

Fernando Aramburu, por Gabriele Pape.

Pensar en la muerte es ineludible, pero lo sensato es vivir el presente con alegría. A veces para conocer la dicha solo hace falta mirar a los ojos de un perro y advertir que el afecto no es una invención humana, sino una poderosa fuerza que circula por el universo. Los dos amamos a los perros. Aramburu escribió un hermoso artículo titulado «Ventajas de un alma con pelo». Suscribo casi todas sus observaciones. «Los llaman perros, pero en realidad son almas. […] El perro ganado para la amistad del hombre es un suministrador incesante de felicidades. Gente sesuda, con bata blanca, afirma haber encontrado en la compañía del perro amigo virtudes antidepresivas». Puedo acreditar esa afirmación. He llegado a convivir con nueve —ahora solo tengo seis, pues la muerte se ha cobrado su tributo— y me han resultado más útiles para salir de la depresión que largas sesiones de psicoterapia, donde a veces necesitaba esforzarme para no perder la paciencia o bostezar. No puedo estar de acuerdo con Aramburu cuando dice: «El perro interacciona con el hombre más que el gato, inclinado tradicionalmente a la introversión sagaz y al egoísmo natural de su especie». Convivo con cuatro gatos —aclaro que no padezco síndrome de Noé y que si lo sufro, no tengo ningún interés en curarme— y solo me han proporcionado buenos momentos. Nunca se separan de mi lado. En perfecta sintonía con los perros, han sembrado de pelos toda la casa, dejando claro que su interés por los humanos es inagotable, pues nos siguen hasta el baño. Tal vez los gatos han asimilado la personalidad de los perros. Salen a saludarnos cuando llegamos a casa, se tumban en el suelo para que les rasquemos la barriga, lamen nuestras manos e incluso acuden a la llamada. Vuelvo a estar de acuerdo con Aramburu cuando afirma: «Cuidar de un alma canina implica asumir una responsabilidad. El perro es un alma frágil donde las haya. […] Tener perros es un poco como tener hijos. Los amamos y reñimos. Les ponemos nombre, les damos órdenes, los sacamos de paseo, les hablamos en confianza. […] Un perro rompe o alivia soledades […]. Alguna vez taché de ridículo el hábito de hablarle al perro. Digamos que lo juzgaba una tentativa ilusoria de la comunicación. Qué bobada. Tengo mucho más que confesarle a mi perro que a la mayoría de los hombres. Y el alma me responde y me consuela a su modo sacudiendo el rabo o dándome la pata o clavando en mí el brillo afectuoso de sus ojos». Aramburu vuelve a ser certero cuando habla de los saludables paseos con un perro: «Para un extranjero, doy fe, no hay mejor manera de integrarse en la sociedad de acogida que ir por la vía pública acompañado de un alma. Va uno desalmado y no le dan ni los buenos días». Yo vivo en España. Nunca he residido en el extranjero, pero he cambiado varias veces de domicilio hasta llegar al pueblo de Castilla donde he echado el ancla con el firme propósito de no moverme. Y ciertamente no hay forma más rápida y sencilla de integrarse en una comunidad que salir a pasear con un perro. En pocos días, ya has hecho amigos y, en unos meses, has tejido innumerables complicidades.

¿Por qué me he extendido tanto en el artículo de Aramburu sobre los perros? Porque creo firmemente que la capacidad de amar a un animal es un signo inequívoco de excelencia moral. Detrás de los libros de Aramburu siempre he percibido la presencia de un hombre bueno con una voz sincera. Tal vez sea un defecto de mi sensibilidad, pero mi interés por una obra disminuye notablemente cuando advierto que las palabras esconden una impostura o, lo que es peor, un fondo de malicia y mezquindad. Para mí, Aramburu —y podría decir lo mismo de su amigo Irazoki— está muy lejos del escritor vanidoso que habla sin parar, incapaz de escuchar a los demás. No es uno de esos «literatos» —como los descritos en las espléndidas memorias de Rafael Cansinos Assens— que procuran demostrar a cada instante su genialidad, desdeñando al resto de los mortales, sino un humilde artesano que ejerce su profesión con sencillez y escrupulosa seriedad. Aramburu, al igual que su personaje Txato, es buena gente, un escritor que nunca cesa de buscar el abrazo de sus semejantes y que trabaja con la paciencia del miniaturista enamorado de su oficio. Un pulidor de palabras que salva el mundo a diario.

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Ficha técnica

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